Las literaturas heterogéneas de los mundos andinos:
breve introducción al estudio y reconceptualizaciones del archivo virreinal¹

The Heterogeneous Literatures of the Andean Worlds:
A Brief Introduction to the Study and Reconceptualizations of the Viceregal Archive



Pedro Martín Favaron ²
Pontificia Universidad Católica del Perú
Orcid: 0000-0002-1985-1679



Recibido: 15 de marzo de 2023
Aprobado: 15 de mayo de 2023


Resumen

El presente artículo se propone revisar los enfoques hermenéuticos desarrollados por la crítica literaria de la segunda mitad del siglo XX sobre las literaturas en la zona andina durante el periodo virreinal. Tras constatar la heterogeneidad fundante de las literaturas andinas, se da cuenta del resurgimiento (desde finales del siglo XIX) del afán de investigar las literaturas andinas y el reservorio oral de los pueblos amerindios de la región. Luego, se señalará la importancia del giro conceptual en los enfoques de distintos investigadores literarios, que permitieron una comprensión más compleja y fecunda de este archivo. Finalmente, se señalará que la opción teórica a favor de la heterogeneidad no es una mera postura académica, sino que también abre la posibilidad de replantear una manera menos antagónica de negociar los procesos identitarios y las diferencias culturales que signan, aún en la actualidad, a los mundos andinos.

Palabras clave: archivo virreinal andino; heterogeneidad; resonancias amerindias; oralidad y escritura; conflicto y complementación.

Abstract

This article aims to review the hermeneutic approaches developed by literary critics in the second half of the twentieth century on literatures in the Andean region during the viceregal period. After noting the founding heterogeneity of Andean literatures, the paper will then look at the resurgence (since the end of the 19th century) of the desire to investigate Andean literatures and the oral reservoir of the Amerindian peoples of the region. It will then point out the importance of the conceptual shift in the approaches of different literary researchers, which allowed for a more complex and fruitful understanding of this archive. Finally, it will be pointed out that the theoretical option in favour of heterogeneity is not merely an academic stance, but also opens up the possibility of rethinking a less antagonistic way of negotiating the identity processes and cultural differences that mark, even today, the Andean worlds.

Key words: Andean viceregal archive; heterogeneity; Amerindian resonances; orality and writing; conflict and complementation.




1. Introducción

El proceso de la literatura en los mundos andinos nace con la conquista y se consolida con la implantación del gobierno virreinal. Resulta problemático hablar de literatura precolombina: no cabe duda de que las naciones originarias, antes de su encuentro con las tropas hispánicas, poseían un vasto corpus narrativo y poético que daba cuenta de sus inagotables dinámicas imaginativas y de sus reflexiones cosmogónicas. Sin embargo, en un sentido etimológico, literatura viene de letra y es indesligable de la escritura. Por eso mismo, algunos autores consideran que, para a dar cuenta del componente estético de las narraciones y poéticas ancestrales, el término “literatura oral” no es el más feliz (ya que se trataría de un oxímoron)³. Negar literatura a las naciones precolombinas no es, por supuesto, un gesto eurocéntrico; más bien, pensar que es necesario llamar literatura al arte verbal oral, parece tener que ver con la dificultad de zafarse de un criterio de validación positivista que considera a lo escrito como superior a lo oral. Asimismo, sería desconocer las profundas diferencias que se suscitan a un nivel psicolingüístico cuando se pasa de la oralidad al soporte escrito. En este sentido, el investigador africano Yoro Fall (1992) propuso el neologismo “oralitura”, el cual, por un lado, se opone a la literatura (en tanto dependiente de la letra), al mismo tiempo que señala el componente estético intrínseco al arte verbal oral. Por un motivo similar, Rolena Adorno (1998) planteó reemplazar, a la hora de dar cuenta del archivo virreinal, la noción de literatura “por la de discurso, en parte porque el concepto de la literatura se limita a ciertas prácticas de escritura, europeas o eurocéntricas, mientras que el de discurso abre el terreno del dominio de la palabra y de muchas voces no escuchadas” (11).

Sea cual fuese nuestra postura al respecto, lo que no puede negarse es que los discursos escritos en los mundos andinos nacen del encuentro, casi siempre violento, entre las culturas amerindias y las tropas conquistadoras; y del intento sistemático de imposición, por parte de las autoridades virreinales, de una visión del mundo que otorgó a la escritura un valor superior, en la jerarquía simbólica y epistemológica, al de la oralidad. Las literaturas andinas surgen, de esta manera, de un choque entre la racionalidad oral y la escrita. Este entrecruzamiento merece ser pensado a profundidad, ya que se trata de un proceso dialéctico y complejo. Ni la oralidad carece de grafía, ni la escritura significa una cancelación de la oralidad. Toda lengua deja una huella en el mundo y no hay cultura humana que carezca de grafía. La palabra pronunciada tiene una potencialidad realizativa (la capacidad de hacer cosas con las palabras, parafraseando a John Austin) y un efecto sobre la materia, que dejan una huella sobre el cosmos. El pensamiento de los pueblos indígenas tenía (y en muchos casos tiene) sus propias formas de plasmarse en el territorio y de generar marcas, que, si bien no es alfabética, no por eso dejan de ser formas de “escritura” (en un sentido amplio y metafórico del término). Desde este punto de vista, no existen pueblos y lenguas ágrafas. Además, toda escritura alfabética depende de la existencia previa de una lengua hablada; en cambio, las lenguas habladas no precisan necesariamente de una escritura. Sin embargo, el propio pensamiento letrado ha establecido un conflicto entre la oralidad y la escritura al jerarquizar, en un sentido absoluto, su propia tecnología por encima de la oralidad.

La escritura y la oralidad, al menos en algunos aspectos, responden a distintas racionalidades: la escritura, por sus propios límites materiales, no puede dar cuenta, por ejemplo, de la diversidad plástica y dinámica del arte verbal oral (que siempre está abierta a la innovación); tampoco, de la sonoridad de la palabra, ni de las implicancias del entorno comunitario en el que el narrador oral da a conocer sus relatos. La escritura, al trasladar “el habla de un mundo oral y auditivo a un mundo nuevo sensorio, el de la vista, transforma el habla y también el pensamiento” (Ong, 1996: 87). La comprensión acerca de las diferencias fundamentales entre una racionalidad oral y otra letrada se han empezado a evidenciar (desde el campo académico) recién a partir de la segunda mitad del siglo XX. Antes de ello, el análisis literario, según el investigador estadounidense, había “evitado, hasta años muy recientes, la oralidad”(18); pero desde entonces se suscitó un creciente interés por los estudios del arte verbal oral, y por los espacios de coincidencia y diferencia entre la oralidad y la escritura; estas aproximaciones han sido fundamentales para desgastar los paradigmas tradicionales de los estudios literarios y ampliar el corpus de estudios. Debido a que las literaturas andinas nacieron atravesadas por el conflicto entre oralidad y escritura, no sorprende que, en el ámbito indoamericano, y particularmente en la región andina, este cambio paradigmático tuviera tempranas recepciones y hondas resonancias.

No cabe duda de que el entrecruzamiento entre escritura y oralidad es inherente al nacimiento mismo de las literaturas occidentales: piénsese, por ejemplo, en la presencia de la oralidad en los temas y en la composición de la Biblia, así como en las narraciones épicas de Homero y en los textos de Heródoto. “Según parece, la primera poesía escrita de todas partes, al principio consiste necesariamente en una imitación por escrito de la producción oral” (Ong, 1996: 34). Esta penetración de la oralidad en el campo letrado volvió a suscitarse con intensidad y violencia durante la conquista de América y, mayormente, desde la implantación de la administración virreinal. Pero, a diferencia de lo que sucedió entre los griegos antiguos y los semitas de la tradición profética, en los mundos andinos el encuentro de la escritura alfabética y la oralidad fue parte de un marco mayor de colisión entre lenguas y culturas extrañas, entre mundos cosmogónicos distintos, en el que los conquistadores (y, sobre todo, los burócratas virreinales) trataron de imponer sus cosmogonías. “La valoración extrema […] de la notación o transcripción gráfica -alfabética- del discurso, especialmente del discurso del poder” (Lienhard, 1990: 27), fue sin duda una innovación sin precedentes impuesta por las autoridades hispánicas, la cual, al reestructurar la esfera de la comunicación y del poder, tuvo hondas implicancias en las culturas e imaginarios de la región.

Hay una evidente impronta imperialista en el surgimiento de las literaturas andinas. Esto implica aceptar que el ejercicio de la literatura en las regiones andinas nació siendo una actividad a la cual le era implícita la marginación de las amplias mayorías indígenas (y analfabetas) de la región, así como una “domesticación” de la oralidad amerindia: “La cultura gráfica europea suplantará, en términos de dominación, la predominancia oral de los indios, sin que estos -en su inmensa mayoría- tengan acceso a la primera” (Lienhard, 1990: 35). Los pocos sujetos indígenas y mestizos que accedieron de manera solvente a la escritura, fueron miembros de una élite local; y lo hicieron asimilando, en buena medida, la supuesta superioridad de la escritura sobre la oralidad. Según Martin Lienhard (1990), muchas veces las propias naciones amerindias atribuyeron en la época “poderes poco menos que mágicos a la escritura”, lo cual “permite hablar, en un sentido estricto, de su fetichización” (1990: 28). El poder que parecía otorgar la escritura a las autoridades virreinales, parecía confirmar que una suerte de fuerza mágica era inherente a los libros. Este poder simbólico de la escritura, por supuesto, no puede ser entendido al margen de la dominación política, económica y militar ejercida por los españoles y la estabilización de la administración virreinal, que repartía los territorios mediante “títulos” y “mercedes”.

La apropiación de la escritura por parte de los propios sujetos indígenas y mestizos fue parte de una estrategia para sobrevivir y adaptarse a las transformaciones radicales implementadas por las autoridades hispánicas, tratando de conocer y asimilarse a la nueva configuración del poder propia del sistema de administración virreinal. Esta adopción, sin embargo, no implicó una completa aculturación. La nueva técnica también fue utilizada, al menos por momentos, como una estrategia de resistencia y una posible ruta para expresar la propia creatividad de los escritores mestizos e indígenas. La presencia de contenidos amerindios en estas literaturas virreinales, y las implícitas resonancias, continuaciones y transformaciones de la herencia verbal precolombina, es lo que lleva a pensar estos textos como muestras de lo que Antonio Cornejo-Polar (1936-1997) llamó “literaturas heterogéneas”. El archivo virreinal andino da cuenta de los desencuentros y procesos de negociación identitaria que vivieron las naciones amerindias y los sectores mestizos bajo la presión y las transformaciones impulsadas por el poder hispánico. Resulta innegable, asimismo, el influjo transformador que la penetración de las racionalidades orales indígenas ejerció sobre estas manifestaciones literarias.

El trauma de la conquista y la irrupción europea en América provocó, de manera ineludible, un reacomodo de las identidades y subjetividades. La presión ejercida por la supuesta superioridad de todo el sistema cultural y religioso europeo, motivó la aparición de sujetos mestizos e indígenas que trataron de reconciliar sus propios procesos psíquicos y anímicos. Según afirma Lienhard, estos sujetos letrados pero marginados, llevaron a cabo un proceso de “elaboración de una identidad colectiva dentro de la literatura”, sirviéndose “de la literatura europea para expresar una visión alternativa” (15) que subvirtió las racionalidades hegemónicas. En este sentido, las literaturas heterogéneas podrían ser tomadas, no tanto como “el último destello de la capacidad de expresión poética de los autóctonos”, sino que, por el contrario, se trataría “del comienzo de una expresión literaria nueva, no prehispánica, sino colonial” (Lienhard, 1990: 11). Debido a los entrecruzamiento y heterogeneidades que se manifiestan en estos documentos, conviene estudiarlos poniendo una especial atención a las capacidades de recreación creativa de las identidades, en medio de la violencia e imposiciones virreinales.

Las complejidades del proceso de imposición hispánica y escritural en los Andes (la alfabetización de lenguas indígenas, la generación de Vocabularios y Gramáticas, la apropiación por parte de algunos mestizos e indígenas de la escritura alfabética, los entrecruzamientos idiosincráticos y genéticos) parecen sugerir como más conveniente no adoptar el término colonial (que hoy es el de más acogida en los estudios especializados) y hablar de archivo virreinal. La violenta imposición del sistema virreinal no llegó a “homogenizar el tejido cultural y social” (García-Bedoya 2012: 55), como sí sucedió en otras colonias; el activo y dinámico rol que hasta el día de hoy ocupan las naciones amerindias, ha dado “lugar a vastos procesos de transculturación” (García-Bedoya, 2012: 55) que se diferencian de otros procesos continentales. La nomenclatura colonia, en todo caso, tendría que ser precisada para que exprese los matices y particularidades de la administración imperial hispánica. No se trata, por supuesto, de realizar un ensalzamiento ideológico de lo hispánico frente a lo anglo-sajón, ni de desconocer la violencia traumática intrínseca al régimen virreinal; es un asunto, solamente, de precisión terminológica y de atención a las particularidades. Se puede hablar, por supuesto, como hizo Aníbal Quijano (2001, 2014), de una “colonialidad del poder” (y del saber) que va más allá de estas diferencias, y que incluso sirve para dar cuenta de buena parte de las dinámicas y prácticas de los Estados modernos; pero como categoría histórica, el término archivo virreinal es más preciso y menos signado por la influencia intelectual de las academias norteamericanas. Si bien la mayor parte de los investigadores cuyas obras se irán a citar han optado por el término colonial, no puede negarse que fueron las particularidades intelectuales, espirituales y demográficas del Virreinato, las que posibilitaron manifestaciones letradas impensables en las históricas Trece Colonias.

2. Auge, mengua y revalorización del archivo heterogéneo

Las recopilaciones y relaboraciones virreinales de narraciones y poesía amerindias en los mundos andinos, llevadas a cabo tanto por españoles como por mestizos e indígenas letrados, no solo marcaron el nacimiento de estas literaturas heterogéneas, sino que también el comienzo de una práctica que podemos denominar proto-etnográfica. Sacerdotes, cronistas y escritores andinos se avocaron con ahínco a plasmar en la escritura al menos parte del arte verbal oral de las naciones indígenas. Estos ejercicios de recopilación estuvieron incentivados por la radical diferencia de las culturas indoamericanas frente a las europeas. Aunque la recopilación de lo oral ya tenía una historia en el nacimiento mismo de las literaturas occidentales, lo particular del caso americano es que esta vieja práctica cobró nueva vida e impulso durante una época (siglo XVI) en la que la literatura europea, empezando a dejar atrás los rezagos medievales y experimentando las transformaciones provocadas por la imprenta, se desprendía de una manera más decidida del vínculo con la oralidad. La heterogeneidad literaria del archivo andino presenta un aspecto que empieza a configurar el rostro de la modernidad, al dar cuenta de las transformaciones suscitadas por el cruce desigual de dos racionalidades divergentes (la oral y la escrita) en el marco del proyecto europeo de expansión imperial.

Evidentemente, el archivo virreinal no pudo dar cuenta de todo el arte oral existente a la llegada de los españoles. Sin embargo, y aun reconociendo que se privilegió a las oralituras de los grupos dominantes al interior de la recién conquistada confederación del Tawantinsuyo (especialmente, de la élite cusqueña), algunos proyectos de escritura también dieron cuenta de las tradiciones orales de otras regiones y poblaciones. Esta proto-etnografía implicó, por parte de los intelectuales españoles, al menos cierto conocimiento de las lenguas indígenas y el establecimiento de una escritura alfabética para los idiomas regionales más hablados. Estos recorridos, en buena medida, fueron parte del intento virreinal de conocer mejor a las naciones conquistadas, para dominarlas; y tuvieron una especial importancia entre los sacerdotes, quienes buscaban desentrañar la ritualidad y las cosmogonías amerindias para desplegar de forma eficiente las campañas de extirpación de idolatrías y el adoctrinamiento cristiano. Sin embargo, esto no agota ni explica de forma cabal el surgimiento de las literaturas andinas. Por un lado, no pocos cronistas españoles (como Pedro Cieza de León y Juan de Betanzos), si bien nunca dejaron de saberse parte del sistema hispánico, sintieron cierta admiración por las naciones conquistadas; por el otro, las escrituras de autores mestizos e indígenas, a pesar de haber incorporado nociones cristianas y de que, en algunas ocasiones, llegaron a servir de forma directa a los administradores virreinales, fueron también (al menos por momentos) actos de resistencia y formas de dignificación de las naciones amerindias.

Este temprano interés por la recopilación de narraciones y poéticas ancestrales empezó a menguar en tanto se consolidaba el dominio español sobre la región. Según Lienhard (1990), hacia 1620, “con la realización de los objetivos inmediatos (la progresiva pérdida de autonomía de las sociedades indígenas, su desestructuración interna y su definitiva restructuración sobre las bases coloniales), estas investigaciones iban perdiendo su utilidad práctica” (103). De esta manera, las élites letradas dejaron de percibir el beneficio que podía tener la recopilación de las “antiguallas de estos sectores [a los que consideraban] definitivamente vencidos y asimilados” (Lienhard, 1990: 105). Aunque no se puede decir que desaparecieron del todo, fueron muy escasos los intentos similares en el resto de la etapa virreinal. Un momento de excepción creativa, en este largo silencio, fue el teatro quechua cusqueño (siglos XVII y XVIII), el cual se inscribió “dentro de toda una corriente nacionalista de honda añoranza incaica” (Noriega 1995: XX). Se trató, sin embargo, de un fenómeno regional y propio de una elite indígena y mestiza letrada, en medio de una extendida apatía. Esta desidia alcanzó, incluso, los primeros años de la República. Y hasta no hace mucho, era escasa la atención que los estudios literarios brindaban al heterogéneo archivo virreinal, y a las manifestaciones culturales quechuas, en general.

Sin embargo, el desinterés no duraría para siempre. La mayoría de los especialistas coincide en marcar los finales del siglo XIX y, en mayor medida, el principio de los XX, como un momento de inflexión para el estudio de estas literaturas. Fue entonces cuando “una serie de investigadores europeos más o menos improvisados reanudan, después de una interrupción larguísima, la labor de recopilar las literaturas orales indígenas, supuestamente desaparecidas” (Lienhard, 1990: 70). Entre los principales estudiosos cabe destacar a Von Tshudi (Suiza, 1818 – Austria, 1889), Clements Markham (Inglaterra, 1830 - 1916) y Ernst W. Middendorf (Alemania, 1830 - Ceilán, 1908) . Estos investigadores “hicieron de sus trabajos una enciclopedia del quechua” (Noriega, 1995: 18); sin embargo, debido a que eran publicados en Europa y en lenguas extranjeras, tuvieron poca repercusión inicial en la región andina . De esta manera, “la cultura quechua proscrita en el Perú empezó a ser estudiada y divulgada en el exterior” (Noriega, 1995: 18). Estos investigadores concebían, por lo general, dentro de su concepción filológica, que la lengua y la literatura eran fenómenos indivisibles; y, por eso mismo, “sus propuestas de escritura para el quechua responden a una exigencia de carácter literario” (Noriega, 1995: 23). No en vano, sus trabajos intelectuales incluyeron antologías de literatura escrita en quechua y se “priorizó aquellos textos de arte dramático, y particularmente la pieza teatral Ollantay, y también textos pastorales (oraciones cristianas, catecismos, etc.), poesía y autos sacramentales” (León- Llerena, 2012: 81). No es un tema menor que las primeras versiones en castellano de estas obras recurrieran a las traducciones en lenguas europeas antes que a las originales quechuas¹⁰. Sin negar el carácter pionero de estos estudios y su insustituible valor, es necesario también dar cuenta del talante eurocéntrico de sus metodologías y valoraciones:

Los quechuistas del siglo XIX nunca dejaron de emitir juicios valorativos con respecto al quechua. Unos, condenando la brutalidad de los conquistadores, lo vieron elegante, rico en vocablos, armonioso y flexible; otros, por el contrario, ya sea justificando o no la acción de la Conquista, le encontraron una extrema pobreza lingüística. Ambos grupos, tanto elogiadores como denostadores, se sirvieron del patrón analógico, de la comparación del quechua con otras lenguas occidentales, para asumir algunas de las dos posiciones indicadas. En cualquier caso, primó lo foráneo, lo ajeno. (Noriega, 1995: 21-22)

A partir de estos trabajo, empezó a reconocerse en el campo letrado la existencia de literaturas andinas que corrían cauces distintos a los del canon hispánico; y este reconocimiento resquebrajaría (con el tiempo) la noción unitaria de lo literario en los mundos andinos. A estos investigadores europeos, se deben sumar los intentos (algo aislados) de Juan León Mera (1832-1894) en Ecuador y del cura Carlos Felipe Beltrán (1816-1898) en Bolivia, quienes tampoco estuvieron absueltos de cierto sesgo positivista¹¹ . Poco después, con la obra de Adolfo Vienrich (Lima, 1867 - Tarma, 1908) ¹² resurgiría en el Perú, aunque todavía modestamente, el interés por recopilar las narraciones orales de los pueblos indígenas contemporáneos. Otro hito fundamental será la inclusión, dentro de la colección denominada Biblioteca de Cultura Peruana (1938), de un significativo primer tomo llamado Literatura Inca, a cargo de Jorge Basadre; en este libro se incluyeron textos recopilados tempranamente en el Virreinato, obras quechuas de teatro virreinal y muestras del arte verbal amerindio contemporáneo.

Al mismo tiempo, el movimiento indigenista (que, a pesar de sus variantes, postulaba de forma conjunta que las naciones modernas de la región debían construirse sobre una base indígena) retomaría el proyecto de las escrituras heterogéneas y de la creación literaria en lenguas amerindias. La escritura de poesía y teatro en quechua tuvo, en el Perú, nuevos cultores, principalmente, entre las clases medias y letradas de Cusco, Puno y Ayacucho (así como también sucedió en algunas regiones bolivianas). Desde entonces, el proyecto de reconocimiento y cultivo de una literatura distinta (ya sea por estar escrita en lengua indígena o por tomar temas, estéticas y componentes reflexivos propios de las naciones amerindias), empezó a ocupar un lugar preponderante en el imaginario intelectual de la región. José Carlos Mariátegui (Moquegua, 1894 - Lima, 1930) perfiló y difundió esta urgencia generacional con persistente y lúcido ahínco, tanto a través de su revista Amauta, como en el último de sus7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, titulado “El proceso de la literatura”. Su reflexión tuvo una notable influencia en la época y en las siguientes generaciones.

Mariátegui [1928], reconociéndose a sí mismo como parte militante en la construcción del proceso de configuración de lo literario, dirá de forma enfática que su escritura y sus reflexiones literarias estaban atravesadas por todas sus “pasiones e ideas políticas, aunque, dado el descrédito y degeneración de este vocablo en el lenguaje corriente, debo agregar que la política es en mí filosofía y religión” (231). Luego de manifestar este lugar de enunciación (y advertir que no debe esperarse de él la mesura de un árbitro, sino la pasión de un militante), afirmará que “la literatura nacional es en el Perú, como la nacionalidad misma, de irrenunciable filiación española” (235). Reconoce, sin embargo, que existen literaturas andinas en las que es posible percibir en “los tonos, y aun en la sintaxis y prosodia del idioma, la influencia indígena” de forma “palmaria e intensa” (235). Mariátegui llegó a asegurar que “el dualismo quechua-español del Perú, no resuelto aún, hace de la literatura nacional un caso de excepción que no es posible estudiar con el método válido para las literaturas orgánicamente nacionales” (236). Sin embargo, a pesar de estas constataciones, afirmará luego, de forma categórica (y desatenta a los matices), que la escritura virreinal, en conjunto, no es peruana, “por haber sido concebida con espíritu y sentimiento españoles” (236). Reconoce, sin embargo, la excepcionalidad de Garcilaso de la Vega, a quien califica de ser “más inka que conquistador, más quechua que español” (237). Así mismo, dirá que en la poesía deMariano Melgar (Arequipa, 1790 - Umachiri, 1815), en las postrimerías del virreinato y en abierta adhesión la causa independentista, se manifestó “una inspiración cada vez más rural, cada vez más indígena” (267).

Mariátegui afirmará que “la literatura peruana surge como fruto de una imposición colonial, que la marca, al igual que a todos los aspectos de nuestra sociedad, con una desgarradura fundamental” (García-Bedoya, 2012: 158); también, que la colonialidad literaria trascendió los límites del virreinato y signaba a buena parte de la élite letrada de la era republicana. Desde su concepción, y debido a la “hegemonía absoluta de Lima, no ha podido nuestra literatura nutrirse de savia indígena” (266). Sin embargo, aseguró que tal situación sería insostenible en el tiempo; “era fatal que lo heteróclito y lo abigarrado de nuestra composición étnica trascendiera a nuestro proceso literario” (243). Siguiendo este razonamiento, Mariátegui piensa que el indigenismo (que empezaba a gozar de un cada vez más amplio grupo de adherentes), no era una simple moda estética o literaria, sino que traducía “un estado de ánimo, un estado de consciencia del Perú nuevo” (328). Pero aclara, a continuación, que la literatura indigenista, inevitablemente, da una visión estilizada e idealizada porque “es todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama indigenista y no indígena. Una literatura indígena, si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando los propios indígenas estén en grado de producirla” (335). A pesar de su evidente desconocimiento de las literaturas heterogéneas del virreinato (propio, por lo demás, del difícil acceso a ciertos textos en su época), su lucidez para detectar la incapacidad de pensar el proceso de la literatura en el Perú de manera homogénea, aplicando un aparato metodológico eurocéntrico, sería fundamental para el posterior giro teórico. Como dirá años después Cornejo Polar [1989], Mariátegui detectó que “con la categoría de unidad es imposible dar razón de la multiplicidad de los sistemas literarios que efectivamente se producen en el Perú” (2017: 153)

El interés intelectual que, tanto a nivel creativo como de recopilación, acudiría a la oralidad quechua como fuente de inspiración y motivo de investigación, tomó a partir del indigenismo un renovado empuje. Entre los muchos recopiladores de la oralidad indígena que surgieron entonces, podría destacarse la infatigable labor de Jorge Lira (1912 - 1984), estudioso de plantas medicinales andinas, lexicógrafo del quechua y recopilador del arte verbal oral. La mayor parte de la labor de Lira fue llevada a cabo “en la región del alto Urubamba, más precisamente en el distrito de Maranganí (provincia de Canchis), donde el destacado quechuista residió durante varios años en calidad de cura” (Husson 2002: 438). Sus trabajos (junto con el de otros recopiladores) demostró que las tradiciones orales de las naciones indígenas no eran manifestaciones de un pasado clausurado por el orden virreinal, sino que seguían creando historias y cantos, renovándose en el tiempo, pero sin perder del todo sus raíces primigenias. Entre los fundadores de la escritura poética contemporánea en quechua, por su parte, pueden nombrarse a Andrés Alencastre Gutiérrez (Provincia de Canas, Cusco, 1909 – Provincia de Canas, 1984), quien escribió bajo el seudónimo de Killku Warak´a, y César Guardia Mayorga (Ayacucho, 1906 – Lima, 1983), quien lo hizo con el de Kusi Paukar. También ocupa un lugar preponderante, tanto por su trabajo etnográfico como por el creativo, José María Arguedas (Andahuaylas, 1911 – Lima, 1969). Estos nombres fundamentales no pueden ser pensados al margen de una época en la que el interés por las literaturas virreinales, las poéticas quechuas y la recopilación etnográfica tomó un impulso definitivo que, luego de la primera etapa indigenista (las tres primeras décadas del siglo XX), cobraría una mayor rigurosidad y consistencia.¹³

En épocas recientes, el interés por la heterogeneidad fundante de las literaturas andinas y por el arte oral de los naciones amerindias, ha tomado un nuevo impulso gracias a la formación académica de intelectuales quechua hablantes, así como a los avances en la lingüística. A la vez, esta tendencia de los mundos andinos tenía un correlato con lo que ha sucedido en otras partes del continente; dos libros del intelectual mexicano Miguel León Portilla (1926-2019), llamados La visión de los vencidos (1959) y El reverso de la conquista (1964), dieron cuenta, a un público vasto, no sólo de “la existencia de una visión indígena de la conquista americana, sino también de una serie de textos, escritos o dictados por los propios indios, que moldean tal visión en unas formas poéticas altamente eficaces” (Lienhard 1990: 11). Gracias a la suma de innumerables esfuerzos intelectuales y creativos, se ha remontado el descuido que, por muchos años, signaron la actitud de los estudios literarios hacia los documentos virreinales que mostraban una raíz indígena profunda. Se abrió así un proceso irreversible que resquebrajó los conceptos hegemónicos en las academias acerca de “lo que se entiende por literatura y su relación con las ideas tradicionales de la historia, la ciencia y la filosofía” (Yáñez del Pozo 2002: 16), y pocos parecen dispuestos a querer recomponerlos. Esta nueva situación no fue una gracia concedida por el campo letrado, sino el fruto de una lucha llevada a cabo por investigadores andinos o andinistas que han demostrado la fecunda heterogeneidad de las literaturas producidas en la región, así como la vastedad de este corpus, las potencias creativas que subsisten, y los procesos de negociación identitaria desplegados por los escritores andinos del pasado y del presente.

3. La fecunda heterogeneidad

A grandes rasgos, el archivo virreinal está conformado por toda la literatura y documentación producida desde la conquista hasta la llegada de la Independencia (1821, para el caso peruano). La divergencia de este archivo frente a los cánones literarios occidentales es evidente. Debido a la práctica proto-etnográfica y a la constante necesidad retórica de dar cuenta de la otredad americana, incluso los textos de cronistas españoles dan cuenta de cierta heterogeneidad. El intento de traducir el pensamiento y las prácticas amerindias en categorías mentales propias del campo letrado e hispánico, hizo inevitable el entrecruzamiento de elementos divergentes. Asimismo, algunos investigadores contemporáneos, entre los que destaca Mazzotti (2009), García-Bedoya (2012) y Lavallé (1998), han evidenciado que también en las literaturas criollas hay síntomas de heterogeneidad. Sin embargo, es entre las prácticas literarias y discursivas de los sectores mestizos e indígenas en los que el grado de heterogeneidad y conflictividad es más álgido y, por eso mismo, más estimulante para el estudio. En algunos casos, estos textos también pueden haber sido producidos por criollos, casi siempre sacerdotes de órdenes que, como los jesuitas y franciscanos, adquirieron un compromiso espiritual, y en algunos casos político, con las élites indígenas. Todos estos textos, por lo general, y en diferentes grados y maneras, muestran la confluencia de aspectos culturales hispánicos y amerindios. García-Bedoya (2012) ha dividido “el corpus discursivo andino” en tres conjuntos: 1) las iniciales crónicas y relaciones mestizas e indígenas del siglo XVII; 2) el teatro quechua virreinal; 3) los texto o documentos del siglo XVIII que dan cuenta de la reconstrucción de la élite andina y el movimiento neo-inka (173).

A pesar de lo evidente que se nos hace ahora la riqueza y originalidad de este corpus virreinal, fue solo desde las últimas décadas del siglo XX que los investigadores literarios percibieron que no se trataba de una simple imitación de la literatura española;¹⁴y, por eso mismo, se planteó la necesidad de generar un aparato conceptual y teórico propio. La propuesta teórica de Antonio Cornejo Polar (Arequipa 1936- Lima 1997) fue fundamental en este nuevo giro metodológico y conceptual de la hermenéutica literaria en la región andina. Sus conceptualizaciones, en medio de una vasta erudición, tuvieron un aliciente fundamental en Mariátegui. Asimismo, la propia obra literaria de Arguedas incentivó estas innovaciones metodológicas.¹⁵ La persistencia en la región indoamericana de voces, prácticas y cosmogonías que poco tenían que ver con la modernidad hegemónica, hacían necesario pensar toda manifestación cultural del continente (incluida las literarias), desde una mirada desligada del eurocentrismo. Cornejo entendió que la heterogeneidad literaria de la región andina era indesligable de las insoslayables divergencias “que separan y contraponen, hasta con beligerancia, a los varios universos socio-culturales, y en los muchos ritmos históricos, que coexisten y se solapan inclusive dentro de nuestros espacios nacionales” (2011: 6).

Ya otros pensadores locales (como Luis E. Valcárcel y Pío Jaramillo) habían señalado, con distintos énfasis, que los mundos andinos estaban caracterizados por “una geografía múltiple, con regiones internas que no tenían entre sí nada en común y que producían, por su propia peculiaridad, formas de organización social y sistemas culturales decididamente diferentes y hasta antagónicos” (Cornejo, 2011: 149). Estas constataciones llevaron a Cornejo Polar a plantear la categoría de “heterogeneidad” para dar cuenta de la excepcional complejidad y riqueza “de una literatura (entendida en su sentido más amplio) que funciona en los bordes de sistemas culturales disonantes, a veces incompatibles entre sí” (2011: 10). Las reflexiones de Cornejo estuvieron acompañadas de otras elaboraciones teóricas, como las de Ángel Rama (“literatura transcultural” [1982]), Martin Lienhard (“literaturas alternativas” [1990]) y Edmundo Bendezú (“literatura otra” [1986]):

A partir de estos textos y de enfoques disímiles, todos estos estudios coinciden, pues, en insinuar que, en América Latina, el discurso dominante, europeizado y elitista, no expresó ni expresa realmente la visión y la sensibilidad de amplias muchedumbres marginadas desde la conquista o en una época más reciente. Todos, también, sugieren la existencia de expresiones literarias “alternativas.” (Lienhard, 1990: 14)

A esta constelación de propuesta teóricas, habría que agregar los ineludibles aportes de Rolena Adorno (1998), al señalar la necesidad de ir más allá de una crítica meramente estética, para dar cuenta de las complejidades culturales, lingüísticas, idiosincráticas y políticas que el sujeto transculturado manifiesta en los documentos virreinales; este enfoque permitió desbordar una visión estrecha de lo literario, para ampliar el corpus con una serie de documentos de imprescindible pertinencia cultural. Una línea semejante es la que transitó Raquel Chang-Rodríguez (1991), con el concepto de “discurso disidente”. Convendría, asimismo, destacar a algunos de los discípulos de Cornejo-Polar que se han ocupado de la heterogeneidad del archivo virreinal, como Mazzotti y García Bedoya ¹⁶, entre otros. Así también a los investigadores extranjeros, como Husson y Taylor¹⁷, y señalar el creciente grupo de investigadores cuya lengua materna es el quechua (como Julio Noriega). Se trata, por supuesto, de un campo de creciente interés, por lo que enumerar a todos los especialistas que trabajan desde perspectivas cercanas a la heterogeneidad sería demasiado amplio.

Estas reflexiones permitieron una lectura renovada del archivo virreinal: si “durante mucho tiempo se habló de la literatura de la Conquista o de la literatura de la colonia como si fueran exclusivamente las escritas en español” (Cornejo Polar, 2011: 73), poco a poco se añadieron los textos escritos en lenguas indígenas y los discursos escritos por sujetos andinos en los que la influencia lingüística y cultural de las cosmogonías y lenguas amerindias era insoslayable. En general, para buena parte de estos académicos, desde sus respectivas posiciones y matices, la alteridad de los discursos virreinales proviene, al menos en buena medida, de la compleja condición cultural, social y psíquica de los sujetos andinos (mestizos e indígenas), bajo la implantación y las presiones del régimen virreinal. Afirmando que “la condición colonial consiste precisamente en negarle al colonizado su identidad como sujeto”, Cornejo Polar señalará que la escritura permitió, a algunos de estos autores, una resignificación de sus identidades bajo “la emergencia poderosísima” de literaturas que eran nuevas, propias del virreinato, pero que se inspiraban, aunque “renovándolos a fondo, hasta en su modo de constitución – los restos de lo anterior” (2011: 12). Debatidos entre la nostalgia (a veces rabiosa) y sus intentos de incorporarse a la nueva situación virreinal, los sujetos heterogéneos plasmaron producciones discursivas radicalmente nuevas. El conflicto entre la oralidad y la escritura, entre el quechua y el castellano, entre la ritualidad precolombina y la doctrina católica, que sin duda tuvo aspectos problemáticos, dio pie, al mismo tiempo, a “una ancha y complicada franja de interacciones” (Cornejo 2011: 17), en la que ninguna de las dos racionalidades pudo cancelar a la otra, ni quedó inmune a la transculturación. Sin tratar de negar el conflicto existente al interior de estas literaturas mediante la hipótesis de una síntesis feliz y armónica entre lo hispánico y lo amerindio, no es menos cierto que, al menos por momentos, el archivo virreinal andino da cuenta de una mutua fecundación.

Si bien es cierto que la crónica pertenece “al reino de la letra, que en todo caso asimila y transforma las voces de la tradición oral” (Cornejo, Polar 2011: 72), también lo es que este reino fue perturbado y amplificado por las resonancias amerindias que lo penetraron. Aunque esta heterogeneidad resulta evidente en autores como Felipe Guaman Poma y Joan Santacruz Pachacuti, también está presente en textos que varios estudiosos, con no poca ingenuidad, tomaron como meras continuidades de la oralidad precolombina, como el Manuscrito de Huarochirí. Es sabido que por la propia utilización del quechua misional (derivado del III Concilio Limense, 1582-1583), así como también por las transformaciones implícitas en toda recopilación escrita de narraciones y poéticas orales, el Manuscrito deja entrever profundas heterogeneidades. Algo semejante puede decirse también de autores que, como Garcilaso de la Vega, fueron considerados, por el canon letrado y eurocéntrico, como sujetos afincados casi de forma plena en el mundo renacentista y cristiano. El fenómeno de subversión literaria del Inka escritor, así como la presencia implícita de resonancias indígenas en sus textos, que ya habían sido señalados por Mariátegui y Cornejo-Polar¹⁸ , fueron luego destacados, con mayor contundencia, por José Antonio Mazzotti (1996). De esta manera, puede decirse que, a pesar de sus diferentes énfasis, matices y particularidades, los escritores andinos del virreinato realizaron un proyecto literario que nunca se resignó del todo a la dominación.

4. Conclusiones

Desde la conquista y, principalmente, a partir de la implantación del sistema de dominación virreinal, no han dejado de surgir en los mundos andinos distintas manifestaciones literarias que, influidas por la oralidad y las racionalidades amerindias, no se ciñen del todo a los parámetros hegemónicos y eurocéntricos. Las región andina posee, en este sentido, una de las tradiciones literarias más antiguas y vastas del continente americano. En buena medida, estas prácticas discursivas partieron de una necesidad íntima de los sujetos escriturales: no pocas veces, sus proyectos estuvieron marcados por una necesidad de “compensación y redención” (Noriega, 1995: 135). Antes de escribir, la mayoría de escritores indígenas y mestizos habían tratado, mediante distintos mecanismos, de integrarse y ser reconocidos por la sociedad dominante. Algunos de ellos, como Guaman Poma y el escritor anónimo del Manuscrito de Huarochirí, sirvieron a los extirpadores de idolatrías: “fueron sus colaboradores directos, instrumentos claves en la destrucción de sus propias culturas” (Noriega, 1995: 135). Por su parte, el Inka Garcilaso (quien recién empezó a escribir a los 50 años), se fue a vivir a España con el afán de ser reconocido como noble y caballero; fue miembro del ejército y ocupó el cargo de capitán. Sin embargo, nunca fue tomado como un igual, en pleno sentido, por la nobleza castellana de la época. Aunque de maneras y circunstancias distintas, la imposibilidad de una integración plena en la sociedad dominante marcó la biografía y la poética de los escritores andinos durante los primeros decenios del virreinato. Desde “esta marginalidad social y cultural insuperable por otros medios y propuestas de salvación, tanto a nivel colectivo como personal”, pretendieron, al menos de forma retórica, “reordenar la descomposición de la que el mundo andino era objeto en la época colonial” (Noriega, 1995: 137).

Lienhard afirmaba, ya desde 1990, que para dar cuenta de esta fecundidad y particularidad literaria se hace necesaria “la elaboración de otra historia de la literatura latinoamericana, historia que tendrá que relativizar la importancia de una literatura europeizada o criolla, aquilatar la riqueza de las literaturas orales y revelar o subrayar la existencia de otra literatura escrita” (Lienhard, 1990: 16). Este proyecto apuntó, de diferentes maneras y en términos diversos, a “reivindicar la profunda heterogeneidad” de la región, ya no como fuente de malestar, sino como “luminosa opción de plenitud humana y social” (Cornejo Polar, 2011: 15). De esta forma, se rechazó todo intento simplista de pensar los mundos andinos desde categorías dicotómicas y puristas: el proyecto de los escritores virreinales no consistió en tratar de retornar al Tawantinsuyo ni en negarse a los posibles aportes técnicos y filosóficos traídos por los españoles; por el contrario, hubo en ellos una apertura cosmopolita que es parte indisoluble del génesis literario en los Andes¹⁹ . Desde entonces, no cabe duda, un creciente grupo de investigadores (algunos de los cuales han sido nombrados líneas arriba) ha dado cuenta de la fecundidad y heterogeneidad del archivo virreinal andino y de los álgidos entrecruzamientos entre literatura y oralidad, y entre cosmogonías hispánicas e indígenas.

La violencia de la conquista y de la imposición virreinal “produjeron y marcaron para siempre nuestra historia y nuestra consciencia” (Cornejo Polar, 2011: 13). La inesperada reactivación, en pleno siglo XXI, de proyectos políticos y culturales arcaizantes, basados en una supuesta “pureza” racial y cultural, se desmoronan cuando volvemos la mirada al archivo virreinal y constatamos que esta aspiración fue ajena a la heterogeneidad literaria e intelectual. No puede negarse, por ejemplo, “la ambigua fascinación que sintió la cultura quechua por la letra, incorporada de inmediato a un orden misterioso y lleno de poder” (Cornejo Polar, 2011: 60). La adopción de pensamientos y técnicas hispánicas fue elocuente; sin embargo, esto nunca significó una recepción pasiva ni una resignación. Aunque no pocas veces los cronistas mestizos e indígenas se esforzaron por traducir y “domesticar” las cosmogonías amerindias, de tal manera que resultasen comprensibles y aceptables para los lectores hispánicos, el resultado final de estas elaboraciones discursivas fue innovador y, en algunas instancias, subversivo.

El archivo virreinal no aparece como algo cerrado y clausurado, sino que nos sigue interpelando. Las tensiones extremas que experimentaron estos escritores, y que se ponen de manifiesto en sus discursos, se inscriben en el punto de inicio de “un ámbito y un proceso harto mayores, en estructuras y dinámicas que llegan hasta hoy, surcando cinco siglos, como fuerzas configuradoras de los entreverados sujetos sociales que coexisten en el mundo andino contemporáneo” (Cornejo Polar, 2011: 74). De esta manera, volver a pensar las literaturas virreinales no es un ejercicio conservador ni nostálgico, sino la puerta de entrada para comprender nuestras propias complejidades idiosincráticas, así como para reflexionar sobre la posibilidad de repensarnos de una manera más matizada, que pueda apelar a la coexistencia complementaria de nuestra fundante heterogeneidad.

No se trata de un tema menor, ya que la mayor parte de las veces, las interpretaciones de las élites intelectuales regionales han concebido esta heterogeneidad con pesar, como si fuese el producto de una “aguda y múltiple malformación histórica que encona las incontables diferencias que hacen de los países andinos algo así como unos archipiélagos internos dramáticamente incomunicados” (Cornejo Polar, 2011: 150). Se ha solido pensar (y en algunos casos se sigue pensando) a estos entrecruzamientos andinos como esencialmente contradictorios e irreconciliables: lo hispánico y lo indígena, la costa y la sierra, la oralidad y la escritura, el castellano y el quechua, tradición y modernidad, explotados y explotadores, se nos presentan (en las retóricas simplista y pretendidamente “decoloniales”) como opuestos dialécticos cuya coexistencia es casi imposible o, en todo caso, indeseable. Los discursos que trataron de ensalzar el mestizaje, por su parte, con un tono conciliador y salvífico, no pocas veces pretendieron generar la imagen sintética de un producto acabado y armónico que negaba las profundas desigualdades y disparidades de los mundos andinos; tratando de generar una imagen unitaria basada en el intercambio genético y cultural, el tropos del mestizo implicó, las más de las veces, acallar la persistencia de naciones y lenguas que resisten, transformándose, sin renunciar a sus diferencias lingüísticas, culturales y espirituales. En contraste a estas dos opciones simplificadoras, la heterogeneidad nos permite reconocer los entrecruzamientos conflictivos y las abismales distancias internas, al mismo tiempo que propone la complementación respetuosa y fecundante de estas diferencias.

Bibliografía:

Notas