Infancia y distopía en la eco-narrativa especulativa reciente

Childhood and Dystopia in Recent Speculative Eco-Narrative



María Laura Pérez Gras¹
CONICET, UBA,Universidad del Salvador, Argentina
ORCID: 0000-0001-5699-2860



Recibido: 1 de octubre de 2023
Aprobado: 30 de noviembre de 2023


Resumen

En este trabajo, nos planteamos preguntas específicas sobre el tratamiento de la infancia en la literatura distópica ecológica contemporánea escrita por mujeres. Nos cuestionamos si, en dicha literatura, los niños son portadores de utopía o si representan la evidencia palpable del desarrollo de la distopía, incluso en sus propios cuerpos. Nos interesa explorar si la literatura puede contribuir a la creación de mitologías ecológicas que ayuden a las nuevas generaciones a visualizar futuros sostenibles. Por último, nos preguntamos qué importancia tienen los vínculos en la creación de estos relatos de lo posible que buscan resistir contra los del apocalipsis. Para responder a estos interrogantes, examinaremos las novelas que componen la trilogía del agua de Claudia Aboaf (Pichonas, El Rey del Agua y El ojo y la flor), Jaulagrande, de Guadalupe Faraj, y Mugre Rosa, de Fernanda Trías.

Palabras clave: eco-narrativa; distopía; infancia; mujeres; cuidado.

Abstract

DIn this work, we ask specific questions about the treatment of childhood in contemporary ecological dystopian literature written by women. We question whether, in such literature, children are bearers of utopia or if they represent the palpable evidence of the development of dystopia, even in their own bodies. We are interested in exploring whether literature can contribute to the creation of ecological mythologies that help new generations visualize sustainable futures. Finally, we ask ourselves how important human bonds are in the creation of these stories of the possible that seek to resist against those of the apocalypse. To answer these questions, we will examine the novels that make up the water trilogy by Claudia Aboaf (Pichonas, El Rey del Agua and El ojo y la flor), Jaulagrande, by Guadalupe Faraj, and Mugre Rosa, by Fernanda Trías.

Key words: eco-narrative; dystopia; childhood; women; care.




Introducción

La narrativa especulativa puede ser leída como una forma de resistencia desde la literatura en diálogo con los profundos interrogantes que se plantean frente a la crisis climática. Desde 2010 al presente, hemos observado ciertos cambios en determinadas tendencias de la producción literaria latinoamericana: cada vez más los textos incorporan los problemas ecológicos de las crisis ambientales del planeta, cuestiones que en las décadas anteriores no tenían un foco central, en comparación con las cuestiones sociales y económicas. Tiene incidencia en este fenómeno que gran parte de la producción actual es escrita por mujeres. Algunos ejemplos son los textos de Samantha Schweblin, Agustina Bazterrica, Maristella Svampa, Gabriela Massuh, entre otras, como las tres autoras de cuyas novelas nos ocuparemos en estas páginas. La apertura del creciente mercado especulativo latinoamericano a la escritura de mujeres genera la incorporación de ciertas prácticas y de determinadas temáticas, como las nuevas formas de humanidad, de la experiencia y la sensibilidad, de los usos de los cuerpos, las estructuras sociales, los vínculos, los géneros y las sexualidades, así como también, las nuevas formas de la reproducción y conservación de la especie humana, y las prospecciones a partir de las crisis ecológica y climática actuales.

En esta oportunidad, nos preguntamos: ¿qué posibilidades tiene la infancia en la eco-narrativa distópica contemporánea escrita por mujeres? ¿Son los niños portadores de utopía o son la evidencia encarnada de la distopía en desarrollo? ¿Puede la literatura crear eco mitologías para las nuevas generaciones que los ayuden a proyectar futuros sostenibles? ¿Qué importancia tienen los vínculos en la creación de estos relatos de lo posible que pueden resistir contra los del apocalipsis? En la búsqueda de respuesta a estos interrogantes, abordaremos las novelas de la trilogía del agua de la referente militante ecologista argentina Claudia Aboaf –compuesta por Pichonas (2014), El Rey del Agua (2016) y El ojo y la flor (2019)–; Jaulagrande (2021), de la escritora argentina Guadalupe Faraj; y Mugre Rosa (2021), de la uruguaya Fernanda Trías.

Andrea y Juana: la niña del día y la niña de la noche, el ojo y la flor

Las novelas Pichonas (2014), El Rey del Agua (2016) y El ojo y la flor (2019), de Claudia Aboaf, conforman una trilogía que es, sin duda, representativa de las tendencias y aperturas señaladas en la introducción. En la primera, Pichonas, se presentan las dos hermanas, Andrea y Juana, y sus universos de tiempos y espacios paralelos: Andrea vivió su infancia escondiéndose de día en los espacios clandestinos del río, entre el follaje del Delta y la casa-refugio, junto al padre profesor universitario y sus compañeros militantes; Juana creció como pudo, mientras habitaba los camarines de los teatros de la ciudad, acompañando a la madre actriz, descuidada y desprotegida durante las largas horas de la noche. Las hermanas no tuvieron tiempo para conocerse, compartir, integrarse. Y tampoco pudieron cuidarse una a la otra para evitar las secuelas de una crianza negligente. En el caso de Juana, se trata de traumas irreversibles porque fue violada por un hombre enano del mundo del teatro, de manera impune, por años. Y Juana reconoce a ese hombre ya de adulta, en la casa de su hermana, en Maschwitz: era el jardinero y mano derecha del marido de Andrea. La novela cierra con esta revelación en boca de Juana, que Andrea no termina de interpretar; no obstante, algo la impulsa a tomar la decisión de abandonar a su marido para ir a refugiarse a la casa del río de la infancia. De esta manera, hacia el final de la novela, los personajes ya están configurados, así como también sus espacios o “hábitats naturales”. Ante todo, quedan planteados el vínculo especular entre las hermanas y la incapacidad de ambas “bien aprendida” en la infancia para comunicarse entre sí.

La segunda novela, El Rey del Agua, se inicia exactamente donde la primera ha dejado la trama, pero introduce un elemento disruptivo que le permite insertarse de lleno en la categoría de distopía: la escasez de agua provocada por un proceso de desertificación global —evidente consecuencia del cambio climático— ha alterado la distribución de riqueza y poder entre los países. Se trata de una narración anticipatoria porque especula con un futuro, aparentemente no muy lejano, en el que el mapa argentino aparece fragmentado en pequeños Estados, y el mundo está invertido en sus jerarquías, en función de un nuevo commodity: el agua. El distrito de Tigre, ahora conocido como “Territorio Líquido”, se pone a la cabeza como potencia mundial por su abundancia de agua potable. Su Gobernador es llamado el “Rey del Agua”.

La distopía imaginada por Aboaf funciona, así, como una antiutopía en dos sentidos: primero, hacia atrás en el tiempo, en la revisión deconstructiva de ese pasado positivista que proyectó en la Cuenca del Plata el centro geopolítico y económico de toda la región, con expectativas ni remotamente cumplidas de prosperidad; segundo, hacia el futuro, en el que la aparente riqueza por la abundancia del agua no es más que una corona de humo para un Gobernador/Rey, apodado Tempe, que controla el consumo de ese oro líquido entre los propios habitantes, así como sus libertades e, incluso, sus cuerpos, a través de dispositivos electrónicos, luces artificiales y pantallas gigantes que permanecen encendidas las veinticuatro horas.

Por otra parte, las hermanas mantienen la distancia durante toda esta novela, y el vínculo especular entre ellas, planteado en la anterior, se profundiza. En ese vínculo podemos también reconocer dos direcciones temporales: Andrea vuelve a la casa del río, de la infancia, es decir, al pasado; Juana sigue adelante en un intento desesperado por dejar atrás su pasado de vejación continua, y avanza en un territorio virtual inseguro con tal de olvidar. Asimismo, los espacios donde las dos protagonistas se mueven y sus movimientos también se replican en juegos de espejos: Andrea navega los ríos del Delta; Juana, los de la webprofunda, en la que se pierde a pesar de las advertencias legales y profesionales que recibe. De esta manera, el campo semántico de la navegación se abre a las nuevas posibilidades de una dimensión prolífica en metáforas y neologismos: “El buceo continuo […] encerraba aún mayores peligros. De a poco estos buceadores iban colonizando la alteridad que ellos mismos habían engendrado y ya no podían volverse personas. Abandonaban sus cuerpos en el sillón, delante de las pantallas” (Aboaf, 2016: 30).

La tecnología tiene un rol central en los dos espacios y los dos tiempos que se replican a cada punta de la cuerda tensa que las mantiene ligadas a pesar de la incomunicación entre ellas: Andrea es convocada por el Rey del Agua para realizar una búsqueda de trazas en el agua del río del ADN de su padre “desaparecido”² y así poder dar con su paradero a través del desarrollo de una tecnología que logra semejante grado de precisión; Juana se dedica a traducir los mensajes de pacientes y médicos de distintas partes del mundo para un servicio de asistencia médica dentro de la web, porque la cibernética ha reemplazado —o, al menos, mediatizado— muchos servicios humanos. Juana queda embarazada de Dalezio, su supervisor, pero debido a su progresiva incursión en las “redes profundas”, es incapaz de manifestar ningún sentimiento hacia ese único hombre que la asiste ni por la criatura que crece en su interior. Esta segunda novela cierra con dos escenas sobre los vínculos entre padres e hijos que miran también en dos sentidos opuestos pero complementarios: una vez que confirman que el padre de ambas ha muerto arrastrado por el río, el Tempe se pavonea demagógico junto a los Hijos —entre ellos, está Andrea— de los padres “encontrados” en las trazas de ADN en el agua; mientras, Juana da a luz a una beba débil con la que nunca se conecta. Los puentes hacia el pasado y el futuro están intervenidos.

La tercera novela, El ojo y la flor, retoma la trama en ese punto, pero a la vez vuelve sobre lo narrado en las dos anteriores para revivir el caudal de experiencias y sentimientos por el que ambas hermanas debieron —y aún deben— navegar para lograr reencontrarse y reconocerse.

En esta última parte de la trilogía, los espacios y los tiempos comienzan a converger, y el encuentro entre Andrea y Juana empieza a vislumbrarse como posible. Los acontecimientos se suceden veloces y devastadores: “Caído el gobierno del Rey del Agua en Tigre y clausurada la millonaria exportación de agua dulce del Delta, los cambios avanzaban, vertiginosos” (Aboaf, 2019: 64). Una bajante extrema del río deja a la luz la podredumbre acumulada en el lecho barroso, alegoría de todo lo bajo u oculto del hombre y su sociedad, y anuncia así el fin de ese tiempo de luces artificiales: se termina la fiesta para el rey corrupto y destronado, pero también se acaba una era de esplendor para los tigrenses, habituados a vivir bajo el reinado del agua. El mapa vuelve a trastocarse. Los habitantes del ex Territorio Líquido deben emigrar en masa. El nuevo municipio estrella es Nueva Ensenada, en la zona sur del río, antes considerada la menos naturalmente agraciada. Los primeros llegan en embarcaciones, pero pronto la bajante es tal que no se puede navegar más y los migrantes deben viajar a pie, caminando por el limo, entre los restos del imperio caído.

La novela está dividida en tres partes: “El libro de Juana”, “El libro de Andrea” y “El ojo y la flor”. En “El libro de Juana”, revivimos el trauma de la hermana menor por una infancia de abusos, y reconocemos su situación actual, aún sumergida en la web profunda. Juana y Dalezio han debido dejar a la hija recién nacida internada, por su estado de fragilidad, para poder migrar. La niña, finalmente, muere por falta de afecto y cuidado. Pero el corazón de Juana sigue latiendo al pulso eléctrico de su computadora y Dalezio debe asistirla para que no se desconecte completamente del escaso mundo material que la mantiene con vida. Ambos navegan juntos a Nueva Ensenada y, gracias a los antecedentes científicos de Dalezio, logran acomodarse en la nueva jerarquía social del municipio que los recibe.

En “El libro de Andrea”, vemos a la hermana mayor salir de la casa de la isla con lo puesto. La total falta de agua la obliga a caminar por el lodo arcilloso durante días. En esa travesía, que realiza como en un trance hacia el encuentro con su hermana y su futuro, conoce a Bautista, marino devenido en migrante de tierra como ella. En el contacto con lo material y lo animal de ese permanente estado de peligro, se unen como simbiontes para llegar a destino. Ellos viajan también a Nueva Ensenada buscando refugio, pero los clasifican como “pies de barro”, migrantes de baja categoría en la jerarquía de este nuevo espacio distópico.

La vigencia anacrónica de estas teorías responde a las nuevas jerarquías de castas en la organización social de Nueva Ensenada, donde los nativos locales forman una élite y los migrantes, diferentes guetos según su región de origen, en un claro retroceso a un marco de determinismo geográfico propio del cientificismo decimonónico.

Por último, la parte final de la novela homónima, “El ojo y la flor”, muestra el lento despertar de Juana a la naturaleza que la llama desde afuera y el descubrimiento de Andrea de que nada podrá salirse de la tendencia a la disolución si no logra la convivencia con su hermana en una verdadera comunicación, más que de sus ideas, de las experiencias y la sensibilidad de sus cuerpos. El ojo, según explica la voz narradora, está diseñado para observar la belleza de las flores. La metáfora del ojo y la flor proyecta en el par de hermanas la perfección de la naturaleza y sus seres simbiontes. En este sentido, ambas protagonistas son las partes vivas de un mismo organismo que no podrá sobrevivir si no logra su completitud. El encuentro y la armonía garantizan la vida plena.

Claudia Aboaf se confiesa lectora apasionada de Donna Haraway. Y, ciertamente, podemos reconocer la “imaginería del cyborg” de la científica y filósofa norteamericana en el personaje de Juana. En su libro Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza (1991), Haraway explica que el proyecto moderno del ser humano como individuo libre ha fracasado. Con notable clarividencia, describe cómo el sujeto postmoderno se encuentra atrapado y manipulado por las redes del poder y el deseo. Y a partir del desarrollo de tecnologías cada vez más próximas y cotidianas, los sujetos y sus cuerpos son intervenidos también por las máquinas, lo que genera el eventual debilitamiento de algunas de las cualidades que los constituyen como personas: discernimiento, voluntad y autonomía.

Este es el proceso que podemos reconocer en el personaje de Juana. Ahora bien, el origen de su desconexión aparece mucho antes de su vínculo con la máquina a través de la que trabaja y, luego, vive. El motivo es su necesidad de olvidar, como parte del trauma, las violaciones reiteradas sufridas en la niñez. El primer desajuste en su comunicación durante la infancia es la dificultad en el desarrollo del habla. ¿Cómo poner en palabras el horror de su experiencia? Cuando la palabra no sirve, se vacía. Y es reemplazada. El bloqueo emocional que se manifiesta en afasia es superado, eventualmente, pero el trauma permanece mientras la desconexión con el cuerpo persiste. Y, entonces, la máquina entra en escena y hace su parte.

Haraway afirma:

Al construir la categoría naturaleza, las ciencias naturales imponen límites a la historia y a la formación personal. Por lo tanto, la ciencia forma parte de la lucha por la naturaleza de nuestras vidas. Quisiera investigar de qué manera el campo de la moderna biología construye teorías sobre el cuerpo y la comunidad como máquinas y como mercados capitalistas y patriarcales: la máquina para la producción, el mercado para el intercambio y, ambos, para la reproducción. Quisiera explorar la biología como un aspecto de la reproducción de las relaciones sociales capitalistas que se ocupa del imperativo de la reproducción biológica. En unas palabras, deseo mostrar hasta qué punto la sociobiología es la ciencia de la reproducción capitalista. (Haraway, 1995: 72)

En consonancia con lo expuesto, en los crímenes sexuales contra Juana —la flor—, Aboaf cifra todas las vejaciones que el mundo occidental, patriarcal y capitalista, ha ejercido y ejerce sobre nuestro planeta: “la Naturaleza violada es el permiso de todas las violaciones reiteradas”. (Aboaf, 2019: 81; cursivas del original). Y en el personaje de Andrea —el ojo—, Aboaf invoca el valor de la sororidad, puesto al cuidado de los más débiles, en contra de la ley de la supervivencia del más fuerte de las teorías evolucionistas de la ciencia moderna y del “capitalismo salvaje”.

Mugre rosa: el niño-monstruo

La novela de Fernanda trías,³ Mugre rosa, se construye sobre el tiempo de una larga espera. Seis páginas antes del final, la voz de la narradora protagonista afirma y se pregunta a un tiempo: “Era como una larga espera, ¿pero de qué?” (269). Y en el párrafo final de la novela, intenta responderse: “No puedo detener un futuro que ya está aquí. Lento, se irá cerrando todo” (276). Dentro de la diégesis, la contaminación, que acecha como una peste desde hace meses la localidad balnearia donde ella se quedó a vivir ha trastocado completamente lo que podemos considerar “normalidad”. Por fuera de ella, el contexto de la pandemia, el cambio climático y la crisis ecológica en que aparece la novela altera también para el lector la idea clásica de la distopía como una narrativa anticipatoria de los posibles futuros amenazantes que nos esperan: muchos de los conflictos que creíamos por venir, y sus efectos, ya nos han alcanzado, y el futuro se nos hizo presente en un abrir y cerrar de ojos. En rigor, ya no podemos hablar de “anticipación” en el mismo sentido; el concepto se volvió transitoriamente obsoleto, al menos en esta coyuntura, hasta que la “nueva normalidad” sea asimilada y se logren imaginar otros futuros posibles. La espera de lo que parece inevitable, las limitaciones de la vida común, el encierro como forma de autopreservación frente a la intemperie y sus amenazas son temas cada vez más recurrentes en la narrativa actual. En consecuencia, nos aferramos a la idea de lo “especulativo”, a partir del recurso del novum, entendido como desplazamiento o “extrañamiento cognoscitivo” respecto del momento de producción de la obra o “momento cero” (Suvin, 1984: 26).

El novum en esta novela está dado por la contaminación omnipresente: una bruma extraña y una superpoblación de algas mutantes invaden el aire y el agua, y todo lo tiñen de rosa. “Los días de niebla el puerto se convertía en un pantano” (Trías, 2021: 13), comienza la novela. Y así inicia la descripción de la transformación del paisaje, de la naturaleza y de la comunidad. “Bajo la superficie intacta, un moho silencioso hendía la madera; la herrumbre perforaba los metales. Todo se pudría, también nosotros” (Trías, 2021: 13). Se trata de un proceso que se configura como una metamorfosis monstruosa de todo lo que rodea a la protagonista y, eventualmente, de ella misma también. “Hacía frío y la niebla se condensaba sobre los contenedores desbordados. No sé de dónde salía tanta basura. Era como si se digiriera y se excretara a sí misma. ¿Y quién te dice que los desechos no seamos nosotros?” (Trías, 2021: 13-14).

Las relaciones humanas que la protagonista sostiene con quienes forman parte de su grupo vincular más íntimo son tan tóxicas como todo lo demás en su entorno: la madre, el exmarido y el niño que está bajo su cuidado por temporadas de trabajo. La primera, desapegada afectivamente, está siempre dispuesta a la opinión que aniquila la autoestima de la hija, con explícitas buenas intenciones. “No se puede desear tanto el bien de otra persona; es monstruoso, agresivo incluso” (Trías, 2021: 27). El exmarido, díscolo, de tendencia suicida, es incapaz de sostenerla a ella: “Una vez, mi madre me dijo que Max no me había dado nada, excepto la continuidad de la pérdida. En parte, tenía razón, pero la ausencia no era nada, y a veces podía ser mucho” (Trías, 2021: 268). Él termina internado en la zona del nuevo Hospital de Clínicas para enfermos crónicos por respirar el aire contaminado y ella sigue pendiente de sus cuidados. Pero el personaje secundario que toma mayor dimensión a lo largo de la novela, como catalizador de lo monstruoso, es Mauro, el niño enfermo que ella se dedica a cuidar. Más allá del retraso madurativo que le impide comunicarse con un lenguaje claro o comprender en profundidad, Mauro tiene un síndrome que lo empuja a la necesidad de alimentarse constantemente, con un hambre antinatural que no parece tener límite. El cuerpo del niño engorda de manera descomunal y su cuidadora se ve en la necesidad de crear estrategias, siempre precarias, para mitigar su ansiedad.

La familia de Mauro le paga a ella por la temporada de cuidado, durante la cual también les proveen de alimentos y ropa. Hay un desapego de los padres biológicos por el niño que se hace evidente. Su cuidadora parece ser la única que logra conectarse con él: “Vivía para el síndrome, buscando agotar a ese animal insaciable y acceder, acaso por un momento, al verdadero Mauro, el que estaba detrás del hambre” (Trías, 2021: 88-89). Esa conexión especial entre cuidadora y niño abandonado nos remite directamente a los recuerdos que la protagonista conserva de la ya fallecida Delfa, la mujer que la tenía a su cargo cuando su madre trabajaba o salía con hombres: “Por esa época, yo había empezado a llamar a Delfa, “mamá”. Lo hacía a espaldas de mi madre, sin inocencia infantil, sabiendo que se trataba de la peor de las traiciones” (Trías, 2021: 67). La protagonista ensambla, así, una familia desde la experiencia vital con aquellos con quienes logra conectarse afectivamente, aunque estos no sean ni una madre ni un hijo biológicos. En definitiva, la transformación monstruosa del entorno, que de paisaje de fondo pasa a ser agente de cambio porque todo lo afecta y transmuta, provoca también la adaptación simbiótica y mutante de los seres vivos, con el objeto de sobrevivir a la “nueva normalidad”. Esto ocurre en especial con los humanos, no solo en el sentido biológico de conservar los signos vitales del cuerpo, sino también en el emocional a partir de la construcción de nuevos vínculos y de la búsqueda de un sentido de la vida, para lo que resulta fundamental revisar y reorganizar las jerarquías de saberes, valores y conductas heredadas:

El monstruo se desliza en los pliegues de la teoría y de sus transiciones hacia una puesta en tela de juicio cada vez más radical de las categorías y de las normas, hacia configuraciones de pensamiento asistémicas, híbridas, a-jerarquizadoras que contemplan otras dinámicas temporales y espaciales (no lineales, no teleológicas, no centradas, no cerradas) y ponen en crisis la concepción del sujeto unitario moderno celebrando la desujeción, la fluidez y la mutabilidad. (Audran y Sánchez, 2023: 15)

No obstante, mientras estas jerarquías y estructuras modernas se corroen como la ciudad portuaria embotada por la niebla rosa, el Estado redobla la apuesta por el control de los individuos y la conservación del status quo. La contaminación del ambiente ha desatado una epidemia que pone en jaque el sistema de Salud Pública. En consecuencia, se crea un nuevo ministerio, “una especie de Estado paralelo” (Trías, 2021: 47), y se desarrollan estrictas políticas de control sanitario. Se toman medidas que no parecen detener lo inevitable: “Las dos tomábamos las pastillas de calcio y de vitamina D que recomendaba el Ministerio de Salud, pero nadie sabía cuánto tardaríamos en quebrarnos como ramas secas” (Trías, 2021: 28). Casi todas las personas manifiestan ciertos signos de enfermedad––encías sangrantes, piel enrojecida, falta de aire––y cuando son finalmente internadas se vuelven parte del sistema hospitalario bajo una determinada clasificación: contagiados, crónicos, desahuciados.

En términos de Foucault, los “anormales” son los individuos que se señalan y marginan a partir de un esquema de exclusión basado en el tratamiento que recibieron los leprosos en el pasado, por temor al contagio de la peste. En este grupo, se llegó a incluir por analogía—aunque, en la mayoría de los casos, el miedo al contagio fuera una superstición—a los locos, los enfermos, los criminales, los desviados, los pobres y los niños. Foucault observa que la forma de tratar de “curar” o “corregir” a estos “anormales” en las sociedades modernas se reduce a una serie de procedimientos amparados en el paradigma positivista que él denomina “tecnologías positivas del poder”, pero que no son más que una forma de “inclusión” vigilada o de control. Esta es la tarea de nuevo Ministerio de Salud en el contexto de la peste. Asimismo, entre las formas de lo anormal que Foucault desarrolla, hay tres que se relacionan como aspectos de una sola: el “monstruo humano”, el “individuo a corregir” y el “niño masturbador” (Foucault, 2010: 64). Mauro encarna esta triple complejidad del monstruo-niño, incluso en su faceta onanística, puesto que, debido a su síndrome, no ha salido a aún de la etapa de búsqueda del placer oral, lo que lo lleva a comer desenfrenadamente.

Existen dos movimientos o pulsiones en tensión en todos los personajes de la novela, uno centrípeto y otro centrífugo: permanecer o escapar. Todos huyen a las ciudades del interior. Su madre quiere convencerla de abandonar sus cuidados hacia Mauro, cree que ella lo sigue haciendo para juntar el dinero que necesita para irse de allí. Sin embargo, la protagonista confiesa: “Ya tenía la plata para irme. Tenía más de lo que cualquiera en el puerto podía tener. Tenía tanta plata que podría haber hecho sándwiches de billetes, alimentar a Mauro con lechuga de papel. Pero yo, igual que los pescadores, tampoco era capaz de imaginarme en otra parte” (Trías, 2021: 27). No solo el lugar retiene a la protagonista de la fuga, es el vínculo con ese niño que depende de ella, y que quizás le da algún sentido a su vida. Hacia el final de la novela, se pregunta sobre la huella que habrá, quizás, dejado en él, ahora que su madre se lo ha llevado para siempre de su vida: “¿Pero cuántos años o meses le durará mi recuerdo?” (Trías, 2021: 273). La tensión entre la pulsión por sostener lo que ha conseguido construir, por precario que sea, y la pulsión por escapar y sobrevivir, explica la espera de la protagonista hasta que no quede nada que la retenga en ese lugar y, a la vez, hilvana la trama de la novela.

En el momento de inflexión previo al desenlace, en que el síndrome del niño-monstruo —ahora alejado de su vida y a la espera de un trasplante de riñón— la toma por completo, ella ya lleva la angustia del otro en su cuerpo: lo monstruoso está también en ella: “Mastiqué y tragué, pero no era yo la que comía sino Mauro. […] Volví a sorber el aceite y lo sentí derramarse por mi garganta, darme un poco de vida” (Trías, 2021: 275). Así, Mauro y la ciudad portuaria entera, como todos los monstruos nacidos a partir de los restos o el descarte del capitalismo salvaje, se constituyen en“criaturas metafóricas” que “cumplen la función de un espejo caleidoscópico y nos hacen conscientes de la mutación que atravesamos en estos días posnucleares, posindustriales, posmodernos y poshumanos” (Braidotti, 2005: 247, 219).

En el final de la novela, la protagonista recuerda un reclamo de Max, el marido con conductas suicidas, durante el proceso de divorcio: “vigilar no es lo mismo que cuidar” (Trías, 2021: 275). En esta frase se cifra el cambio ideológico entre el paradigma moderno del vigilar y el controlar, estudiado por Foucault, y el nuevo, del cuidado y la cooperación, promovido por la filosofía de Rosi Braidotti y Donna Haraway, entre otros. La frase también expresa lo trasformador del aprendizaje que la protagonista lleva a cabo, aún inmersa en la bruma de desesperanza omnipresente en esta distopía: lo que no había podido hacer con Max, lo había logrado con Mauro.

De todos modos, en las antípodas de esta evolución, nadie puede evitar que llegue la madre biológica de Mauro para llevárselo contra su voluntad, ni que la mujer, desde una expresión de asco en el señalamiento de su vientre en crecimiento, ponga en evidencia la indeseada gestación de otro niño-monstruo que ella tampoco sabrá cuidar. En esta nueva teratogénesis, podría anidar el anuncio de un devenir teratológico sin verdadera inclusión hacia el fin de los tiempos. Un desenlace que parece poner en jaque la esperanza en el cambio social que se podría producir como consecuencia del desplazamiento de los saberes hegemónicos, que son, en definitiva, los que direccionan la voluntad colectiva y normada, que no desea mezclarse con los “anormales” de los márgenes. No obstante, en Mugre rosa, la trasformación llega a darse en el plano de lo situado, lo afectivo y lo vincular, en la historia de la protagonista y sus alter egos monstruosos, mientras logra mantenerse al margen de la matriz de control del Estado y sostiene su propio ecosistema por fuera del sistema de normas. Tal como declara Braidotti, los monstruos “están emergiendo de manera autónoma como contra subjetividades alternativas, rebeldes y potencializadoras” (2005: 243). Hoy emergen como una consecuencia y manifestación de la debacle provocada por el capitalismo y sus derivas recientes: la pandemia y el ecocidio.

Jaulagrande: el canario en la jaula

En la novela Jaulagrande (2021), de Guadalupe Faraj, se construye un mundo distópico también como consecuencia del colapso ecológico. Jaulagrande es el nombre de una base militar a la que la familia del general Fresno, compuesta por el matrimonio y un hijo, ha sido destinada. Es un nombre que alude de manera directa a la imagen del “canario en una jaula”, centrada aquí en la figura del niño, que tiene cierta tradición en la “imaginación distópica” rioplatense reciente puesto que aparece ya en La azotea, otra novela de Fernanda Trías. En ambas, la distopía se articula desde el interior de un espacio cerrado, sin contacto con el exterior, en el que la rutina y lo cotidiano parecen disfrazar el confinamiento. Sin embargo, la sensación de opresión y asfixia crece, y desata los nudos de los vínculos y de la trama.

El hecho de ser destinado a Jaulagrande constituye una forma de castigo para un militar que es humillado por haber cometido faltas que lo degradan dentro de la estricta jerarquía a la que pertenece. La base militar amurallada conforma un universo cerrado en el que la imaginación distópica despliega una serie de elementos que desatan el extrañamiento cognoscitivo en el lector para conformar el novum especulativo. Se trata, también aquí, de la contaminación omnipresente: el olor a amoníaco lo invade todo, la madera seca irradia luz, ya no quedan animales a excepción de los gansos, la comida se reduce a la carne de charata y a compuestos químicos, el sol se ha debilitado tanto que no se sabe si amanecerá cada día.

La precisa construcción del microcosmos de Jaulagrande permite que las reglas y leyes que allí existen, por absurdas que sean en la realidad extradiegética, tengan su lógica intradiegética, y establezcan una compleja red de causas y consecuencias que explican la conducta de quienes intentan vivir allí. Los seres de la naturaleza, tratados como mercancía a disposición de las personas, empiezan a escasear hasta llegar a la extinción. Solo sobreviven los gansos, que se han logrado a adaptar en medio de la debacle ambiental porque aprendieron a alimentarse a base de basura. En este sentido, tanto dentro de las jerarquías militares como entre las de la naturaleza impera la ley que afirma que sobrevivirá quien se adapte mejor al medio. La teoría darwiniana de la evolución de las especies explica que de eso se trata justamente el proceso de “selección natural”; solo que, en este caso, resulta evidente que tanto la extinción de las demás especies como la degradación de la situación del general Fresno no tienen nada de “natural”. La naturalización darwiniana de la vida depredadora en pos de la supervivencia de los más aptos lleva a la destrucción de la matriz ecológica, y de la estructura social también.

De manera sutil, la novela muestra las flaquezas de las teorías evolutivas que arrastramos desde el siglo XIX, que nos hablan de una naturaleza que se desarrolla sobre la base de la competencia por la supervivencia, en lugar de la cooperación. Y lo hace, no solo en términos biológicos, sino también sociales: el general, los soldados, las esposas, los niños, en ese orden, conforman otra jerarquía basada en roles heterodesignados por los imaginarios hegemónicos, que también desde el siglo XIX se aplican a otros géneros, culturas y etnias.

El rol del general Fresno, igualado a su hombría heteronormada, es reducido por la falta de autorización para la acción, el liderazgo y el uso de la fuerza. El de su esposa, Peggy, queda atrapado en el sostenimiento artificial de una belleza exterior —había sido seleccionada por su futuro marido en un concurso de cutis, como si se tratara de una muñeca en un escaparate—, su capacidad para los quehaceres domésticos y la fidelidad en secundar a Fresno en cada uno de los destinos que le han sido asignados a lo largo de su carrera militar. El hijo, Boris, un niño que ha crecido en confinamiento y no sabe nada del mundo exterior —ni llega a comprender el interior— es el canario más inocente en Jaulagrande. No recibe afecto ni atención de sus padres y no tiene amigos de su edad.

La familia se presenta completamente disfuncional. Como cada uno de los padres está ocupado en la supervivencia, en sostener su lugar de poder dentro de la jerarquía, ninguno tiene tiempo ni energía para los afectos, la cooperación o el cuidado de los otros. En cambio, hay un ganso —al parecer, el más inteligente y empático de su especie—, que ocupa ese lugar. No resulta casual que tenga una mancha distintiva con forma de corazón en el cuello. Se convertirá en el compañero de aventuras de Boris: por las noches lo acompañará a explorar la muralla y las posibilidades de un escape efectivo, como si velara por su seguridad. A su vez, Quesada, alias Áspero, un soldado joven con mentalidad propia que aún conserva la capacidad de la sonrisa, y su caballo —el único animal que no es un ganso—, infiltrado en la base de manera clandestina, le abren a Boris la posibilidad de soñar con un afuera diferente de ese recinto gris y asfixiante que habita su familia.

La novela transcurre a la largo de los siete días que dura la preparación de la ceremonia que tendrá como protagonista a Fresno, y que exigirá una ofrenda—que en el fondo es un sacrificio—, para que él pueda restituir su honor: dejar morir de sed, dentro de una caja cerrada—otra alusión a la jaula—a quien el general estime más en su vida. La intriga se sostiene en la consideración de las posibilidades de a quién elegirá. Peggy cree ser la destinataria de ese dudoso honor hasta que, de pronto, intuye que no lo será. Se sugiere que puede llegar a ser Boris. Luego, el general captura el caballo de Áspero y lo mete en la caja, a pesar de los ruegos de su hijo por la vida del animal. Sin embargo, contra todo pronóstico, se desata otro desenlace: Fresno libera al caballo y se ofrenda a sí mismo. La caja parece tragárselo. Así, sacrifica la cabeza de esa sociedad sin salida y deja acéfala su jerarquía insostenible, también en el sentido ecológico de la palabra. Resulta necesario que muera el patriarca del viejo paradigma para que uno nuevo pueda nacer.

Los capítulos se suceden, breves, y van intercalando el punto de vista desde el que se narra: Fresno, Peggy, Boris, y se repiten en un sentido aleatorio. Así conocemos, desde la intimidad de sus pensamientos, los temores y los deseos de cada uno, y comprobamos la incapacidad que tienen de comunicarse entre ellos para poder ayudarse unos a otros, para aprender a vivir en comunidad. El momento más alto—y más bajo—de la falta de empatía y comunicación entre las personas, a causa de la permanente competencia por demostrarse más aptas, lo protagoniza Peggy hacia el final, cuando ya intuye que no será la elegida por Fresno para la ofrenda y que su marido ya no la prefiere: se propone conquistar la atención del ganso con la mancha en el cuello, el único amigo de Boris. De esta manera, la autora plantea, con gran ironía, que la única relación interespecie de que Peggy es capaz no es la de la colaboración, sino la de la competencia, incluso en contra de su propio hijo. Llega a comer basura y a graznar para lograr sobrevivir y aprender a seguir respirando a pesar del amoníaco que le quema los pulmones. Finalmente, Boris se aleja de su padre moribundo, que le da la oportunidad de seguir viviendo; se despide de su madre-ganso, que aletea, alienada ya, en el agua contaminada; ve alejarse, indiferente ahora, al ganso de la mancha en el cuello; abre la jaula grande que es Jaulagrande, y el niño-canario decide animarse a salir.

Hacia el final de la novela, descubrimos un mundo que va de la distopía hasta la posibilidad de una esperanza en un movimiento similar al del pasaje del Antropoceno al Chthuluceno en la obra de Donna Haraway Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno (2019). El Chthuluceno es una era que Haraway propone como superadora del positivismo y de la teoría de selección natural, que derivaron en el capitalismo tardío, la crisis ecológica y el cambio climático que hoy amenazan la vida en la Tierra. Se trata de romper los falsos binarismos como el de humanidad/naturaleza e integrar esos supuestos opuestos, de la necesidad de crear “nuevos parentescos”, —como los del niño y el ganso, en la novela de Faraj—, y de desarrollar vínculos de colaboración interespecie en los que el hombre se reconozca como parte integral de la naturaleza y no busque dominarla.

Haraway descubre en la literatura especulativa escrita por mujeres, como Úrsula K. Le Guin, un gran apoyo para su propuesta porque la imaginación resulta ser la única contracara superadora de la razón positivista: en la capacidad de pensar por fuera del paradigma capitalista, que solo puede darse en la imaginación de un futuro radicalmente distinto, se da la posibilidad de idear cómo salirse de la encrucijada actual. En cambio, las novelas distópicas escritas por hombres no suelen llegan a la idea de un nuevo comienzo si no se llevan las consecuencias hasta el extremo de un apocalipsis; pero, entonces, se llega al cronotopo del “after theend” o del posapocalipsis, que no suele ofrecer esperanzas acerca de un cambio de paradigma. James Berger explica algo de esta paradoja en el primer capítulo de After theEnd:

The apocalypse […] is The End, or resembles the end, or explains the end. But nearly every apocalyptic text presents the same paradox. The end is never the end […]. In nearly every apocalyptic presentation, something remains after theend […]. In modern science fiction accounts, a world as urban dystopia or desert wasteland survives […]. The study of post-apocalypse is a study of what disappears and what remains. (Berger, 1999: 5-7)

En definitiva, aunque el posapocalipsis se trate de un nuevo comienzo, lo es a partir de los restos del mundo anterior: quizás de lo que sobrevivió, por más apto, o por adaptarse mejor, tras la catástrofe. No implica necesariamente un cambio de paradigma, sino más bien, un caso extremo de la ley de selección “natural” ocasionada por la debacle.

En claro contraste con lo expuesto en el párrafo anterior, el artículo “The Persistence of Hope in Dystopian Science Fiction”, de Raffaella Baccolini, analiza la manera en que la pulsión utópica aparece como la persistencia de la esperanza en la ciencia ficción distópica, sobre todo, en aquella escrita por mujeres. Esta esperanza está cifrada, ante todo, en los finales abiertos de las narrativas de las escritoras mujeres anglosajonas que ella estudia y que las distinguen de los desenlaces apocalípticos o fatalistas de los escritores hombres, donde la debacle suele aparecer como destino ineludible. Más allá de que las mujeres escriban distopías, los finales abiertos aluden a una esperanza que persiste en la decisión de no producir una clausura. Este recurso se muestra en consonancia, justamente, con el mencionado libro de Haraway (2019), cuando discute las ideas sobre el Antropoceno y plantea aperturas llenas de esperanza––a pesar de que resulta inevitable “seguir con el problema” de la crisis que atraviesa la humanidad––, porque no acepta anclarse en el fatalismo o la clausura de un final sin salida.

En la novela de Faraj, quien encarna la esperanza de cambio ante el final abierto a nuevas posibilidades no es una mujer—como las dos hermanas en la trilogía de Aboaf o la cuidadora en la novela de Trías—, sino un niño en pleno desarrollo. Es Boris, en el umbral de la adolescencia, quien se atreve a desafiar las normas, los límites de la muralla, las estructuras de los adultos, y salir de la jaula hacia lo desconocido. Donna Haraway asegura: “importa qué historias contamos para contar otras historias; importa qué nudos anudan nudos, qué pensamientos piensan pensamientos, qué descripciones describen descripciones, qué lazos enlazan lazos” (2019: 35).Sostiene que, si no podemos imaginar futuros alternativos, no podremos diseñarlos. Necesitamos crear ecomitologías para las nuevas generaciones, para que puedan proyectar futuros ecosociales sanos y desarrollar hábitos ecodomésticos sostenibles. Con este propósito, ella misma imagina “Historias de Camille: Niñas y Niños del Compost”, una ficción propia, contenida en el octavo capítulo de Seguir con el problema, que cubre cinco generaciones de niños y niñas que desarrollan parentescos interespecies hasta destruir el falso binarismo humanidad/naturaleza y transformar las maneras de habitar el mundo y de vincularse en él. De esta misma manera, la esperanza es posible al final de la novela de Faraj porque Boris no se ha enfermado aún; todavía no ha desarrollado el síndrome monstruoso y devorador que la angustia provoca. Por el contrario, a tiempo de salvarse, el padre lo libera de mandatos, Áspero le trae la posibilidad del afuera, y su amigo ganso lo guía hacia la salida de esa sociedad-jaula que lo limita.

En Seguir con el problema…,Haraway hace una crítica de las posturas de sus contemporáneos, anclados en definir el Antropoceno o el Capitaloceno, y en profundizar acerca de los síntomas sociales y antropológicos de la idea de “fin del mundo”, en lugar de correrse del Humanismo, que toma al hombre como medida de todas las cosas, traído de Europa junto con la matriz patriarcal y colonial que determinó la construcción de los estados americanos modernos, pero que ha caducado en sus posibilidades de construir algo sostenible y debe ser reemplazado por nuevas matrices de pensamiento. Y esta propuesta va aún más allá de las teorías postcoloniales y posthumanistas desarrolladas por sus contemporáneos. El Chthuluceno es una era geológica que Haraway propone como superadora de esta caducidad, aún utópica, que aspira a construir matrices simbióticas para crear “respons-habilidades”—es decir, habilidades para responder ante una Tierra que necesitamos, pero que no nos necesita a nosotros—, desde un feminismo ecologista multiespecie.

Haraway sostiene que la literatura de género, como la especulativa, es la mejor para comunicar estas ideas. Baccolini concide con esto cuando presenta su hipótesis: “The use of generic fiction as a form of political resistance by women” (2004: 519). Y luego desarrolla:

Genres are then culturally constructed and rest on the binary between what is normal and what is deviant—a notion that feminist criticism has deconstructed as it consigns feminine practice to the pole of deviation and inferiority. Feminist reappropriations of generic fiction can therefore become a radical and oppositional strategy.(Baccolini, 2004: 519)

No es casual que las mujeres de estas historias conecten con los niños que necesitan cuidado, o los niños con otras especies supervivientes, en esta cadena de “desviados” que cooperan entre sí. Tal como explica Alicia Puleo (2011): “Las mujeres no somos solamente víctimas. También somos sujetos activos en el cuidado medioambiental y en la construcción de una nueva cultura con respecto a la Naturaleza” (15). Lo que ella denomina “ecofeminismo crítico en referencia a los orígenes ilustrados del pensamiento emancipatorio moderno y a su necesaria revisión” no considera “que las mujeres sean los únicos o los principales agentes capaces de una actuación medioambiental positiva, pero sí que la crítica feminista tiene mucho que aportar a una cultura ecológica de la igualdad” (15-16). En Jaulagrande, Peggy no logra salirse de la lógica de la competencia, ni del lugar heteronormado que le asignan los hombres; en cambio, su hijo busca romper con esas estructuras y encontrar la salida, como el canario, hacia afuera de la jaula.

Convergencias y conclusiones

Llega el momento de preguntarse: ¿competencia o cooperación para sobrevivir al fin del mundo?, ¿cómo repensar los paradigmas epistemológicos?, ¿cómo recuperar una construcción de sentido vital, una pulsión utópica, en el escenario distópico que nos rodea? Y volver a la pregunta central: ¿puede la literatura crear ecomitologías para las nuevas generaciones, para que puedan proyectar futuros ecosociales sanos donde desarrollar hábitos ecodomésticos sostenibles?

La literatura especulativa reciente escrita por mujeres que abordo en estas páginas plantea la necesidad de superar el falso bin arismo humanidad/naturaleza que ha determinado nuestra manera de habitar el mundo y de vincularnos en él.En estas narrativas, la crisis ecológica, sanitaria y vincular que atravesamos como una triple debacle se presenta como un núcleo de sentido para repensar y deconstruir los discursos de la modernidad, del capitalismo y del patriarcado que normativizaron las formas de la percepción y de las relaciones en las sociedades actuales hasta arrastrarlas al colapso.

El Humanismo eurocéntrico instaló una idea esencialista del hombre moderno; en cambio, Haraway niega la existencia de una identidad fija, prefiere hablar de entidades “articuladas”, con elementos humanos y no-humanos, animales, vegetales, minerales, tecnológicos, entre otros. Esta construcción integra lo cultural con lo natural de manera tal que no se puede separar lo humano de la naturaleza, ni considerar que el hombre pueda dominarla. También se propone la integración de todo aquello definido como monstruoso por inclasificable en las estructuras ontológicas y epistemológicas heredadas del pensamiento moderno. Y en este proceso lleno de esperanza, donde no se niega que aún “seguimos con el problema”, se apoya en la imaginación como contracara superadora de la razón positivista. La idea es no rendirse ante la idea de un apocalipsis inevitable. Para ello, Haraway encuentra como gran aliada a la ficción especulativa escrita por mujeres —en los Estados Unidos existe una tradición sostenida durante los últimos sesenta años—, que proyectan sociedades en las que se establecen nuevos parentescos entre lo humano, lo animal, lo vegetal y las máquinas; en la construcción de mundos más igualitarios e inclusivos, en el que la responsabilidad en el cuidado del planeta resulta más repartida y equilibrada.

Asimismo, Puleo(2015) explica que “el feminismo podría hacer suya la afirmación ‘nada de lo humano me es indiferente’. Y si atendemos a su implicación ecológica a través de la corriente llamada ecofeminismo, agregaremos: ‘ni de lo no humano’” (391). Por el contrario, el “‘Androcentrismo’ es un concepto clave para la comprensión de la ideología del dominio” (401), que rigió la modernidad, con sus avances científicos y tecnológicos; el capitalismo, en la apropiación, venta y consumo de la naturaleza como mercancía, y el patriarcado, en las relaciones familiares, conyugales, sexuales, laborales, sociales en general. Se trata de estructuras jerárquicas, concéntricas y rígidas, que se busca reemplazar por otras que sean redes, descentradas y fluidas:

El sesgo androcéntrico de la cultura proviene de la bipolarización histórica extrema de los papeles sociales de mujeres y varones. En la organización patriarcal, la dureza y carencia de empatía del guerrero y del cazador se convirtieron en lo más valorado, mientras que las actitudes de afecto y compasión relacionadas con las tareas cotidianas del cuidado de la vida fueron asignadas exclusivamente a las mujeres y fuertemente devaluadas. En el mundo moderno capitalista, bajo la búsqueda insaciable de dinero y el omnipresente discurso de la competitividad, late el antiguo deseo de poder patriarcal. De ahí que una mirada crítica a los estereotipos de género sea también necesaria para alcanzar una cultura de la sostenibilidad. (Puleo, 2015: 401)

La necesidad de las mujeres de pensar nuevas estructuras, por fuera de los paradigmas androcéntricos, donde poder llevar a cabo con éxito sus formas de vinculación y cuidado, las impulsa a desarrollar una mayor imaginación productiva y esto queda reflejado en su literatura. Según Ricoeur, la imaginación reproductiva —propia de las ideologías—, “reproduce” o retoma imágenes ya existentes en la comunidad; en cambio, la imaginación productiva —propia de las utopías—, genera o crea imágenes nuevas para la cultura del autor. Ricoeur entiende la ideología como una necesidad, para un grupo determinado, de construir una imagen de sí mismo, o de representarse, para reforzar una identidad propia; y a la utopía como una función de la subversión social. La primera logró construir un discurso totalizador que permitió consolidar el patriarcado y asentar el capitalismo, hasta el punto de que no podemos imaginar un mundo por fuera de sus reglas. La segunda, en cambio, desafía los mandatos, deconstruye lo heredado, y proyecta nuevos imaginarios. Por este motivo, es probable que en ella se haga más evidente la pulsión utópica, a pesar del clima de época distópico que todo lo envuelve:

Desde el punto de vista hermenéutico, es decir, desde el punto de vista de la interpretación de la experiencia literaria, un texto tiene una significación muy distinta de la que le reconoce el análisis estructural extraído de la lingüística: es una mediación entre el hombre y el mundo, entre el hombre y el hombre, entre el hombre y él mismo. La mediación entre el hombre y el mundo es lo que se denomina referencialidad; la mediación entre el hombre y el hombre es la comunicabilidad; la mediación entre el hombre y él mismo es la comprensión de sí. (Ricoeur, 1984: 51)

Estas narrativas escritas por mujeres transforman los imaginarios en los tres niveles de significación descriptos por Ricoeur: en cómo percibimos la realidad de la que se habla, por ejemplo, los animales, el agua, los niños, los enfermos; en cómo nos comunicamos entre nosotros, apelando a una variedad de afectividades y sensibilidades nuevas; y en cómo nos percibimos a nosotros mismos dentro de la red de vinculaciones a la que pertenecemos o de la que deseamos huir.

La tensión entre el movimiento centrípeto y el centrífugo de los protagonistas es lo que sostiene la trama de las novelas analizadas en este trabajo. Cuando adentro ya no hay solución, es necesario buscar la salida. Las dos hermanas de la trilogía de Aboaf emigran debido a la crisis del agua y, a la vez, se desplazan hacia el rencuentro, con la intuición de que, en esta nueva oportunidad, harán lo que no recibieron ni les enseñaron de niñas: dar afecto y cuidarse una a la otra. La protagonista de Mugre rosa se resiste a irse porque cree que puede hacer una diferencia en la vida del niño enfermo a su cuidado, o necesita de esa tarea para darle sentido a su propia vida. Cuando ya nadie depende de ella, la posibilidad de salir y salvarse se recupera. En cambio, Boris encontrará eventualmente el camino hacia la salida de Jaulagrande porque, como todo chico de su edad, desea conocer qué le espera afuera, y su vitalidad va por delante de cualquier mandato.

Las familias disfuncionales y sus vínculos insanos crean niños-monstruos porque la falta de cuidados enferma. En estas novelas, las familias ensambladas o interespecies son las que terminan por realizar la tarea del cuidado que sana. Siempre bajo el acecho del entorno contaminado y contaminante, que también enferma y aliena. Los olores acres, la basura omnipresente, la niebla tóxica, la desertificación o el agua tomada por la peste son presencias constantes en los espacios de estas narraciones. Y en ninguna de ellas se trata de simples paisajes de fondo; por el contrario, estos cumplen el papel del antagonista, puesto que condicionan en todo a los protagonistas y los empujan a la acción, que oscila entre la resistencia y la fuga.

El contexto de la distopía llega a calar tan hondo en estos espacios que la única certeza que solemos tener los mortales, que cada día saldrá el sol, se pone en duda. Mugre rosa comienza nombrando la niebla en su primera línea, que citamos al comienzo, y cerca del final anuncia: “Podía sentir la niebla encima […] El sol intentaba penetrar el cielo. No lo lograría” (Trías, 2021: 274). A su vez, la novela de Faraj inicia con la siguiente descripción: “Jaulagrande. Nadie quiere ir. A qué, piensa Boris y mira el cielo de aspecto enfermizo como si el sol estuviera dando los últimos rayos que le quedan” (Faraj, 2021: 11). En cambio, termina con un esperanzador e impersonal: “Amanece” (Faraj, 2021: 146). Lo que se clausura en Mugre rosa, para que la protagonista se termine de decidir por irse, se habilita, en cambio, en el horizonte de Jaulagrande, para que Boris alcance a ver un punto de fuga y no deje de tener la oportunidad de un mañana.

Bibliografía

Notas