VIH/sida, pecado y vicio en los relatos “El místico”, “Amor imposible”, “Gritos” y “Castigo” (1989), de Myriam Francis


HIV/AIDS, Sin, and Vice in the Short Stories “El místico”, “Amor imposible”, “Gritos” and “Castigo” (1989), by Myriam Francis



José Pablo Rojas González¹
Universidad de Costa Rica
ORCID: 0000-0002-8356-3233



Recibido: : 20 de septiembre de 2023
Aprobado: 22 de diciembre de 2023




Resumen

En Costa Rica, en la primera mitad del siglo XX, el concepto legal para señalar (y castigar)a los homosexuales fue el de ‘sodomita’, con lo que su realidad se relacionó directamente con el crimen y el pecado. Tanto el término ‘sodomita’ como ‘homosexual’ mantuvieron un intercambio simbólico que movilizó significados como la maldad, la decadencia, el infierno o el castigo. Con lo anterior, en este ensayo² se analizan los relatos de Myriam Francis que tienen como figuras centrales a hombres homosexuales “enfermos de sida”. En estos textos, los homosexuales se vinculan, de forma repetitiva, con las nociones de vicio e inmoralidad. Dicha vinculación tiene un valor didáctico-moralizante, ya que, con ella, se pone en tela de juicio la sexualidad de los individuos y, en general, sus “estilos de vida desordenados”, con el fin de hacer un llamado general a la “contención”.

Palabras clave: Literatura seropositiva; VIH/sida; estilo de vida; pecado; vicio.

Abstract

In Costa Rica, in the first half of the 20th century, the legal concept to point out (and punish) homosexuals was ‘sodomite’. Hence, their reality was directly related to crime and sin. Both the terms ‘sodomite’ and ‘homosexual’ maintained a symbolic exchange that mobilized meanings such as evil, decadence, hell, or punishment. With the above, this essay analyzes the stories of Myriam Francis that have homosexual men “sick with AIDS” as central figures. In these texts, homosexuals are linked, in a repetitive way, with the notions of vice and immorality. This link has a didactic-moralizing value, since, with it, the sexuality of individuals and, in general, their “disorderly lifestyles” are questioned, to make a general call for “containment”.

Key words: Seropositive literature; HIV/AIDS; life style; sin; vice.




 1. Introducción

En Costa Rica, los textos literarios narrativos sobre el VIH/sida aparecieron de forma relativamente tardía. Tiempos del SIDA. Relatos de la vida real (1989), de Myriam Francis, fue el primer trabajo que pudimos ubicar. Una década después, se publicaron otros textos: la novela de José Ricardo Chaves, Paisaje con tumbas pintadas en rosa (1998), y dos cuentos de Alfonso Chase, “Carpe Diem” y “Antes y ahora”, incluidos en Cara de santo, uñas de gato (1999). Estos trabajos, a pesar de llegar varios años más tarde, fueron parte de la discursividad que, desde 1983,³ emergió con la “nueva enfermedad”. De forma más precisa, podríamos decir que ellos resultaron de la racionalidad movilizada por los medios de comunicación, la medicina y las biopolíticas estatales, desarrolladas, sobre todo, durante la primera década de la pandemia.

Los relatos que hemos seleccionado para nuestro trabajo forman parte de Tiempos del SIDA…; es decir, se desprenden de la primera publicación nacional con intenciones literarias, pero, también, de recuperación testimonial. Este es un aspecto importante, ya que, como afirma Meruane (2012: 106), a finales de los ochenta empezaron a aparecer libros de testimonios, publicados por mujeres. en distintos países de Latinoamérica. Como vemos, Costa Rica está entre ellos. Sin embargo, como explica Rojas (2023: 38) en relación con el trabajo de Francis, aunque los relatos se planteen como “verdaderos”, se nota el peso ideológico que la autora le da a todo el libro y, por ende, a cada uno de los testimonios que entregó en él. Por ello, en este caso, debemos señalar el papel de la voz principal, la cual realmente dirige el discurso (y las representaciones que se ofrecen) a lo largo de cada una de las narraciones. Asegura Rojas: “Lo que este libro nos presenta son, más bien, retratos o semblanzas, producto de lo que parecen ser entrevistas” (2023: 38). Así, la idea del testimonio, entendido como un esfuerzo por presentar la verdad de ciertos hechos y de ciertos sujetos, debe aquí manejarse con cuidado, sobre todo por el lugar que asume la autora en relación con cada historia.

Como veremos, en Tiempos del SIDA… se reproducen imaginaciones nocivas, sostenidas por los discursos dominantes de la época, en relación con el VIH/sida y con los sujetos vinculados con él, sobre todo con los homosexuales. No extraña, con lo dicho, que Francis inicie con un prólogo –titulado “El último jinete”– en el que plantea una estrecha relación entre la “enfermedad” y el Apocalipsis bíblico: “San Juan, en el Apocalipsis que leemos en la Biblia, nos habla de los jinetes que recorrerán la tierra llevando desolación y muerte, y de ángeles con las copas de la ira de Dios, las cuales serán derramadas sobre todos los pueblos” (1989: 13). Así, desde el comienzo, el VIH/sida se presenta como un “castigo mortal” que alcanza a toda la humanidad, pero, en especial, a las personas que ella exhibe como “casos” en su libro. Los relatos de Francis realmente proporcionan lo que podemos llamar una “narrativa de la degeneración y de la perdición”. Las historias expuestas (sobre todo las de los hombres homosexuales) movilizan la idea del “vicio” como un exceso que lleva a la “enfermedad”. El vicio, aquí, está determinado por la sexualidad y, en general, por los “estilos de vida dañinos” de esos hombres, que ahora se encuentran en el “Pabellón Sur” de un hospital, una especie de “moridero misericordioso” (Rojas, 2023: 38).

Alvarenga Venutolo (2012) asegura que, durante el proceso de construcción de las identidades nacionales en Costa Rica, los agentes del Estado se propusieron controlar el universo social con el fin de construir un único patrón de relación de pareja, fundamento de la familia patriarcal. Lo anterior llevó a que se estableciera un ambiente de descrédito y humillación en torno a los sujetos con “inclinaciones homoeróticas”: “Tales individuos son juzgados, sometidos a exámenes médicos que sustituyen las prácticas de tortura y, no en pocos casos, condenados a pagar con prisión su desafío a la moral establecida” (285). El concepto legal que se manejó en el país, en la primera mitad del siglo XX, para castigar a dichos sujetos fue el de sodomía, por lo que la homosexualidad se relacionó directamente con el pecado (también fue habitual la expresión “pecado nefando”). El término homosexual, se utilizó de forma marginal y fue más común en la práctica médica que en la judicial. Sin embargo, la medicalización de dicha realidad arrastraba también con las ideas del discurso religioso presentes en el discurso judicial, el cual, entonces, acusaba a los homosexuales de “perversos”, de “viciosos”. Así, tanto el término de sodomita como el de homosexual mantenían un imbricado intercambio simbólico que movilizaba significados como los ya mencionados, pero también otros, como la maldad, la tacha, el infierno o la condena. Esta simbólica en torno al homosexual no desapareció, asegura la autora, hasta bien entrado el siglo XX. Nosotros, sin embargo, pensamos que no ha desaparecido del todo. Aún es movilizada por los grupos religiosos y políticos más conservadores y se mantiene, a pesar de los avances en derechos humanos en ciertos países y en ciertos espacios sociales, como una constante.

Con lo anterior, nuestro interés en los relatos seleccionados de Francis –“El místico”, “Amor imposible”, “Gritos” y “Castigo”– está en analizar la representación del VIH-sida, pero, también, la de los hombres homosexuales vinculados con la “enfermedad”. Lo haremos a la luz de los conceptos que hemos ya mencionado: vicio, pecado, perversión, castigo. Por ello, nos basaremos en los aportes de Paul Ricœur sobre los símbolos primarios del mal, con el fin de mostrar cómo las antiguas narrativas del campo mágico-religioso se actualizaron con la “nueva enfermedad”, hasta el punto de establecer una nueva racionalidad, fundada en la constitución de “monstruos pandémicos”, que sirvieran como elementos ejemplarizantes para promover la defensa de la sociedad “normal” (Foucault, 2003).

 2. Hombres “caídos en desgracia”: El “pecado” de la homosexualidad

El trabajo de Francis, en Tiempos del SIDA. Relatos de la vida real (1989), es ambiguo, ya que, por un lado, muestra un sufrimiento humano que debe conmover y activar una ética fraternal (sobre todo si son “víctimas inocentes”), pero, por otro, señala a los sujetos “sospechosos”, con el fin de que no sigamos sus pasos, En los relatos que estudiaremos a continuación, no encontraremos representaciones de “buenas personas” con muy “mala suerte”, sino de sujetos “sospechosos”, directamente relacionados con el VIH/sida. Individuos que, desde la perspectiva planteada en el texto, llevan una vida “desordenada”, son personas entregadas al “vicio” y a la criminalidad; sujetos, por ende, “culpables” del castigo o penitencia que están recibiendo, tanto por el “mal” mismo, como por la sociedad que los estigmatiza. El libro de Francis, entonces, se mueve entre estos tipos de representaciones que son, al mismo tiempo, dos formas de entender la “enfermedad”.

En Tiempos del SIDA…, la responsabilidad por la “enfermedad” recae en las personas con vidas “infames” (para utilizar la expresión de Foucault, 1996) y no en un virus. Así lo vemos en “El místico”. En este relato se plantea que el “pecado” que llevó a un hombre joven, religioso, refinado y buen mozo, al “Pabellón Sur”, fue su “atracción por los muchachos”. Como vemos, la homosexualidad se liga con el VIH/sida, por lo que sólo puede ser una causa de la “enfermedad”. En su libro Finitud y culpabilidad (2004), Paul Ricœur estudia los símbolos primarios del mal: “la mancilla como análoga de la mancha, el pecado como análogo de la desviación, la culpabilidad como análoga de la carga” (183). Estos símbolos están estrechamente vinculados, de manera que uno conlleva al otro. Así, la mancilla implica el pecado, ya que ella incorpora las ideas de la transgresión y de la iniquidad, y, consecuentemente, el sentido de culpabilidad, el cual se desarrolla en el orden existencial del penitente. Por supuesto, al definir la homosexualidad como un pecado, se activa esta simbólica que tiene como fondo la relación del ser humano con Dios. El pecado es una lesión del vínculo personal con Dios. Esta lesión desata la Ira divina, la cual, en este caso, se presenta como una “enfermedad”: el VIH/sida.

La voz narrativa principal inicia el relato afirmando que “el místico” fue muy buen mozo hasta cuatro años atrás: de rasgos finos, ojos vivos, boca sensual, piel marfileña, porte elegante. Por supuesto, al decirnos esto nos presenta la idea de que la “enfermedad” lo cambió físicamente hasta el punto de perder su hermosura, su vitalidad. Como sucede en otros relatos de Francis, se mantiene la relación entre el VIH/sida y el desarrollo de una vejez prematura que, claramente, lleva a la muerte. Siguiendo a Suquet (2015:150), podemos decir que aquí encontramos la idea de “cuerpos fronterizos”, cuerpos entre la vida y la muerte. Figuraciones corporales monstruosas que funcionan como símbolos del castigo: el proceso fisiológico degenerativo tiene como causa la “corrupción moral”. Según se afirma en el relato, este hombre fue un entusiasta lector, un buen deportista, un aficionado al arte, pero, sobre todo, fue una especie de místico que se pasaba horas en los templos conversando con Dios: “Ya adulto era mimado por las damas, pero se mantuvo a distancia, con una mezcla de respeto, pero también de timidez ante el bello sexo. Se había dedicado en cuerpo y alma a su profesión con una fe profunda y un entusiasmo creciente” (Francis, 1989: 53). Su vida cambió cuando se instaló en otro país, donde se dedicó a crear grupos de estudio para los jóvenes. En este punto, apareció su “pecado” (y, entonces, inició su “degeneración moral”): “El afecto a los muchachos se fue convirtiendo gradualmente en otro sentimiento.” (Francis, 1989:53)

La homosexualidad es, pues, el “pecado” que conllevó la “caída” de este sujeto, que terminó en el “Pabellón Sur”: “Terriblemente consumido por el mal, sintiéndose culpable de haber mal dirigido a esos muchachos de los grupos, sin saber si había sido contaminado por uno de ellos, o si él a su vez lo había hecho, contagiado por algún adulto. ¡Tuvo tantos amores de esa clase!” (Francis, 1989:54). Contaminación, pecado, culpabilidad, los tres símbolos primarios del mal se mueven en esta narración, la cual, como vemos, trabaja en términos biopolíticos, aunque no se expliciten. Estos relatos realmente funcionan como una especie de exemplum negativo para los lectores, quienes, entonces, deben evitar caer en conductas como las que se presentan, ya que ¿quién quiere terminar con una “enfermedad de pecadores”? El mismo protagonista, al final del texto, asegura, lleno de remordimiento, que él quería hacer una “revisión total” de su vida, quería “exponerla a los cuatro vientos”, para que sirviera “de ejemplo o de escarnio”, ya que sólo así lo perdonaría Dios. Sigue el texto:

Que los jóvenes vean en mí, primero lo que fui, con mi hermosa profesión, bien preparado intelectualmente, con un gran amor a Nuestro Señor y a nuestra religión, sintiéndome extasiado y arrebatado cuando recibía la santa hostia, tratando de seguir pie a pie los mandatos de Jesús, haciendo caridad a las almas necesitadas de consuelo y comprensión y a los cuerpos urgidos de ayuda y de pan. Y, después, cómo estoy aquí, cómo soy ahora, esperando el llamado para comparecer ante el tribunal divino. ¿Hallaré misericordia? (Francis, 1989:54)

La comparación entre un “antes” y un “después” es la estrategia utilizada para mostrar las consecuencias destructoras –ya que llevan a la “enfermedad”– de la homosexualidad del protagonista, quien, como vemos, moviliza la narrativa religiosa de manera intensa. Aunque los símbolos del mal son centrales en el discurso de este sujeto (que no por nada es apodado el “místico”), encontramos que ellos funcionan como agentes promotores del miedo, de la angustia y, consecuentemente, de la necesidad de cuidado de sí. Por lo anterior, no podemos entender la biopolítica de esta época –al menos según lo que se plantea en estos textos– sin el poder pastoral,¹⁰ cuyos elementos son, como explica Foucault (2003), la vida, la muerte, la verdad, la obediencia, los individuos y la identidad (el poder pastoral afecta la forma misma en la que se autoperciben los individuos). El poder pastoral, finalmente, trabaja sobre la conciencia de los sujetos, para volverlos escrupulosos; es decir, para que sean vigilantes de sí mismos, de la moralidad de sus actos. Al respecto, el relato del místico concluye en los siguientes términos:

Mi débil carne no pudo resistir las tentaciones, pero con tan terrible experiencia me siento capaz de emprender una campaña para concientizar […] que no deben tener libertinaje en el abuso del sexo, y que las parejas deben permanecer fieles. […] Pero ya es tarde, no hay tiempo, ni tengo posibilidad de hacerlo por mi estado. ¡Que Dios me perdone! (Francis, 1989:54)

Lo que nos queda de las palabras de este hombre es la importancia de la obediencia, de acuerdo con los preceptos religiosos que gobiernan la moral de los sujetos, de sus cuerpos. Quienes transgredan dichos preceptos sólo podrán experimentar la culpabilidad como una imputación personal del mal –de ahí que el místico pida por su salvación final–, y la enfermedad y la muerte como las consecuencias de sus “pecados carnales”. De acuerdo con Ricœur (2004:299), la muerte no se suma al pecado, sino que –dentro del pensamiento mágico-religioso cristiano occidental– ella es su producto “natural”. La “suprema pedagogía” que ofrece el VIH/sida, en estos textos, es la siguiente: pecar es igual a morir.

“Amor imposible” relata la historia de un hombre bien parecido, casado, que se “obsesiona” por un “joven profesional” al que conoce en una cancha de tenis. Esta “obsesión” produce un cambio en el personaje principal, por lo que se termina distanciando de su esposa y empieza a buscar otros hombres (ya que era ignorado por su “amigo”). El personaje se lanza, según el relato, al “precipicio del homosexualismo”, lo que también lo lleva al consumo de mariguana¹¹ y, entonces, a una especie de autodestrucción en la que el VIH/sida cumple con el papel definitivo. Las imágenes de degeneración (sobre todo moral), de decadencia y de muerte son, según hemos visto, constantes en este libro y, como lo explica Múnera (2016), no se pueden entender como una forma positiva de visibilización o de representación política de los “enfermos”. Todo lo contrario, la reproducción insistente de “imágenes patológicas” sólo ratifica el estigma, el cual, entonces, parece existir de forma “natural”. Explica el autor mencionado:

pienso que el reforzamiento de las asociaciones entre el hombre gay, la enfermedad y la muerte en sus imágenes más desgarradoras continúa siendo parte de un imaginario extendido, de una relación homosexualidad-patología que ha sido tomada como un hecho y que despliega las bases para una estigmatización cuyos efectos discriminadores se verifican en la experiencia individual y colectiva de los hombres que ejercen su sexualidad de esta manera. (Múnera, 2016: 29)

Así, es claro para nosotros que el libro de Francis mantiene la línea que critica Múnera. En el caso del relato que hemos mencionado, el protagonista, Mike, se muestra en un estado de decadencia total. La voz narrativa principal describe a este hombre débil, postrado en una mecedora, con una tos fuerte y con problemas para respirar y hablar. Asegura que, aunque había sido guapo, ahora era sólo un “despojo”; es decir, estamos ante los restos de una vida perdida. Esta imagen es, por supuesto, muy cruda, pero demuestra lo que hemos señalado ya antes: la degeneración física es, aquí, consecuencia de la degeneración moral. La homosexualidad es el punto inicial de este proceso que lleva, como hemos dicho, a la muerte.

De acuerdo con Mike, a él nunca le habían atraído las personas del mismo sexo (estaba casado con una hermosa mujer), hasta que conoció a Paul en una cancha de tenis donde solía ir a jugar. Paul, según la descripción que Mike mismo hace, era un joven profesional, recientemente graduado de una universidad extranjera, alto, delgado, pero musculoso, de piel ligeramente bronceada, ojos verdes y una cautivadora sonrisa: “Primero lo admiré como un ejemplar perfecto de belleza masculina, que él parecía ignorar, pero luego esa admiración se transformó en pasión” (Francis, 1989: 69). Así, Paul representa un “cuerpo tentador”, que debilita a Mike hasta que “cae en el “pecado”, pero no con Paul, ya que estelo ignoraba totalmente. Mike, sin embargo, desarrolla una obsesión por él. Pensaba en Paul todo el día, soñaba con él; trataba de acercársele, pero él lo rehuía; le hacía atenciones, le hablaba del amor entre hombres. Nada resultaba:

No sabía qué pensar y me torturaba imaginando imposibles. Sentía celos de todos los hombres que se le acercaban, o de cuanta muchacha lo acompañaba. Me ponía irritable, hosco, ensimismado, tanto que en mi casa no pudieron dejar de notar el cambio en mi conducta. Yo decía que tenía jaquecas. Así hasta me distancié de mi esposa. (Francis, 1989: 70)

El protagonista entra en un proceso de cambio que se manifestó hasta en los aspectos más cotidianos. Mike empezó a preocuparse más por sus atuendos, los cuales prefería ahora de colores vivos; empezaron a gustarle las joyas y los perfumes, se dejó el pelo más largo. Estos cambios en su imagen se plantean, según vemos, como “señas” (a todas luces estereotipadas) de su homosexualidad y, entonces, de su “corrupción moral”. Mike comprendió que no tendría oportunidad con Paul, pero, como su obsesión continuaba, decidió dar un paso más. Acá aparece la metáfora más importante (ligada al símbolo del pecado), relacionada con estos sujetos: la homosexualidad es metaforizada como un camino a la perdición. Asegura el protagonista: “entonces di un paso más en el camino apenas empezado y que me llevaría a la perdición. Si no podía ser Paul, ¿por qué no pensar en otro y poner en práctica aquello de que «un clavo saca otro clavo»? Me arriesgué. Fue mi primera aventura de homosexualismo” (Francis, 1989: 70; cursiva en el original). Como asegura Ricœur, la lógica del pecado está relacionada con el simbolismo del retorno y del extravío. ¹² Así, el “pecado” de la homosexualidad lleva por un “camino” que nos aleja de Dios, que rompe la Alianza y que nos pierde en el vicio. La imagen del extravío es radical, pues describe una situación global, en la que el sujeto se convierte en un ser ajeno en relación con su lugar ontológico. El pecador, por lo anterior, es una “nada” y, para dejar de serlo, el pecador debe retornar a Dios. Si no lo hace, termina siendo totalmente destruido, termina siendo totalmente vano. Mike es el ejemplo de un “hombre extraviado”, que pierde todo por su “conducta rebelde”. Él, luego de su primera aventura, en la que dice que se imaginó con Paul (como él creía que lo hacían algunas mujeres al estar con sus maridos), no pudo ya detenerse y siguió buscando hombres para tener relaciones. Es aquí donde el camino se transforma en un precipicio:

Ya me había lanzado por ese precipicio del homosexualismo, y no tuve valor para cambiar. Debí recurrir a algún consejero para problemas como el mío, ya médico o religioso, pero no lo intenté. Me quedé solo, viviendo en un apartamento, donde me era fácil reunirme con mis amigos del momento. A duras penas cumplía con mi trabajo, hasta que me despidieron. Solucioné la falta de mi salario con la ayuda de un amigo bastante entrado en años que se ocupó de suplir mis gastos a cambio de mi fidelidad. No me costó hacerlo, pues me imaginaba estar con Paul, pues mi obsesión por él continuaba. Creo que el uso de la mariguana, que ya era parte de mi quehacer diario, mantenía mi mente en ese estado de fantasía. (Francis, 1989:71)

Mike, entonces, “cae” sin posibilidad de retorno, sin posibilidad de perdón. Él se revela como un hombre débil, sin valor, alguien que debió buscar ayuda y que, sin embargo, no lo hizo, por lo que siguió en un proceso “autodestructivo”. La mariguana nuevamente aparece acá, pero ya no es ella un primer paso, sino la confirmación de la decadencia de este hombre que pierde todo, desde su familia, hasta su “dignidad” (el hecho de ofrecer su cuerpo a cambio de dinero se expone como un elemento más de su proceso de “descomposición”)¹³ y, por supuesto, su salud. En la parte final del relato se describe cómo empezó a adelgazar, cómo sufrió por problemas respiratorios y por una debilidad que no le permitió dejar su cama: “Entonces me hospitalizaron para hacerme exámenes y ya no saldría del hospital, pues me trasladaron a este pabellón” (Francis, 1989:71). Mike finalmente asegura: “No me quejo. Me lo busqué. Ya no tengo familia, ni amigos, todos han huido de mí. Y lo único que me queda es una última ilusión: mandé a decirle a Paul que me estoy muriendo y quisiera decirle adiós” (Francis, 1989:71). Estas oraciones confirman la idea de castigo en torno al VIH/sida. Mike así lo asume porque, según la lógica expuesta (la cual, además, es fruto de los discursos sociales predominantes de entonces), un homosexual que no se reforme no tiene salvación.

“Gritos” es otro relato sobre un homosexual. Rafael, el protagonista, es un hombre de clase alta que se involucró en “actividades sexuales” con otros hombres, “no por verdadera inclinación, sino por curiosidad y por estar «in». O tal vez porque tenía en la sangre la semilla del vicio” (Francis, 1989: 75-76). La homosexualidad es definida por él como un “vicio” que –como se plantea en la teoría de la degeneración–¹⁴ podía provenir de sus propios padres. Según este sujeto, el vicio podía estar en su sangre como una semilla,¹⁵ porque su madre y otras mujeres de la familia tenían una “gran inclinación” por las “aventuras amorosas” fuera del matrimonio. La “inclinación” a la que se refiere Rafael no hay que entenderla sólo en el sentido de una tendencia, sino, sobre todo, en el de una desviación. Esta “desviación” fue la que llevó a este joven de treinta años, con la vida resuelta, al “Pabellón Sur”, luego de que le confirmaran que “padecía sida”: “Grité, grité locamente cuando me mostraron los exámenes de laboratorio que confirmaban que padecía del SIDA. Me di con los puños en la cabeza, me golpeé contra la pared, di de patadas a los muebles, seguí gritando” (Francis, 1989: 75).

Además de la idea del vicio (el cual se expone como una especie de “semilla del mal”, una “tara” que se hereda), la homosexualidad es caracterizada como una “moda” del momento. Esta racionalidad fue común en los ochenta y tiene como trasfondo la “revolución sexual”, a la que se le plantearon múltiples críticas desde las tendencias más conservadoras. Desde esas tendencias, la experimentación sexual se vio como un problema y se relacionó con el desarrollo de la pandemia. Las “modas sexuales” (que incluían la homosexualidad y la “promiscuidad”¹⁶) se oponían a la institución del matrimonio, la cual se asumía como lo “natural”. La sexualidad matrimonial debía ser comedida, debía darse entre el hombre y la mujer, con fines meramente reproductivos. En el periódico La Nación, en 1987, se argumentó lo siguiente, en la sección “Vida cotidiana”:

La llamada «revolución sexual» que hemos presenciado durante décadas empieza a retroceder; tanto, que muchos analistas ya hablan de su fracaso. El precio que esta revolución impuso ha sido devastador, ya que amenaza con destruir los valores morales fundamentales, que constituyen el equilibrio de una sociedad. […] El matrimonio, sobre el cual está afincada la institución de la familia y, en última instancia la sociedad entera, sigue siendo la única alternativa para la estabilidad. (La Nación, 14/3/1987: “El matrimonio, única alternativa”, párrafos 1-2)

El “vicio” del personaje no se limita a su sexualidad, alcanza todo su “estilo de vida”, el cual es calificado por el mismo Rafael como “superficial”, “vano”, “egoísta”: “–Me he hecho fatalista. Tenía que suceder. Nacido en cuna de oro, nunca aproveché las posibilidades que me daba el destino para mejorar espiritualmente, ni tampoco para ayudar a los demás, como pude haberlo hecho disponiendo de tanto dinero y sin ninguna obligación” (Francis, 1989:76).Nuevamente, en relación con su limitada voluntad para ayudar a los otros, asegura que su madre debió influir en ello, ya que era una mujer que gastaba mucho dinero en sí misma, pero poco en los demás; era frívola y despreocupada; centrada más en las cosas que vestía, que en su “espiritualidad”: “Vivía para ella nada más, y yo también. Ahora creo que el destino, el Karma, mejor dicho, me quitó todo. Porque al quitarme la salud, me quitó todos mis bienes materiales, y dentro de poco se llevará también mi vida” (Francis, 1989: 76). La noción de karma hay que entenderla, acá, no como una energía que lleva al crecimiento espiritual, sino como una forma de “expiación vindicativa”. Este personaje, como vemos, habla más bien de la experiencia de castigo, producto de sus “debilidades morales”. Esa conciencia de ser culpable y de estar experimentando una pena es la que lo hace revisar su vida. Su exposición se torna, en este punto, un ejemplo de la importancia que tiene una conciencia sutil y escrupulosa, que nos permita, según la lógica activada, mantenernos en el “camino recto”:

Estuve por casarme, pero mis novias me aburrían con sus exigencias de formalidad, de puntualidad, de seguridad. De haberme convertido en un señor casado tal vez no estaría aquí ahora, pero pensaba que esa vida ordenada era gris y monótona. Me desvelaba largas horas con esos pensamientos de lo que pudo haber sido y no fue. (Francis, 1989:77)

Por supuesto, este es un mensaje biopolítico como los que ya encontramos antes: seguir el “camino recto” es vivir una vida de acuerdo con los preceptos tradicionales en torno a la familia, la comunidad, la sexualidad, la espiritualidad, etc. Sólo a través de un autocontrol, de una autovigilancia que nos aleje del “camino desviado”, podremos evitar la “enfermedad”. Se mezcla acá la racionalidad pastoral y la biopolítica moderna, de una forma que no nos permite pensar en la segunda más que como una consecuencia de la primera; es decir, la biopolítica no es un fenómeno nuevo, tiene sus raíces en los discursos religiosos que promovieron desde mucho tiempo atrás esa conciencia de cuidado de sí. La diferencia está en que el cuidado de sí antes estaba controlado por la idea del pecado –una realidad de la cual debíamos alejarnos para proteger nuestras almas–, y ahora está dirigido por la idea de la defensa de la salud de nuestros cuerpos.

En el relato de Rafael, la importancia de ese cuidado por la salud –que alcanza, claro, la salud sexual, pero también la emocional, la espiritual, la psicológica, la alimentaria, la económica, la laboral, la familiar, la social, la ambiental, etc.; es decir, que se relaciona con todos aquellos “factores” que tocan, de una u otra forma, nuestras anatomías políticas¹⁷– la vemos con la exposición de las consecuencias que tiene el VIH/sida sobre el cuerpo y, en general, sobre la vida del enfermo. El protagonista habla de una aceleración del envejecimiento (una idea repetida en los relatos de Francis), no sólo por la decadencia corporal –la voz narrativa asegura que este hombre ya tenía los cabellos ralos, los ojos hundidos, el cuerpo esquelético–, sino también por la conciencia de haber “desperdiciado” la vida. Rafael, por ejemplo, afirma que a él le pasaba “como a los viejos”, ya que se quedaba imaginando las distintas vidas que pudo tener, las carreras que pudo estudiar, los hijos que no llegaron, los viajes que no hizo, etc. Afirma el “entrevistado”: “–Yo ahora estoy peor que esos ancianos, porque pienso en lo que tenía y perdí, y no fue por azares del destino sino por este vicio. Me arrepiento, no en el sentido de lograr el perdón de Dios que temo no merecer, sino de haber perdido la oportunidad de seguir disfrutando de la vida, de mi vida, en otra forma” (Francis, 1989: 77). El “vicio” de la homosexualidad lleva, pues, al “castigo de la enfermedad”, la cual es además asumida como un “castigo justo”, lo que demuestra una “conciencia ética” (una ética fruto del miedo, ya que, como explica Ricœur –2004: 193–, el temor a lo impuro es en realidad un miedo primitivo que se liga con el castigo, con la expiación vindicativa, ante la violación del orden), por lo que nuevamente podemos decir que, con el relato, se promueve la idea de que la “enfermedad” venía a restaurarla “normalidad” perdida.

No extraña, con lo anterior, que el cierre del relato describa lo que parece ser el suicidio de este hombre que finalmente “comprendió” sus yerros y la necesidad de expiarlos de alguna forma: “Al día siguiente lo hallaron dormido, dormido para siempre. Había tomado varias pastillas contra el insomnio, más de lo necesario, quizá por error, quizá por cálculo” (Francis, 1989: 78). El suicidio, así expuesto, parece la consecuencia lógica del trabajo de reflexión de Rafael, quien sabe que debe “pagar” por su vida “sin sentido”, “sin valor”. Morir es, para este sujeto, anular una “existencia vana”. Es ella, no la “enfermedad”, lo que le provoca un sufrimiento mayúsculo estando en el “Pabellón Sur”. La “enfermedad” llegó, de acuerdo con la narrativa movilizada, para aleccionarlo. El VIH/sida es, desde esta perspectiva, castigo y aprendizaje al mismo tiempo. El castigo se explica, en el relato, a partir no sólo de la decadencia corporal producto de la “enfermedad”, sino, además, de la situación social experimentada por los enfermos, los cuales, según la voz narrativa, formaban una sola familia, “unida por el vínculo del dolor”, ya que sus propias familias los habían abandonado, “por vergüenza, por temor, hasta por una especie de rencor”. Sigue el texto:

Algunos tenían la suerte de que preguntasen por ellos, y otros, muy pocos, de que los fuesen a visitar, casi siempre la madre. La de Rafael, según era sabido, solía decir que no resistía el dolor de ver a su hijo en tal estado, y como no resistía, pues evitaba ir a acompañarlo siquiera unos ratos, ratos de los pocos de vida que le restaban. Le mandaba con el chofer algunas golosinas y revistas de las llamadas del corazón, que tanto le habían agradado tiempo atrás. Pero nada más. (Francis, 1989:78)

La representación de esta madre se aleja de las típicas explicadas por Meruane (2012:98): no estamos, claramente, ante una “madre sacrificada”, que se propone aliviar el sufrimiento de su hijo; sin embargo, su accionar tiene sentido si tomamos en cuenta que es ella, como afirmara Rafael, quien le heredó la “semilla del vicio”. Aunque la madre termina llorando a gritos una vez que le informan la muerte de su hijo, el relato de Rafael no nos deja verla más que como parte del “problema”.

Terminaremos con la lectura del texto titulado “Castigo”. En él, se presenta a Federico, un hombre de clase alta que estuvo casado y que llevó una doble vida al “lanzarse por el despeñadero del homosexualismo”, supuestamente sin quererlo, ya que él no tenía la “inclinación”, y lo hizo sólo por estar “en onda y darle [sic] gusto a sus amigos” (Francis, 1989:84). Como vemos, se repite la narrativa que encontramos antes en relación con la homosexualidad (entendida como una moda, pero también como un acto suicida, como un camino hacia la muerte) y con la “enfermedad”, la cual nuevamente se piensa como una forma de envejecimiento prematuro. Así, en los primeros párrafos, se describe el antes y el después de Federico, quien fuera alto, espigado, con rasgos finos y modales gentiles. Ahora, la “enfermedad” lo había convertido en un hombre débil y “encorvado como un anciano” (Francis, 1989:81); es decir, lo había convertido en un “cuerpo caduco”. Como explican Yuni, Urbano y Arce (2003: 40), la tradición cultural de Occidente define a la vejez mediante una serie de atributos ligados con su inscripción cronobiológica. La vejez, por lo anterior, es pensada a partir de la idea del paso del tiempo y de las “huellas” que este deja en el cuerpo. Esas “huellas” son signos, sin embargo, de otra cosa: de enfermedad y deterioro. El deterioro es evidentemente físico, pero también, en algunos casos, puede ser moral. De acuerdo con dichos autores, se han desarrollado tres metáforas principales en torno al cuerpo envejecido: una religiosa, una mecánica y una militar.

La metáfora mecánica presenta al cuerpo como una máquina (está relacionada con las ideas promovidas por la revolución industrial y por la racionalidad científica); es decir, como un “soporte físico”, con un “sistema integrado de órganos”, los cuales trabajan para mantener su equilibrio: “El cuerpo es […] un instrumento, capaz de producir su propio bienestar y de autorregularse para asegurar su adaptación” (Yuni et al., 2003:53). La metáfora mecánica, aclaran los autores, está atravesada por una concepción organicista del funcionamiento corporal, lo que le da múltiples dimensiones. Es esta concepción la que llevó a que la vejez se definiera como una “enfermedad” producto del “desgaste”, contra el que había (contra el que hay) que luchar de todas las maneras posibles. Lo anterior nos dirige a la metáfora militar, la cual presenta al cuerpo como un territorio en el que se libra un permanente combate. La vejez, según esta metáfora, es un enemigo que no se puede identificar de forma plena y que ataca en los “frentes” externos e internos. Finalmente, la más importante para nosotros, en este punto, es la metáfora religiosa –heredada de san Pablo–, la cual tiene que ver con la concepción del cuerpo como un templo, como una sede del espíritu. Esta metáfora se relaciona con las nociones de virtud y pecado. Mientras que el cuerpo virtuoso se piensa como un cuerpo digno, que refleja la vida espiritual; el cuerpo del pecador es producto de una vida licenciosa y, por ello, está mucho más dañado y lleno de enfermedades que otros. El cuerpo pecador es un cuerpo “corrupto” en todos los niveles.

Por supuesto, estamos ante la concepción religiosa y metafórica medieval del envejecimiento. Es esta idea la que encontramos en los relatos de Francis. ¿No se expone, acaso, en la narrativa planteada en estos textos costarricenses, una oposición entre virtud y lozanía y pecado y decrepitud? En los relatos, sin embargo, el envejecimiento no sólo tiene que ver con el cuerpo, sino también con la experiencia de vida como un todo. Así, mientras Federico tenía, al inicio, una vida ideal, llena de lujos, de hermosura, de mimos, de éxito; luego, una vez que “cae” en la homosexualidad, todo eso se pierde. Veámoslo a continuación:

–¿Quién me iba a decir, en mi primera juventud –ahora estoy en la segunda, en la treintena–, que mi vida plena de esperanza, se truncaría de esta forma? […]. Se me crió [sic] en un ambiente refinado y exquisito, pude realizar estudios en importantes universidades, me gradué con honores, y ante mí se abrió un futuro maravilloso. Me casé […]. Pero al dar los siguientes pasos en la vida, di los primeros tropiezos y caí en este caos sin fin. (Francis, 1989: 81)

El “caos sin fin” es, claramente, el proceso autodestructivo que se vincula con la homosexualidad, como explicamos antes. En el caso de Federico, fue un ejecutivo de las empresas de su padre quien lo “inició” en la “nueva vida”, al llevarlo a una fiesta de unos amigos, donde todos terminaron “escogiendo una pareja” y él se “quedó” con el dueño de la casa, Juan Antonio. Federico asegura que esa primera experiencia no fue grata para él y hasta pensó que no la repetiría. Sin embargo, como si se tratara de un “vicio”, de una “adicción”, luego la empezó a disfrutar: “–Me dejé arrastrar por el grupo y poco a poco le fui tomando gusto a la aventura, mientras mi esposa se confiaba creyéndome en el club jugando billar” (Francis, 1989: 82). Pasó el tiempo y los síntomas de la “enfermedad” aparecieron. El protagonista asegura que empezó a sentirse cada día más débil y perdió mucho peso. Al principio pensó que era por el exceso de trabajo y de vida social, pero luego un médico amigo le informó la “verdad” de su situación. Como en otros relatos, el anuncio o la confirmación de tener la “enfermedad” se muestra como un momento ominoso para el sujeto implicado; es el momento en el cual el individuo reconoce su fragilidad existencial. Esta representación hay que explicarla a partir de las representaciones del VIH/sida como un “mal asesino” y como una “sentencia de muerte”. Pero, también, es necesario pensar en lo siniestro del estigma que marcaría al sujeto, lo cual sólo podía provocarle una terrible angustia, más –como se afirma en el relato– dentro del “mundo de apariencias” de este personaje de clase alta:

Poco a poco, entre las tinieblas de mi espanto, fue haciéndose clara la verdad, la terrible, la monstruosa verdad. ¿Cuánto tiempo de sufrimiento tendría por delante? ¿Cuánto tiempo de vergüenza? ¿Cuánto de vida? Seguramente había contagiado a mi esposa. ¿Qué hacer? ¿A quién recurrir? ¿A otros médicos, al sacerdote? (Francis, 1989:83)

Son las autoridades médica y religiosa las que siempre terminan en boca de estos sujetos, en su momento de crisis personal, por la certeza de tener la “enfermedad”. Lo anterior demuestra la línea continua que va desde lo religioso a lo patológico, una línea que se mantiene en relación con ciertas enfermedades: con las consideradas misteriosas y peligrosas o definitivamente mortales, como sucedía con el VIH/sida en ese momento. Federico, ante la “verdad terrorífica” que se le presentó, optó por encerrarse en una habitación oscura, donde tuvo “un mar de pensamientos encontrados”, sobre todo por el “mal” que le estaba provocando a su familia. Su relato, por lo anterior, se torna en un lamento cargado de culpa, el cual llega a su punto máximo cuando se refiere a la pena que sentiría su hija, pero también a la que experimentarían sus padres y esposa: “Y mi pequeña hijita, la víctima final, que cuando lo supiera, en el futuro, sentiría perdida para siempre la imagen que se había hecho de su papá como un ser perfecto y todo poderoso, un dios particularmente suyo” (Francis, 1989:83). Y más adelante: “Nunca jamás, en los pocos meses que me restan de vida, podré olvidar la expresión de mi padre, dura sobre todo; de mi madre, de angustia; de mi esposa, de desilusión. Esos rostros giran en torno a mí como máscaras de pesadilla” (Francis, 1989:83-84). Federico expone acá el sufrimiento de su familia, pero, al mismo tiempo, presenta su pena ante lo que le sucederá. Su angustia revela lo que él entiende como las consecuencias de la “enfermedad” sobre su ser, el cual sería disminuido no solo por el proceso patológico, sino, también, por el rechazo familiar y social. ¡Nada más lejano a lo que fue antes de saberse enfermo! Federico termina siendo un sujeto “infeccioso” (y, por lo tanto, “peligroso”) para todos. Por ello, su familia, aunque no lo echó de la casa luego de que él contara todo, le acondicionó un dormitorio independiente y mantuvo una “estricta limpieza” con sus objetos personales. Estas medidas fueron, sin embargo, inútiles, ya que, según el protagonista, posiblemente ya había “contagiado” a quienes estuvieron más cerca de él.

La cadena de significados en este relato es clara: homosexualidad, pecado, contagio, culpa y, finalmente, castigo. Federico concluye su relato en los siguientes términos: “–Sí, yo creo que el SIDA es un castigo, un verdadero castigo” (Francis, 1989:84). Nos mantenemos dentro de los símbolos del mal asociados con el VIH/sida y con los sujetos vinculados con él. Así, podemos asegurar que estos relatos de homosexuales afianzan el ligamen del “mal” con la desdicha, ya que, como afirmaRicœur (2004:191), el castigo se entiende como una fuerza que recae sobre el ser humano como mal-estar, y que transforma todo sufrimiento, toda enfermedad, toda muerte, en signos de mancilla. El homosexual, en los relatos de Francis, es eso: un hombre mancillado, un hombre impuro, que sólo puede provocar miedo, ya que su impureza es ratificada por una “enfermedad” que se transmite “por contacto” o “por contagio”. La mancilla es una “mancha simbólica”, que, sin embargo, es imposible desligar de la materialidad del cuerpo.

 3. Conclusiones

Es posible asegurar que, en los relatos de Francis, se da una reafirmación del proceso de naturalización del pensamiento antiguo sobre el mal bajo la forma de la enfermedad, la cual, a pesar de los avances científicos y del discurso positivista, no dejó de relacionarse con tabúes. Gracias a los aportes de Ricœur y de Foucault, encontramos, en los textos literarios, una línea directa que va del entendimiento sobrenatural de la enfermedad a la nueva racionalidad sobre lo patológico. La biopolítica en torno al VIH/sida, entonces, no es más que otra cara del poder pastoral y de su insistente control sobre el dispositivo de la carne; es decir, sobre el cuerpo en tanto ámbito del placer, un ámbito que se pretende regular por su “naturaleza pecaminosa” (o, en el lenguaje moderno, “irresponsable”). El cambio está más en los campos que asumen el gobierno de los individuos y de la población. En el primer caso, la Iglesia; en el segundo, el Estado y todas sus instituciones (sobre todo las más vinculadas con las ciencias y la salud). Y, sin embargo, repetimos, ese movimiento no es absoluto, al menos no en la biopolítica nacional, profundamente atravesada por el discurso católico, como hemos visto en los “testimonios”, los cuales revelan la “importancia” de resguardar el sistema de la normalidad (patriarcal, sexual, identitaria, higiénica, etc.).

Los relatos, realmente, ratifican las condenas de los hombres homosexuales; es decir, ratifican el vínculo entre la “enfermedad”, el vicio, la degeneración (moral y física) y la muerte como castigo, como una “expiación vengadora” (anticipada por la culpa). Así, las narraciones se centran en los aspectos individuales de los personajes para explicar su “enfermedad” y su lugar en el “Pabellón Sur”; es decir, se dejan de lado (de alguna manera, se ocultan) los aspectos sociopolíticos que marcan las vidas de estos hombres, para referir su conducta “criminal” y todos sus “excesos” como elementos meramente personales. Desde nuestro punto de vista, lo que debe quedar claro es que este es un movimiento discursivo/ideológico que trata de señalar al individuo como el responsable único de su situación en el mundo: el “criminal” es, acá, el único “culpable” de su criminalidad y, consecuentemente, de su “infierno personal”.

No extraña, con lo anterior, que los relatos estudiados movilicen, también, una “narrativa de la pérdida”, marcada por un tono melancólico. De acuerdo con Pearl (1999: 37), el proceso de duelo puede desembocar en melancolía cuando no hay posibilidad de decidir no compartir el destino de eso que se ha perdido (o, en el caso de los relatos, de eso que se está perdiendo). Por supuesto, estos sujetos no pueden decidir no seguir el destino de sus propios cuerpos, de sus propias existencias, ya que son ellos mismos quienes se están perdiendo. Esta coincidencia entre el sujeto que se lamenta y el objeto/sujeto que se pierde torna el panorama mucho más trágico y hace casi imposible alguna forma de cierre emocional. El proceso de “descomposición vital” obliga a que el sujeto experimente constantemente la pérdida y, entonces, no pueda concluir el duelo. Estos enfermos, por lo tanto, están “muriendo” todos los días, y la única manera de acabar con ese sufrimiento es con la muerte definitiva. La pérdida la hemos visto en todos los personajes que saben que algo les ha sido quitado –“pérdida”, según el diccionario, es la “privación de lo que se poseía”–. La privación, aquí, tiene que ver con las aspiraciones vitales, pero, de forma más dramática, con la posibilidad general de vivir. Esta evidencia –la de la muerte– es la que lleva a los protagonistas a contar sus historias, a reflexionar sobre sus vidas, a sopesar sus acciones, a llorar en silencio su muerte próxima.

La voz narrativa principal, como hemos visto, celebra estos momentos, en los que los enfermos se confiesan. El lenguaje de la confesiónes fundamental para entender los conceptos de culpa y mal. Afirma Ricœur: “la mancha se convierte en mancilla siempre bajo la mirada del otro que produce vergüenza y bajo la palabra que dice lo puro y lo impuro” (2004: 203).El lenguaje de la confesión está cargado de símbolos, ya que son los elementos con los que el ser humano trata de explicarse el “laberinto de la experiencia viva”. Aunque la confesión puede ser catártica, es, al mismo tiempo, un recurso de poder sobre la vida cotidiana. Con Foucault (1996), podemos asegurar que la confesión produce “monstruos” (en este caso, “monstruos pandémicos”). La confesión obliga a decirlo todo, especialmente aquello que nos hace vernos a nosotros mismos como “sujetos incompletos”. Más tarde, la confesión dará pie a los mecanismos biopolíticos de gestión de la vida a través del archivo de lo cotidiano, como un “viaje por el universo ínfimo de las irregularidades y de los desórdenes sin importancia”. Sigue Foucault:

Y todo lo que se dice se registra por escrito, se acumula, constituye historiales y archivos. La voz única, instantánea y sin huellas de la confesión penitencial que borraba el mal borrándose a sí misma es sustituida, a partir de entonces, por múltiples voces que se organizan en una enorme masa documental y se constituyen así, a través del tiempo, en la memoria que crece sin cesar acerca de todos los males del mundo. (1996:130)

Como asegura Ricœur (2004:207), el temor sigue siendo indispensable para todas las formas de educación, así como para el control de los ciudadanos, incluso de los “enfermos”. Confesarse, en el caso de estos relatos, es declarar los “pecados”, es mostrar la “conciencia abrumada”, lo cual, además, sucede en un ámbito ¬–el “pabellón-moridero”– que facilita la contrición, ya que en él se espera el “castigo final”, configurado acá como la única forma de restablecer el orden. Con lo dicho, los “testimonios” que supuestamente recoge Francis son, más bien, confesiones que buscan, como hemos indicado, “defender” la sociedad –gracias a la exhibición de la “degeneración”– de los sujetos “viciosos”, del vicio en general. El vicio, finalmente, hay que entenderlo como una acusación, como una estrategia de los poderes sociales que constantemente buscan gobernarlos cuerpos de los individuos, en todos sus aspectos, aunque, especialmente, en relación con su sexualidad.

Bibliografía

Notas