El mal de palabra y la vida sin más.
Apuntes para una historia desfigurativa de la literatura latinoamericana

The EvilWord and Life without more.
Notes for a Disfiguring History of Latin American Literature



Carolina Grenoville¹
Universidad de Buenos Aires
ORCID: 0009-0000-8606-3966



Recibido: 1 de octubre de 2023
Aprobado: 22 de diciembre de 2023


Resumen

A partir del prisma que ofrecen tres narraciones latinoamericanas del siglo XXI (“El mundo de arriba y el mundo de abajo” de Mónica Ojeda, y “Chaco” y “Nuestro mundo muerto” de Liliana Colanzi), el artículo reconstruye una historia signada por la imbricación trágica de la palabra y la vida. El orden totalizador y el sentido común que instaura la lógica predadora del capital en Occidente se expresan en el corpus en una serie de motivos o unidades semánticas que las ficciones leen a contrapelo. Entre los vestigios de ese relato inmemorial de conquistas y apropiaciones en el que resuena la voz reconocible de una subjetividad antropocéntrica, los cuentos proponen desviaciones y huidas del sentido que van tramando una historia alternativa. En la literatura se vislumbra así un nuevo régimende la palabra que no sólo exhibe la complicidad entre el nombre y el crimen, sino que abre paso además a una voz que proviene de otra parte, más allá del borde presuntamente humano, para ofrecernos posibilidades de fuga.

Palabras clave: narrativa latinoamericana; de subjetivación; vida; animalidad; poder

Abstract

From the prism offered by three Latin American narratives of the 21st century(“El mundo de arriba y el mundo de abajo” of Mónica Ojeda, and “Chaco” and “Nuestro mundo muerto”of Liliana Colanzi), the article reconstructs a story marked by the tragic imbrication of words and life. The totalizing order and common sense established by the predatory logic of capital in the West are expressed in the corpus in a series of motifs or semantic units that the fictions read against the grain. Among the vestiges of that immemorial story of conquests and appropriations in which the recognizable voice of an anthropocentric subjectivity resounds, the stories propose deviations and escapes from meaning that plotan alternative history. In literature, a new regime of the word is glimpsed that not only exhibits the complicity between the name and the crime, but also opens the way for a voice that comes from elsewhere, beyond the supposedly human edge, to offer us possibilities of escape.

Key words: Latin American Narrative; De-subjectivation; Life; Animality; Power




Introducción

En las últimas décadas ha cobrado notoriedad dentro del campo de los estudios literarios una perspectiva crítica que centra su atención en la construcción simbólica de la naturaleza en la literatura. El estudio delas configuraciones literarias del espacio ha despertado siempre gran interés en la medida en que los cambios en las representaciones del paisaje son también indicadores de situaciones(y aspiraciones) políticas y económicas, de profundas crisis de la experiencia, de trastrocamientos en los regímenes de la perceptibilidad. Quizá lo que sí sea una novedad es cierta conciencia ecológica y sentido de urgencia que han llevado a asignarle a la ficción la función de visibilizar y cuestionar los modos vigentes de explotación de los recursos naturales e intervenir de manera más o menos explícita frente al cambio climático. Se podría aventurar una historia de la literatura siguiendo el derrotero de las montañas, los mares, la selva, los glaciares en los textos literarios. ¿Qué papel ha desempeñado el espacio natural en la narrativa? ¿Se trata de un motivo, un cronotopo, un actor más o un telón de fondo desapercibido pero que posibilita y condiciona nuestra percepción? ¿Ha ido cambiando de forma y de función? Sin lugar a duda, frente al modelo de conquistador victoriano de fines del siglo XIX que se presenta como “monarca de todo lo que ve” y que signó buena parte de las ficciones latinoamericanas fundacionales de la época, la presentación recurrente del paisaje como zona de no-conocimiento en el presente constituye un nuevo paradigma.

En lugar de una historia de la literatura me propongo aquí, en cambio, reconstruir una historia desde el prisma que ofrecen tres cuentos latinoamericanos de reciente publicación: “El mundo de arriba y el mundo de abajo” (incluido en el volumen Las voladoras de 2020) de Mónica Ojeda, y “Chaco” y “Nuestro mundo muerto”(incluidos en Nuestro mundo muerto de 2017) de Liliana Colanzi. No sé si es lícito este uso crítico de la ficción, pero esta historia ya existe de manera condensada en las nominaciones y los predicados, símbolos e imágenes, que los textos articulan. Cada uno de estos motivos o unidades semánticas constituye un vestigio de un mismo marco ogran relato heredado, que es tanto ficcional (en la medida en que pudo ser imaginado) como real (en la medida en que instaura movimientos comunes). En suma, la operación de montaje de piezas literarias compone una metaficción virtualmente ilimitada sobre la humanidad americana que abarcaría desde la creación mítica del ser humano hasta el ocaso de la vida en la Tierra. Se trata de una historia en cierto sentido conocida por todos y que puede resumirse en unas pocas secuencias:

1) El nacimiento del dominio del hombre por medio de la fuerza y del nombre, o de la fuerza del nombre;
2) La imbricación trágica de la palabra y la naturaleza de la que oposiciones como zoé/bíos, estado de naturaleza/estado civil, civilización/barbari o ciudad/desierto, son solo algunas manifestaciones;
3) El apocalipsis o fin de la historia.

Asimismo, la historia que aquí se compone encuentra un suelo fértil donde expresarse en poéticas y géneros literarios muy concretos: la profecía (que, como veremos, no dista tanto de la lógica), el realismo, el fantástico y la ciencia ficción o la distopía. Ahora bien, este mundo totalizador, intuido, aunque nunca disponible en forma objetiva, funciona, como sugiere Michel de Certeau, a la manera de un “orden-colador”: puede ser en todo momento “traspasado por elipsis, desviaciones y huidas del sentido” (1997: 120). Se abre paso, así, en este corpus, a una anti-historia que ofrece puntos o, mejor, posibilidades de fuga.

Las ficciones presentan un paisaje de escasez y extrema dependencia como producto de las condiciones de vida impuestas por un capitalismo depredador que, en territorios atravesados por la experiencia colonial, se vuelve aún más desembozado. La destrucción del medio ambiente se narra en paralelo a los vejámenes que padecen los personajes componiendo una suerte de historia desfigurativa de la abyección latinoamericana en la que una naturaleza indómita y corrompida se vuelve la única patria deestos sujetos olvidados, violentados, mutilados que yerran sin rumbo ni destino. Nada parece haber quedado de aquellos viejos preceptos sobre lo bello que exigían mesura, simetría, armonía y, sin embargo, estos seres desfigurados yfuera de toda medida, exiliados en su propia tierra y permanentemente expulsados del sentido común y la memoria, constituyen la materia privilegiada de unnuevo lenguaje literario.

Este conjunto de motivos podría ser un indicador del compromiso político de esta literatura que al denunciarlos efectos de la explotación indiscriminada de las fuentes de riqueza contribuiría a despertar la conciencia medioambiental. Ahora bien, una lectura de estas características se fundamenta en una concepción mimética del arte que no sólo entra en conflicto con la propia poética y las elecciones estéticas de los textos objeto de estudio, sino que además presupone una eficacia que es cuanto menos dudosa. ¿Podemos adjudicarle a la narrativa contemporánea el carácter performativo, sui referencial, de la retórica de la conquista? ¿Acaso los efectos prácticos de aquella retórica de conquista pueden disociarse del poderío militar que detentaban esos hombres de letras y de espada?

Su carácter político reside, antes bien, en que asume plenamente un problema poético y al hacerlo intensifica las valencias referenciales y semánticas de la literatura.² En estas narraciones se vislumbra una forma de habitar refractaria a cualquier intento de objetivación, pero de la que puede surgirun nuevo modo de concebir lo político. Elinsólito repertorio de imágenes que despliegan las ficciones –figuras extremas yoriginales que invocan un universo atávico y mestizo a la vez, híbrido de materia orgánica y seres mitológicos- permite rehuir del lamento y la representación estereotipada de la naturaleza contaminada y les confiere a la vida y a la muerte una concreción y vivacidad inusitadas. Asimismo, al liberara los acontecimientos de los tradicionales marcos de interpretación y reconocibilidad y abrirlos a otras figuraciones, las ficciones ensayan una reinscripción simbólica del mundo que redefine el vínculo entre lo humano y la naturaleza evitando las tradicionales oposiciones binarias.

Cuando obra de este modo la literatura tiene la capacidad de desplazarse (y transportarnos) hacia un nivel asemántico, “entre la vida y la lengua”. En términos sustanciales(o nominales), no hay absolutamente nada en esa dimensión. ¿O habría que decir nada distinto, distinguible? Es que en ese territorio limítrofe sólo tiene lugarla posibilidad de que algo sea y esa primera forma del ser no es más que una cualidad de sentimiento, inaccesible al pensamiento y al mismo tiempo de lo más íntimo, insondable y constitutivo. En los pliegues del texto ficcional, es posible entrever el mundo que se abre cuando tiene lugar el abandono de sí, la pérdida de la individualidad firme y duradera, la sensación de amenaza (y también la nostalgia) de la indistinción. En suma, un estado primigenio, un “tiempo fuera del tiempo” dirá Jacques Derrida,y que, pese a ser incognoscible, constituye un modo corriente de habitar (2008: 33).Georges Bataille denomina “continuidad” a esta destrucción de la estructura del ser cerrado tras la cual el mundo se vuelve transparente: el sujeto se desvanece y, así, sumido en la más completa desnudez, se funde en una relación inmediata con el entorno. En un sentido análogo, Giorgio Agamben se refiere a la desposesión del sí mismo como desubjetivación y hace de este estado (que es también un proceso y una práctica) el paradigma de una biopolítica menor. La literatura que aquí nos ocupa puede pensarse en línea con esa biopolítica menor en la medida en que nos ofrece de esa situación de pérdida del sí mismo, más allá de la lengua y de lo humano, una experiencia.

El espacio se representa, así, como “un lugar simple”, horroroso pero elemental, donde los perros se restriegan contra la tierra y orinan árboles, la sangre es cosa de todos los días, los miembros se pierden y la vida duele, pero no habilita reflexión alguna. Como se afirma en “Cabeza voladora” de Ojeda, “El mundo era un sitio horrible donde abandonar el cuerpo” (2020: 32). Se trata de un universo hecho principalmente de afecciones y reaccionesen el que no queda demasiado margen para la comprensión, la interpretación y la proyección. Los avatares de los personajes son percibidos como si se trataran de fenómenos naturales que se replican de manera cíclica de acuerdo con el decurso presuntamente natural de la vida. Incluso los recuerdos, involuntarios, irrumpen abruptamente en la memoria de la misma manera que un nervio remite a un miembro ya amputado o un dolor agudo a una lesión del pasado.

En este contexto, los personajes asisten a su propia debacle sin oponer resistencia alguna. Y es en esta pasividad donde reside la fuerza de su crítica. Si una de las principales condiciones para el desarrollo capitalista ha sido la transformación de las potencias de los individuos en fuerza de trabajo, estas ficciones, en cambio, despliegan todo un abanico de figuras de la impotencia que se sustraen –incluso a pesar suyo-al sistema de acumulación originaria. La violencia extrema que recae sobre esos cuerpos ya sea como castigo frente a la insubordinación ya sea como parte de prácticas sexistas cotidianas destinadas a destruir cualquier resquicio de autonomía, acaba paradójicamente por liberarlos de su rol de máquina de trabajo primaria. Desprovisto de toda utilidad social, ese conjunto de órganos que la Modernidad imaginó como una especie de fábrica, cobra de pronto una nueva vida. “¿Puede el cuerpo pensar?”, se preguntaba Nicolás Malebranche hacia fines del siglo XVII³ y la respuesta lógica, esperable, en aquel entonces era no.Enunciada en el presente, la pregunta apunta en un sentido diametralmente opuesto en la comprensión de la ontología del ser corporal. En las antípodas de ese paradigma mecanicista que promovió una verdadera degradación del cuerpo para maximizar su productividad, esta literatura invierte socarronamente los términos: a la par que exhibe una razón envilecida, recupera y redime un saber del cuerpo, el sonido y el pensamiento de las cosas.

Llegados a este punto uno podría sentirse tentado de interpretar la apuesta de estas narraciones como una suerte de regreso a un “estado natural”. Ahora bien, antes de establecer correspondencias demasiado apresuradas, es necesario reparar en una serie de aporías o paradojas sobre las que nos advierte la teoría biopolítica y que toman cuerpo en estas historias.

1. En la medida en que las tecnologías modernas de poder tienen por blanco la vida y se articulan directamente en el cuerpo, lo biológico resulta indistinguible de lo histórico.
2. Los espacios, libertades y derechos que los individuos conquistan intensifican al mismo tiempo su sujeción.
3. La creciente inscripción de la vida en la esfera política o en un dispositivo de poder cualquiera acaba, sin embargo, por encontrar un límite en la propia nuda vida vacía de toda identidad que ese mismo poder produce.

La literatura latinoamericana del siglo XXI rompe con este proceso de resubjetivación y sujeción mediante la construcción de una narrativa que rearticula la vida con una potencia impersonal. En esa suerte de limbo en el que el yo se pierde y no queda en pie ningún ser discontinuo, ¿de qué lado se ubica la violencia? ¿Dónde encontrar esperanza? Ficción y teoría oscilan en ambas direcciones: o bien se concibe al estado de naturaleza como un sitio fecundo desde donde refundar la comunidad en clara oposición a la violencia implicada en la posesión de sí y el gobierno de la vida (Agamben, 2017); o bien se identifica a la violencia con la fuerza destructora que anima a la naturaleza y por consiguiente con el levantamiento de las prohibiciones (Bataille, 1997). En definitiva, ¿es a la animalidad que hay que mantener a raya o a la palabra? Los hábitos, deseos y sentimientos de los protagonistas de estos textos se presentan alternativamente como efectode determinados mandatos culturales (el patriarcado, el colonialismo, el mercado) o, por el contrario, como propiciados por el ambiente.

Volvemos así a la historia o mejor dicho a las historias (Historia y anti-historia) que se cuentan en este corpus. Lo que le da cohesión al conjunto simbólico presente en las distintas ficciones es un sentido común. En el relato de la Historia podemos reconocer la voz de una subjetividad antropocéntrica que narra su propio devenir, una suerte de grado cero de la escritura y la percepción que abarca desde la autoafirmación del individuo del yo-pienso a la intuición perspectiva y la omnisciencia, que remedan la mirada de Dios. La anti-historia que se insinúa en sus lagunas y desvíos se trama, en cambio, a partir de una voz que proviene de otra parte, más allá del borde presuntamente humano, en la patria de la vida simple y pura, allí donde lo vivo y lo muerto conviven en armoniosa intimidad.

Segundo nacimiento. Escritura profética en “El mundo de arriba y el mundo de abajo”

Esta historia comienza, como no podía ser de otro modo, con un relato de origen, el relato de la creación de una vida. “El mundo de arriba y el mundo de abajo” de la ecuatoriana Mónica Ojeda narra el renacimiento fallido de Gabriela, la hija del protagonista. Aunque decir “narrar” en este caso no sería del todo preciso ya que la palabra asume la forma de un conjuro escrito en piedra que tiene el poder de hacer lo que dice, crear lo que sueña, materializar el deseo. Se trata de una escritura que, en lugar de reconstruir eventos pasados, se dirige desesperadamente a un futuro: “Estas palabras son la simiente”(Piedra I, 100).Tras la muerte de su hija y a instancias de su mujer agonizante, pero también de otras voces que provienen de la naturaleza, de las rocas o del viento, un atormentado chamán de un alto páramo de la región andina emprende la ardua tarea de resucitar a la niña. Para ello se valdrá del cuerpo de la madre que, presa del dolor, “se apagó veinticinco días después” (Piedra II, 101). El padre insufla en ese cadáver la palabra simiente que dará lugar al segundo nacimiento de Gabriela.

El cuento se compone de doce secciones o viñetas denominadas “piedras” que llevan por título una serie de “palabras mágicas”con una clara función predictiva. Cada piedra se enlaza además con otras secciones del texto a partir de elementos recurrentes (motivos, imágenes, fórmulas), dándole consistencia e imprimiéndole el tono de una plegaria y el ritmo de un ritual.El texto explota el estilo propio de la escritura bíblica para poner en cuestión el Verbo y la autoridad de esa voz, componiendo así una especie de parodia del Génesis: “Soy un padre creador de conciencia, forjador de errores cósmicos” (Piedra I, 99). El recurso ficcional de asumir el lugar del profeta encauza la lectura en dos direcciones contrarias, una dirigida al pasado, que podríamos denominar arqueológica, y otra, orientada al futuro, lógico-profética. Por un lado, la reelaboración de la operación bíblica lleva a revisar la génesis misma del tiempo, del nombre y de lo humano en una historia signada, en palabras de Derrida, por una clara “proyección apropiadora” (2008: 34).Por otro lado, nos aventura o enfrenta a un mundo fuera del tiempo, un mundo sin nombre, a esa posibilidad singular, intuida a veces, pero jamás comprendida, que llamamos “desnudez”.

El narrador se sitúa en una clara posición liminar entre el mundo de arriba y el mundo de abajo, pero también entre el mundo indígena y el cristiano, lo ritual y lo sacrílego, lo humano y lo animal, la naturaleza animista y la naturaleza objetivada de la Modernidad. El espacio del entre-lugar permite actualizar diversas tradiciones culturales y tensiones características de un escenario de colonialidad a la par que desdibuja la figura del enunciante tornando la escritura y su existencia en una deriva permanente. Escribiendo sobre las piedras, deviene padre, deviene Dios, pero al mismo tiempo deviene un ser pequeño, deviene puma, deviene lobo. La escritura, por lo tanto, si bien profética, no puede concebirse como origen o fundamento último en este proceso de creación.

Yo soy el hombre-puma. El hombre-lobo. Escribo en las blancas piedras que recubren el cuerpo de mi hija. Rompo la ley natural: impido que su espíritu alcance el mundo de los muertos. Me rebelo contra los dioses porque he sido despojado y no hay nada más miserable que un hombre despojado. (Piedra II, 102)

La imagen proteica que el narrador nos proporciona de sí por medio de enunciados sui-referenciales se complejiza aún más con la introducción de las miradas y enunciados ajenos que ponen en duda su credibilidad. Durante el arduo viaje al volcán que emprende con su hija recién renacida, un indio que ausculta el cuerpo de Gabriela nos revela su nombre y su naturaleza de simple mortal:“Pedro, vengo a decirte lo importante”, me dijo apuntándome con su dedo calloso. “No eres un chamán, sino un hombre. Y no existen palabras en este mundo con la pasión suficiente para resucitar a un muerto” (Piedra XI, 118).

La discrepancia entre las distintas caracterizaciones del narrador habilitaría una interpretación realista según la cual la resurrección de Gabriela es simplemente el producto del delirio de un hombre. Pero incluso si nos apegamos a la lectura profética que propone el texto, el propio narrador ofrece indicios para desconfiar de su mirada, de su palabra y de su poder. Al comienzo del relato, en el ritual de resurrección, delata su “error cósmico”, que hace que el ritual sea fallido desde el comienzo. El colibrí (animal sagrado en las culturas andinas) marca el inicio del proceso de renacimiento y acompañará el cuerpo reanimado de Gabriela todo a lo largo del viaje. Las alas del colibrí, nos cuenta el narrador, batirán a la misma velocidad que el latido de su corazón:

“Llena mi boca con la ceniza del volcán, cúbreme la piel con colas de caballo y hojas de chuquiragua, pon en mi mano izquierda un colibrí y conjura el renacimiento de Gabriela”. Así lo hice porque ese era el deseo de mi mujer y el mío propio. La protegí del malaire y de la nieve. Llené su boca con la ceniza densa del volcán. Cubrí su piel con colas de caballo y hojas de chuquiragua. Puse en su mano derecha un colibrí. La dejé reposando sobre nuestra cama y cerré la puerta. (Piedra II, 101; las bastardillas no figuran en el original)

Este pequeño desliz explicaría en parte la verdadera tragedia que narra el cuento: el renacimiento a medias y la existencia de la niña como un muerto viviente. La realidad del deseo resulta al final tanto más aterradora que el duelo, que el padre acabará aceptando de buena gana su pérdida.

El papel que desempeña la palabra no es menos ambiguo. Las múltiples formas de las que se inviste la escritura, en ocasiones contradictorias, repercuten indefectiblemente en los sentidos de la historia y la Historia, de la naturaleza y la cultura, de lo sagrado y lo profano que “El mundo…” pone en juego. El motor de la escritura es el dolor deun padre “cegado por las lágrimas” (Piedra I, 100), pero lejos de contribuir con el trabajo del dueloque llevaríaa desprenderse progresivamente del sujeto amado, la escritura permite desafiarlo y devolverle la vida asu hija. Desoyendo a los animales y a otros hombres que lo instan a honrar la muerte y respetar el ciclo de la vida, el chamán se rebela tanto contra la ley y el orden naturales como contra los dioses. La enunciación asume así una clara función conspirativa o profanadora: “Señor, perdona esta profanación. Ten piedad de mi hambre” (Piedra II, 102).

Los atributos con que se caracteriza su lengua hacen suponer, por momentos, que se trata de una suerte de organismo que permitiría una comunicación inmediata con la naturaleza. Sin embargo, ese estatus cuasi natural se pone en entredicho en el propio texto desde un comienzo:

Por eso un chamán deshuesa las palabras dormidas a la sombra de las montañas. Conoce la musculatura del verbo, la descripción del universo como una enmarañada selva interior. Es un padre y habla con la naturaleza. Pronuncia el idioma de los animales. Les perdona la vida y se las quita con igual respeto. (Piedra I, 100)

El pasaje no permite establecer si la palabra late al ritmo del universo o si tiene su origen en la selva interior, es decir, si constituye una suerte de traducción de fuerzas ciegas e impersonales que rigen el mundo posible que nos propone el cuento o si, por el contrario,lo que ella expresa es una proyección subjetiva de sentimientos y pensamientos anclados en el chamán. Desde esta última perspectiva, “selva”, “músculos” y “huesos” serían o bien síntomas de la locura del narrador o bien metáforas que connotan la naturalización de hábitos y costumbres tan locales como arbitrarios.

La lengua del chamán, en suma, oscila entre la palabra de Dios –que tiene la capacidad de modelar el futuro sobre las piedras–, la palabra de la que se valen los hombres para imponer a la realidad sus fantasías y, finalmente, el idioma de una comunidad virtual, imaginaria, donde reinaría la inteligibilidad inmediata entre los seres vivientes y las cosas. “El primer lenguaje –sostiene Gilles Deleuze- es el discurso indirecto… Hay muchas pasiones en una pasión, y todo tipo de voces en una voz, todo un rumor, glosolalia” (1997: 82). La voz que recrea la primera palabra constituye,en efecto, una verdadera caja de resonancia que amplifica y actualiza actos de palabra y tradiciones anteriores: las lenguas prehispánicas de la región andina, el discurso bíblico, el símbolo romántico, el signo arbitrario del paradigma lingüístico. El uso profuso de la repetición y la hibridación contribuye a poner en entredicho la validez y los sentidos que esas palabras arrastran.

El cuento de Ojeda desplaza una y otra vez el decir. Se apropia de las fórmulas de soberanía del texto antiguo para restablecer en el presente la potencia de un lenguaje profético aunque transgrediendo las normas del género: primero, este lenguaje profético ya no es originario sino impropio en su doble acepción de inadecuado (dice fuera de lugar, fuera de la verdad) y de robado (es propiedad de otro, dice el decir del otro); en segundo lugar, no es expresión dominante de Dios o del Hombre –los únicos capaces de imponerse a la materia– sino de un enunciante menor en perpetuo devenir; finalmente, sólo puede crear un objeto indefinido. La elección (y los desvíos) de la profecía, discurso performativo por antonomasia, no sólo pone al descubierto que la realidad no es otra cosa que un sentido y que el signo no es más que una consigna arbitraria de una voz de autoridad, sino que reintroduce asimismo la idea de futuridad y de cambio en la historia con miras a subvertir los fundamentos de la civilización.

La ambivalencia que caracteriza la posición del enunciante y el estatuto de la palabra también se manifiesta en la naturaleza del objeto recreado. El texto repasa de manera pormenorizada el peculiar proceso de resurrección de la niña por el cual la muerte retrocede del cuerpo de la madre y la mujer deviene Gabriela: los pulmones rejuvenecen, el cadáver se encoge, el rostro se desvanece y las viejas cicatrices desaparecen hasta alcanzar el tamaño y la forma de su hija: “Desde el fondo de los huesos de mi mujer, como una flor abriéndose paso en la grieta, mi hija nace” (Piedra IV, 105). El ritual consiste en recrear–fuera del vientre y a partir de organismos muertos- la continuidad primera puesta en juego en la reproducción. La fusión que tiene lugar durante la gestación queda así al descubierto. Paulatinamente, se van borrando del cuerpo inerte de la madre las marcas distintivas que hacían de ella un ser aislado y diferente del resto, para dar paso a los atributos de la niña: “Y yo miré, enternecido hasta las lágrimas, las manos de mi hija en el cuerpo de su madre. Sus pequeños pies, su pecho plano” (Piedra V, 105). Pero la transformación queda a mitad de camino y el pasaje a la discontinuidad plena del ser vivo jamás llega. Si bien ya no quedan resabios de la madre, la muertese estampa en cada partícula del cuerpo de la niña renacida: “Mi hija no habla. Su mandíbula cae abierta cuando la saco de casa a que le dé el aire. El olor de su carne es fuerte” (Piedra VII, 108).

El proceso quimérico o semiótico al que se aboca obcecadamente el narrador sólo da lugar a un ser inacabado entre la vida y la muerte. La literatura nos aproxima así a una zona de indiferenciación donde ya no nos es dado distinguir entre naturaleza y logos, realidad y representación, lo vivo y lo muerto. El carácter incompleto de la niña es tanto una crítica irónica al poder performativo de la palabra al presentar lo creado como algo monstruoso (antinatural), como un recordatorio de que en toda representación siempre hay un resto viviente que excede el proceso totalizador de la nominación:

El lenguaje no es la vida, el lenguaje da órdenes a la vida; la vida no habla, la vida escucha y espera. En toda consigna, aunque sea de padre a hijo, hay una pequeña sentencia de muerte –un Veredicto- decía Kafka. (Deleuze 1997: 82)

Cuando el hombre gobierna el mundo. Las ataduras del sujeto en “Chaco”

El cuento “Chaco” de la escritora boliviana Liliana Colanzi asume la forma de un testimonio en primera persona de una vida de escasez y violencia que no por habitual resulta menos sobrecogedora. El escenario sórdido que nos presenta el texto desde sus primeras páginas aparece como producto del ordenamiento político-económico del capitalismo, un eterno retorno de la conquista de Occidente. El pasado colonial de la región chaqueña perdura en los clivajes que aún fragmentan la sociedad reeditando un pensamiento racializado que no siempre se corresponde con diferencias económicas o de clase. La devastación ecológica del territorio, la ruina de la comunidad mataca y también del narrador encuentran aquí un origen común: el hallazgo de petróleo en la zona. Ese valioso recurso natural que debía ser fuente de progreso y bienestar no sólo precipitó la expulsión violenta de los matacos de sus tierras por parte del gobierno, sino que además dejó como único botín un paisaje completamente contaminado, un “inmundo cielo” de “nubes tóxicas” que enferman a los habitantes del pueblo (79-80). El abuelo del protagonista, uno de los colaboradores del gobierno para desterrar a los matacos, jamás recibiría la paga que le habían prometido, acabó perdiendo todo y finalmente “se hizo malo, borracho” (80).

En el pueblo no pasaba casi nada. Nubes tóxicas provenientes de la fábrica de cemento engordaban sobre nuestras cabezas. Al atardecer esas nubes resplandecían con todos los colores. El que no estaba enfermo de la piel, estaba enfermo de los pulmones. Mamá tenía asma y cargaba por todos lados un inhalador. (80)

Al igual que “En el mundo de arriba y el mundo de abajo”, la palabra será la protagonista de una historia en la que la disputa por la propiedad va de la mano de un proceso de recolonización de las subjetividades que cercena cualquier posibilidad de cambio. El cuento comienza con un enunciado en discurso indirecto que paradójicamente define a la palabra de acuerdo con una lógica de la propiedad: “Decía mi abuelo que cada palabra tiene su dueño y que una palabra justa hace temblar la tierra” (79). Y un poco más adelante: “¿Sabés lo que le pasa al que miente?, insistía el abuelo, esquelético, amenazándome con el bastón: la palabra lo abandona, y al que se queda vacío cualquiera lo puede matar” (79). La palabra apropiada, la palabra como propiedad privada, tiene la fuerza de un portento, el poder de un “rayo”, un “tigre”, un “vendaval” capaz de imponer un orden sobre las cosas y las personas. Como contrapartida, aquel que carece de palabra, se reduce a un mero viviente y se vuelve, por tanto, sacrificable por cualquiera. La mentira desanda la línea que traza el modelo representativo según el cual hablante, signo y cosa participan de un mismo continuum sensible. La falta de correspondencia entre el signo y la cosa se hace extensiva a la relación entre el hablante y la palabra relegando a la realidad muda y a la vida nuda a una existencia por fuera de la experiencia común.

El hecho de que la peculiar creencia en los dueños de la palabra aparezca en boca de su abuelo y referida de manera indirecta pareciera ser prueba suficiente para refutarla, pero además el cuento en su conjunto puede leerse como una figuración del carácter gregario de la lengua. La experiencia de la lengua como absolutamente inapropiable se dramatiza a lo largo del texto mediante el motivo secularizado de la transmigración de las almas. Un día cualquiera, el narrador se topa con un mataco que yace inconsciente en su camino. La indiferencia de este hombre respecto de todo lo que lo rodea, su ensimismamiento, despiertan tal ira en el narrador que acaba por arrojarle una piedra en el cráneo que lo fulmina en el acto:

Una vez, al volver del colegio, encontré a un mataco tirado al borde de la carretera. Se la pasaba borracho y perseguido por las moscas. Era alto, grande. El taparrabos apenas le cubría los huevos. Indio sucio, vicioso, decía la gente. Los camioneros maniobraban para esquivarlo y le tocaban bocina, pero nada tenía la capacidad de interrumpir el sueño del mataco. ¿Con qué soñaba? ¿Por qué andaba separado de su gente? Yo lo envidiaba. Quería que el mataco se fijara en mí, pero él no me necesitaba para ser lo que era. (81)

El mataco dormido y desnudo exhibe un modo de existencia impersonal que el narrador desprecia tanto como anhela. Sumido en su sueño, entregado irremisiblemente a su cuerpo, el mataco parece vivir sin conciencia ni personalidad. La vida sin posesiones representa aquí también la posibilidad de una vida sin atribuciones, esto es, la independencia que sólo puede proporcionar la completa ausencia de lazos sociales. El narrador, en cambio, requiere de la presencia y de la mirada de ese otro para sostener su discurso y para encontrar en ese espejo otro su propia identidad.

La brecha existente entre el hablante y el viviente, el hombre blanco y el mataco, la lengua y la vida, que los condenaba a la incomunicabilidad, recién logrará salvarse a partir de un hecho insólito que no sólo trastoca el estilo y el registro de la narración sino también el régimen de la persona. Inmediatamente después del asesinato, el texto comienza a alternar entre el singular y el plural de la primera persona: “El viento llegaba cargado del grito de las chulupacas. Nosotros, inquietos, escuchábamos en la oscuridad” (81). La lengua-alma del mataco ha abandonado el cuerpo tirado sobre el pavimento para fundirse con la del narrador en una única voz múltiple y heteróclita hecha de distintos lenguajes, tonos y estilos, de distintos recuerdos y memorias. Mediante esta palabra extranjera que el muchacho no elige y de la que se vuelve poco a poco prisionero, los sueños, historias y rencores del mataco encontrarán un sitio donde remanecer. Como sostiene Emanuela Jossa, a partir de ese punto de inflexión el laconismo característico del narrador se complementará con la voz elegíaca del mataco cuyos lamentos escandirán la narración (2020: 16). El realismo de las primeras páginas cede terreno así a un escenario fantástico en el que el protagonista transitará un paulatino proceso de desapropiación.

Ahora bien, la palabra del mataco no sólo constituye un murmullo de lamentación que repasa los males padecidos por su pueblo, sino que también tiene la capacidad de incidir sobre la conciencia del narrador, de doblegar su voluntad y encauzarla para su propio beneficio. En distintos pasajes el protagonista se comporta a la manera de un autómata gobernado por una causalidad externa. El modo imperativo y la función de la intimación refuerzan el carácter del lenguaje como ordenador de la vida, pero también como algo eminentemente ajeno. La voz inquisitiva del indio azuza una y otra vez al protagonista con instrucciones tendientes a un mismo fin: que el narrador rompa con todas aquellas figuras de la relación que signaban su antigua vida. Siguiendo este mismo derrotero de despersonalización y extranjerización de la lengua, los pensamientos y afecciones que aquejan al protagonista se manifiestan a partir de objetos animados o insectos. La ira o el deseo de matar encuentran en el texto una expresión sintomática muy concreta en elementos que a priori no forman parte de su conciencia ni de su cuerpo, como una niebla roja, el hormigueo de las chulupacas o los latidos de la piedra con la que pone fin a las vidas del mataco y de su abuelo.¹⁰ Expatriados los afectos, los pensamientos y la lengua, el protagonista se ve liberado de todo amarre con su pasado, de la culpa y de la batalla contra sí mismo.

Por otra parte, la despersonalización a la que lo empuja la voz del mataco también puede concebirse como una reacción a la alienación cultural y la sobre determinación “desde fuera” que se inician con la conquista y colonización de América Latina. Los enunciados de identidad con los que son caracterizados el protagonista¹¹ y el mataco¹² reproducen la retórica maniquea del mundo colonizado y los estereotipos de las formaciones socioeconómicas posteriores. La configuración de este nosotros, de esta instancia de enunciación colectiva, introduce, siguiendo a Jacques Rancière, una forma de disenso que hace posible la emergencia del mundo sensible de lo anónimo y le permite al protagonista “hacerse un cuerpo consagrado a otra cosa que no sea la dominación” (2013: 64). Esa otra cosa que no es la dominación adquiere en “Chaco” en un primer momento la forma de un contra poder, de una violencia capilar y localizada: “Por primera vez supe cómo se sentía que alguien me tuviera miedo; me gustó” (85). La desidentificación que precipita la ruptura de los lazos familiares y la huida del pueblo es también una vía de escape del proceso de constante resubjetivación que lo condenaba a una vida de dependencia y necesidad.

Sin embargo, el texto de Colanzi no se limita a proponer una inversión de los roles en el marco de una misma economía de la violencia. El desacople entre lo real y la lengua que se produce con la intromisión de la voz del mataco en la conciencia del joven, deja al descubierto la naturaleza arbitraria e impropia del signo, y libera en cierto modo al cuerpo del gobierno de la conciencia. ¿Qué es, después de todo, esa conciencia externa?¿Es menos ajena la conciencia que coloniza la vida del narrador que la del mataco que la posee? En Santa Cruz, el protagonista experimentará por primera vez el goce que proporciona la experiencia de la vida en el cuerpo y que tanto le había envidiado al mataco:

No teníamos un peso, no sabíamos dónde íbamos a pasar la noche. Pero éramos el jefe de nuestra casa. Nos dejábamos arrastrar con la prisa de la gente, nos dejábamos aturdir con el ruido de la calle y llevábamos con nosotros una piedra y nuestra voz. (89)

Aturdido y capturado por el movimiento y los ruidos de la ciudad, felizmente perdido, ajeno a la mirada de los otros y a lo que sucede a su alrededor, el narrador devenido viviente no ve venir el auto que lo hará volar por los aires:

Escupimos todo el aire de los pulmones, el espíritu se despegó del cuerpo. […] Y ya en plena bajada, nuestros ojos se encontraron con los del conductor: era el chango más hermoso que habíamos conocido en toda nuestra vida. Nos miró con la boca abierta, con el puro asombro bailándole en los ojos. Es el Hermoso, el de tus sueños. Mi Salvador, pensamos, reconociéndolo, aquí te entregamos la lengua, tuya es nuestra voz. Un último sonido, y nos abrazamos a lo oscuro. (90)

Como le decía la voz del mataco cuando sólo pensaba en vengarse, él mismo podría verlo cuando tuviera los ojos para ver (89). El abandono de cualquier forma de dominio y la reconciliación con la existencia física lo preparan para experimentar una de las formas del amor como pura entrega de sí. El accidente funciona a la manera de un rayo de gracia que reúne a un tiempo muerte y redención. En ese cruce de miradas final el joven logra encontrarse con los otros y compartir aquello que –por inapropiable- es verdaderamente común: la lengua, el cuerpo, la muerte.

Es en este punto que el lector cae en la cuenta de que quien sostiene el relato está muerto y que todo el relato no es otra cosa que la narración del camino que lo conduce a su propia muerte. ¿Quién habla entonces? Esa voz en primera persona, sin anclaje alguno, que nos habla desde ninguna parte puede concebirse, siguiendo a Deleuze, como la enunciación colectiva de un pueblo menor (2006: 18); un cauce que se abre en el terreno de la Historia por donde pueden expresarse y discurrir las distintas formas de la existencia anónima que bregan por liberarnos de todo destino predeterminado.

Historia de un final. El ocaso de la experiencia en “Nuestro mundo muerto”

El mundo posible que recrea el texto con el que elegimos cerrar este trabajo puede concebirse como el desenlace esperable de un derrotero que se inicia con el dominio de la naturaleza por medio de una tanato-palabra que sólo engendra muerte, continúa con una historia violenta de conquistas y subyugación que deja como saldo un planeta devastado; y concluye con la fundación de una colonia fuera de la Tierra, en un sitio tan poco propicio para la vida como Marte. En cierto modo, la dirección que adquiriría esta historia ya había sido anticipada por Pedro, el chamán de “El mundo de arriba y el mundo de abajo”, con la única salvedad de que esa vida incipiente, en latencia, pero condenada a la sed desde su gestación, terminaría desarrollándose en Marte: “Descubro, por primera vez, lo único que la palabra hace sobre la blancura de estas piedras: plantar una semilla de árbol en la luna. Una semilla de árbol destinada a la sed” (Ojeda 2020: 121; el destacado es mío).

“Nuestro mundo muerto” también de Liliana Colanzi configura un escenario distópico en el que la brecha abisal entre idealismo y materialidad se explica de manera paradigmática como producto de las singulares condiciones de vida que ofrece Marte. El texto constituye una suerte de réquiem, un inventario nostálgico de sensaciones, impresiones, afectos que ya ninguno de los personajes de esta historia volverá a experimentar. Mirka, la narradora, repasa desde la colonia marciana donde se radicó hace poco más de un año distintos recuer dosde su pasado en los Urales para poder sobrellevar la vida en el desierto o más bien como un modo de transitar sus últimos años, una muerte en vida sin horizonte alguno. Vedada toda posibilidad de regreso a la Tierra pero también toda esperanza de “rehacer” su vida, la existencia asume la forma de un duelo eterno.

Una explosión en una planta nuclear –motivo recurrente en la literatura especulativa- es la causante de la serie de sucesos que empujan a la protagonista a optar por este destierro perpetuo en Marte. Si bien la explosión tuvo lugar mucho tiempo atrás, los coletazos de este trágico evento condicionan íntegramente la existencia de los humanos en la Tierra. En una región completamente contaminada y habiendo estado expuestos a la radiación durante toda su vida, Mirka y su ex pareja, Tommy, se encuentran ante la difícil encrucijada de interrumpir un embarazo o continuar a sabiendas de los riesgos ciertos que esto conlleva. Sin pensarlo demasiado y de manera unilateral, Mirka resuelve abortar y emigrar a la colonia marciana. En estas circunstancias, emprende el largo viaje por el espacio que la llevará a su nuevo hogar:

La bandera azul de la Lotería Marciana flameaba sobre kilómetros de dunas ocres en las que nada estaba vivo, un desierto silencioso que respiraba en tu cuello, deseoso de matarte. Por primera vez asumí que el viaje había sido una misión suicida, motivada por la rabia. (91)

El criterio en base al cual el programa espacial llevaba a cabo el reclutamiento ya anunciaba que la relocalización más que un premio o una utopía constituiría una verdadera condena: los “seleccionados” eran sujetos inmunes a la radiación, posiblemente enfermos y, por eso mismo, sacrificables. La misión suponía para todos aquellos que se anotaban un acto de inmolación en pos de la conquista de otros mundos. El eslogan de la Lotería Marciana, que funciona además como epígrafe de este cuento, equipara la fundación de la colonia en Marte con la empresa de conquista de América: “¡La aventura más grande desde el descubrimiento de América!” (91). La analogía entre esta suerte de cárcel o laboratorio humano y el “descubrimiento” de América es a las claras un sarcasmo, pero proyecta asimismo la sombra de la condena sobre todo ese proceso que se inicia con la llegada de Colón a estas tierras.

El texto intercala sin mediación alguna la narración de los eventos intrascendentes que transcurren en la colonia y los recuerdos vívidos de su pasado en la Tierra que figuran en bastardilla. El carácter fragmentario refleja las oposiciones irreconciliables que descoyuntan la vida de la protagonista: “¿No estarás pelando cable?, susurró Pip en el vestidor, mientras nos poníamos los trajes para salir una vez más al antagonismo del desierto” (94). A pesar de su contigüidad física, no hay comunicación directa entre el espacio discontinuo y finito de la colonia donde los personajes pueden todavía fingir cierta normalidad, y la continuidad e infinitud del espacio exterior. La vida cotidiana en Marte asume la forma de un combate permanente con un afuera que los enfrenta a la amenaza de la desintegración. Por otro lado, el paisaje yermo, estéril y herrumbroso de la intemperie marciana contrasta con la multiplicidad y diversidad de imágenes de bosques de pinos, luz solar, bruma, viento, agua, insectos, que irrumpen en la mente de Mirka a la manera de un rayo: “Todo eso –el bosque, Tommy, la vida en los Urales- era un fulgor dañino, incandescente, al que no quería renunciar” (96). Finalmente, las escasas noticias que le llegan de la Tierra le revelan a la protagonista que su relocalización supuso asimismo el ingreso a un tiempo paralelo refractario a cualquier esfuerzo especulativo de articulación de las acciones y hábitos cotidianos en una dirección de desarrollo homogénea, una biografía. Si bien la decisión de interrumpir el embarazo sugiere la esterilidad de la vida en la Tierra, el mundo parecía poder continuar su curso indiferente a la radiactividad: Tommy tenía una nueva pareja y estaban esperando un hijo, las madreselvas continuaban trepando por las paredes de la planta nuclear abandonada, las moras crecían por todos lados y, a pesar de estar contaminadas, lucían más jugosas que nunca. En Marte, por el contrario, la ausencia de proyectos torna a la vida en un “gran sinsentido” y empuja a los personajes a la evasión constante.

La falta de un propósito vital sumada a la inhabitabilidad y la monotonía del territorio marciano comprometen la capacidad para la experiencia de los colonos. Son escasas las situaciones en que se encuentran en conexión directa de experiencia y, cuando esto ocurre, la diversidad de impresiones sensibles característica de la vida ordinaria se restringe a unas pobres imágenes visuales o táctiles mediadas por la parafernalia espacial. El traje de astronauta, que los aísla del entorno y limita significativamente el contacto entre ellos cuando están afuera, se constituye así en la localización paradigmática del mecanismo inmunitario que la humanidad desarrolló para preservar la individualidad. Frente a esta vida de desconexión con la realidad externa a la que los fuerza el planeta Marte, lo único que les queda a los personajes es continuar orbitando la Tierra: “éramos satélites girando eternamente alrededor de lo perdido” (94). La protagonista se entrega a una búsqueda retrospectiva de objetos cotidianos y recuerdos en los que las sensaciones primeras y elementales son las protagonistas:

Encontramos arándanos y los comemos hasta saciarnos. Tommy eructa. Una hormiga me pica en el brazo y la aplasto con la mano. Gotas de agua empiezan a motear las hojas. La sombra pasa entre los árboles haciendo crujir las ramas. Tommy escucha, alerta. (94; en bastardilla en el original)

El uso del tiempo presente y la falta de cohesión entre las proposiciones refuerza la efectiva presencia tanto de la naturaleza como de sí que sólo puede vivenciarse en una reacción en la que aún no interviene la razón. El sentido de la realidad de las cosas que le proporciona la memoria se complementa con los espejismos que ve en el presente de la narración (el ciervo en el camino, el pez prehistórico) y que le permiten a la protagonista enriquecer ese paisaje vacío superponiendo sobre el fondo de dunas marcianas distintos seres vivos a la manera de un collage. Si bien se trata de una fantasía, la imagen del ciervo funciona a la manera de una resistencia externa que la lleva a recobrar la fuerza y el sentido de la acción, y deja además una impresión vivaz que colma momentáneamente su cuerpo leve y vacío absorbido por la indiferencia de ese desierto (2017: 98). Todo este conjunto de cualidades y sensaciones que le recuerdan que está viva constituye un verdadero sustituto frente a la ausencia total de estímulos en el espacio.

¿Qué sueños puede despertar todavía un mundo muerto?¿Hay espacio para el deseo? “Afuera unos diablos de polvo cruzaron el desierto, temibles torbellinos en estampida. Deseé poder estar dentro de uno de ellos, deseé convertirme en animal” (92). Una vez desvanecida la fantasía de realidad, lo único que el sujeto puede desear es su propia disolución, la pobreza del animal prisionero de su relación inmediata con el ambiente, la sinrazón de un acto reflejo… ya no ver.

Conclusión

Los tres textos que conforman el corpus exhiben los confines de la humanidad al poner en escena la (des)unión entre la palabra y la vida, las fronteras entre la intimidad y la subjetividad, lo propio y lo ajeno, lo privado y lo común. Frente a los males de la historia que, desde esta lectura, se deben en buena medida al rol performativo de determinados semas, categorías y relatos de origen –el mal-de-palabra-,la ficción nos ofrece como cura la suspensión momentánea del nombre, la reconexión con todas aquellas huellas que el poder de simbolización obtura en el momento mismo en que las transforma en lenguaje verbal, la figuración del sí mismo en el abismo entre la vida y el pensamiento.

En El erotismo, Bataille presenta al pensamiento mítico o simbólico en torno a la muerte como una respuesta a una violencia cuyo principio mismo es desbordar el pensamiento racional del mundo familiar, el pensamiento que corresponde al mundo del trabajo (1997: 50). Derrida, por su parte, entiende a la religión como la instancia que vela por mantener separados la esfera de los dioses y la de lo humano (2008: 64). Esta literatura invierte los términos del discurso religioso: en lugar de un pensamiento sobre el desborde destinado a elucubrar explicaciones míticas que permitan contenerlo, configura una estética del desborde que se hace plenamente cargo de lo irrepresentable, exhibe la mutua implicación de la nominación y el crimen e invita a aventurar otros comienzos posibles asentados sobre bases endebles, formas inacabadas, un territorio incierto e ilimitado.

Bibliografía

Notas