De cegueras y canarios: “La expiación”, un cuento prodigioso de Silvina Ocampo

Of blindness and canaries: "La expiación", a prodigious tale by Silvina Ocampo



David Loría Araujo¹
Universidad Modelo y Universidad Autónoma de Yucatán
Orcid ID: 0000-0003-0624-9918



Recibido: 30 de marzo de 2023
Aprobado: 20 de mayo de 2023


Resumen

Este artículo presenta un nuevo análisis del cuento “La expiación” de Silvina Ocampo, incluido como parte de la segunda edición de la Antología de la literatura fantástica (1965). En principio, se bordean algunas cuestiones relativas a su inserción anómala en dicho libro, pues no es un relato que se apegue a las pautas del fantástico que dicen suscribir quienes lo compilan. Más adelante, se revisa la construcción de la trama, el diseño del espacio y el comportamiento de los personajes, descripción en la que salen a relucir algunas de las constantes en la poética de la narradora argentina. Por último, se propone una lectura del cuento a través del concepto de lo “prodigioso”, tal como lo define Ana María Morales. De este modo, se concluye que la narración presenta diversos gestos prodigiosos, mas no estrictamente fantásticos: bordea el género, pero se permite disentir de algunas de sus directrices para construir su propia entonación.

Palabras clave:literatura fantástica; cuento hispanoamericano; narrativa argentina; fantástico prodigioso; pedagogías de la crueldad.

Abstract

This article presents a new analysis of the short story "La expiación" by Silvina Ocampo, included as part of the second edition of the Antología de la literatura fantástica (1965). Initially, some issues related to its anomalous inclusion in said book are discussed, as it is not a story that follows the guidelines of the fantastic literature subscribed to by those who compile it. Later, the construction of the plot, the design of the space, and the behavior of the characters are reviewed, in which some of the constants in the style of the Argentine narrator come to light. Finally, a reading of the story is proposed through the concept of the "prodigious", as defined by Ana María Morales. In this way, it is concluded that the narrative presents various prodigious gestures, but not strictly fantastic ones: it borders on the genre but allows itself to disagree with some of its guidelines to construct its own tone.

Key words: fantastic literature; hispano-american short story; Argentinean narrative; prodigious fantastic; pedagogies of cruelty.


En la penumbra primeramente no vi nada, luego, como la mujer de Barba Azul cuando entró al cuarto prohibido, retrocedí espantada.

Silvina Ocampo, “Cornelia frente al espejo”.

Lo que Silvina Ocampo nos advierte […] es que el abismo no es un paréntesis abierto entre nuestros hábitos cotidianos, un hiato que rompe la continuidad de nuestros días y que nos exalta hasta la apoteosis o nos precipita a la catástrofe, sino que el abismo es el hábito cotidiano.
Rosario Castellanos, Mujer que sabe latín.

Ya sea por el fulgor de sus pares y familiares, colosos de la literatura latinoamericana, o bien por la sombra que se autoimpuso, al margen de los debates políticos y culturales de la Argentina, tal vez nunca sabremos, a ciencia cierta, qué tanta o tan poca fue la injerencia de Silvina Ocampo (1903-1993) en la conformación de la Antología de la literatura fantástica (en adelante, ALF). La crítica especializada, como es posible imaginar, se contradice. Walter Carlos Costa suscribe, con base en breves declaraciones de Borges y Ocampo, que a la segunda se le ocurrió la idea de recopilar una antología, pero que el primero fue quien se encargó, junto con Bioy Casares, de la ardua talacha para que el libro existiera, misma que implicó la traducción de gran parte de los relatos incluidos (77). Por su parte, Annick Louis advierte que “críticos y lectores han tendido a minimizar la participación de Silvina en la empresa […] en función de las sabidas relaciones personales” (409). De uno u otro modo, como recuerda Mariana Enriquez, la narrativa del “eclipse” de la autora de Autobiografía de Irene se ha convertido ya en lugar común, y seguramente perdurará como misterio (40).

En cualquier caso, valdría hacer un estudio de todos los textos de historia y crítica literaria que, con o sin alevosía, desdeñan la intervención de Ocampo con un acento —si se me permite— un poco misógino. No es objeto de este artículo indagar mucho más en dicho asunto, sino analizar uno de los relatos de la escritora que no fue incluido en la primera edición de la ALF, pero sí en la que vio la luz un cuarto de siglo después. Por lo tanto, me propongo mostrar en qué elementos reside el gesto “fantástico” que caracteriza el relato “La expiación”, y que a su vez lo distancian de la estética que instituyó la misma compilación. Para ello, me valgo del concepto de lo “prodigioso”, esbozado por Ana María Morales en “Las fronteras de lo fantástico”.

Muchos textos ya han reparado en la confluencia de tres eventos de suma relevancia tanto para la vida de la escritora argentina como para la consolidación del género fantástico en Hispanoamérica: la publicación de La invención de Morel, el matrimonio Bioy-Ocampo y la aparición de la primera ALF, una triada de hitos ocurridos en 1940. En el prólogo a la ALF1, firmado por Bioy Casares a nombre del trío, se piden leyes generales y prestablecidas para el cuento fantástico y se clasifican las narraciones en cuanto a tópicos, argumentos o resoluciones de la trama. Para Daniel Balderston, dicho paratexto “consiste en gran parte en una taxonomía temática de lo fantástico” (218), que trazó las pautas para la práctica escritural del género en Hispanoamérica y a su vez prolongó la canonización de sus partícipes, principalmente de Borges, cuyo “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” mereció la inclusión primigenia, a pesar de haber sido estrenado apenas siete u ocho meses antes en el número 68 de la revista Sur (mayo de 1940). Las historias de sus colegas, en cambio, no tuvieron lugar en el índice original. Hoy en día, siguiendo al crítico aludido, es más fácil conocer y conseguir las reediciones de la ALF2, publicada en 1965, que no tiene 54 sino 77 textos. ¿Qué se ganó y qué se perdió en los 23 relatos que hay de diferencia? ¿Cuál fue el criterio de selección para conservar, retirar o añadir cuentos?² “La expiación” saca a relucir la pericia de Silvina Ocampo para maniobrar con los límites del género, a pesar de no encajar plenamente en la faja de aquella clasificación firmada por su cónyuge.

La inclusión de “La expiación” en la ALF2 podría leerse como producto de un proyecto literario que Ocampo consagró justo a partir de la ALF1. No obstante, llama la atención que, a pesar de tener 28 cuentos que ya estaban en circulación, bajo el nombre de Viaje olvidado (1938), ninguno fuera convocado en el tomo. Además, señala Louis, Bioy Casares enlista “Sábanas de tierra” en el prólogo a la primera edición y lo cataloga como una narración fantástica (411). Se trata de un cuento de la autora publicado en el número 42 de la revista Sur (1938), que luego compilaría en Y así sucesivamente (1987), pasado casi medio siglo desde su primera aparición. En su afán taxonómico, el prologuista lo clasifica como parte de los relatos que abordan la metamorfosis. El personaje principal, un jardinero que trabaja para una familia acaudalada, hunde su mano en la tierra para deshacerse de maleza y, pese a todos sus esfuerzos, no consigue sacar ni la hierba ni su cuerpo. Al caer la noche, el hombre cede ante el sueño y se funde con la humedad y la verdura, transmuta en árbol. ¿Por qué, si ya existía “Sábanas de tierra”, no fue incluido en la primera ALF? En la “Postdata” de 1965, que opera como segundo prólogo, Bioy Casares reconoce la inserción de su relato “El calamar opta por su tinta” y de “La expiación” como licencias —incluso las llama deslices—, y advierte que si no se anexaron a la edición anterior fue para no pecar de impaciencia (13). ¿Había, en verdad, una muestra de modestia en dicha exclusión? Tampoco lo sabremos.

El cuento forma parte de Las invitadas, publicado por la editorial Losada en 1961, cuatro años antes que la ALF2. Se ha dicho que este libro, junto a La furia (1959) y Los días de la noche (1970), es parte de la etapa de madurez y mayor fecundidad de su narrativa, caracterizada por el dominio de la forma y el lenguaje (Izaguirre, 2017: 106).³ Entre los escasos estudios acerca del cuentario, así como entre los del proyecto estético de Ocampo en su conjunto, el relato que me interesa recibe poca atención o nula mención. “La escritora está en la cima de sus poderes y convoca sus habituales visiones, pero de alguna manera las amplía, las mejora, las extiende” (103), señala Enriquez, aunque celebra otros cuentos del mismo volumen, como “El diario de Porfiria Bernal” o “El pecado mortal”. No obstante, la autora de Nuestra parte de noche añade: “hay un puñado de cuentos de celos y amor que son estremecedores, que muestran la vertiginosa —posiblemente agobiante— pasión de Silvina Ocampo” (105), alusión que encierra, elijo creer, a “La expiación”. Llama mi atención, por ejemplo, que el monográfico La ronda y el antifaz. Lecturas críticas sobre Silvina Ocampo, compilado y editado por Nora Domínguez y Adriana Mancini en 2009, no lo mencione ni de pasada. Empero, entre las aproximaciones académicas que sí lo abordan destaca, eso sí, un exquisito ensayo de Sylvia Molloy, con el que dialogaré más adelante.

“La expiación” es un relato sobre una tríada deseante, no particularmente calificable como un triángulo amoroso. El cuento sigue un patrón aparentemente sencillo: zigzaguea entre el presente de la narración y el recuerdo progresivo —que se escribe en caracteres en cursivas— hasta que ambos tiempos se encuentran. La voz que enuncia es la de una mujer anónima que está casada con Antonio, un mecánico que convierte su habilidad para adiestrar animales en el medio de control sobre su esposa y sobre Ruperto, otro hombre que la desea y que está supuestamente ciego. El cuento inicia con la siguiente frase: “Antonio nos llamó a Ruperto y a mí al cuarto del fondo de la casa” (306). Es ahí donde pretende revelarles un truco que ha venido ensayando por mucho tiempo. “Voy a mostrarles una prueba” (306), les dice, pero no indica en qué consiste o qué naturaleza tiene su destreza. Ahí, como público cautivo a la expectativa de una artimaña, la mujer va y viene en su narración, del recuerdo al presente, del pasado a la habitación del fondo, mientras hace memoria de su relación con ambos hombres y de su vida en aquella casa.

La primera analepsis del relato ocurre cuando la protagonista repasa el día de su boda y describe con rodeos su primer encuentro sexual. El suceso se remonta al presente, según dice, como una escena pintada en las paredes. Aquella tarde, rememora, su marido la descubre hipnotizada por un ave que picotea una fruta del jardín. En un primer momento, Antonio decide ignorar su “distracción”, pero luego la conduce hasta el lecho, a la fuerza. El acto en sí parece velado, bloqueado de la memoria; no se alude como algo placentero sino como un evento traumático al que poco a poco debió acostumbrarse. Incluso compara su aprendizaje en la sumisión con un viaje, como el de la imagen del carruaje en movimiento que está bordada en la sábana:

Vi, como pintado en la pared, mi casamiento con Antonio a las cinco de la tarde, en el mes de diciembre. / Hacía calor ya, y cuando llegamos a nuestra casa, desde la ventana del dormitorio donde me quité el vestido y el tul de novia, vi con sorpresa un canario […] que picoteaba la única naranja que había quedado en el árbol del patio. / Antonio no interrumpió sus besos al verme tan interesada en ese espectáculo. El ensañamiento del pájaro con la naranja me fascinaba. Contemplé la escena hasta que Antonio me arrastró temblando a la cama nupcial, cuya colcha, entre los regalos, había sido para él fuente de felicidad y para mí terror durante las vísperas de nuestro casamiento. La colcha de terciopelo granate llevaba bordado un viaje en diligencia. Cerré los ojos y apenas supe lo que sucedió después. El amor es también un viaje; durante muchos días fui aprendiendo sus lecciones sin ver ni comprender en qué consistían las dulzuras y suplicios que prodiga. Al principio, creo que Antonio y yo nos amábamos parejamente, sin dificultad, salvo la que nos imponía mi inocencia y su timidez. (306-307)

Este fragmento está construido con precisión para evidenciar la ceguera de la protagonista y narradora frente al adiestramiento al que se ve obligada. Confiesa no “ver”, “comprender” ni distinguir entre “dulzuras y suplicios”, e incluso dice creer que la relación marital estaba equilibrada; no obstante, como relata a posteriori, reconoce el aprendizaje paulatino de sus “lecciones” y se adjetiva como inocente.

El mandato de masculinidad de Antonio no se inclina por la acumulación económica —pues se le retrata como poco interesado por el dinero— sino por el adiestramiento de su entorno y, sobre todo, de los seres que le rodean. Sus intenciones coinciden con las de su oficio, pues “Desde los quince años había trabajado de mecánico” (310); esto es, encargado de determinar y coordinar acciones ajenas, lo que a su vez se despliega en sus pasatiempos juveniles: “Desde la infancia Antonio se había dedicado, en los momentos libres, a amaestrar animales: primero usó de su arte pues era un verdadero artista, con un perro, con un caballo, luego con un zorrino operado, que llevó durante un tiempo en su bolsillo; después, cuando me conoció y porque me agradaban, se le ocurrió amaestrar canarios” (310). En la cita, además de considerar su domesticación como un arte, se representa al marido como un hombre que puede tener “a la mano” y a su merced cualquier cuerpo animal, prodigio que le concede fama entre la gente. “En el pueblo”, continúa la narradora, “Antonio llegó a gozar de un gran prestigio. ‘Si hipnotizaras a las mujeres como a los pájaros, nadie resistiría a tus encantos’, le decían sus tías” (310). Así pues, él emprende dicha galantería, misma que la protagonista relata como una proeza, como un acto casi inverosímil:

En los meses de noviazgo, para conquistarme, me había enviado con ellos papelitos con frases de amor o flores atadas con una cintita. De la casa donde él habitaba a la mía se extendían quince largas cuadras: los alados mensajeros iban de una casa a la otra sin vacilar. Por increíble que parezca llegaron a colocar flores en mi pelo y un papelito dentro del bolsillo de mi blusa. (310)

Con esta hazaña, comienza a edificarse la entonación fantástica, el gesto inusual del cuento, la serie de recursos discursivos que caracterizan las condiciones atmosféricas, las secuencias actanciales o la urdimbre de la intriga para enmascarar un suceso como si fuera una anomalía, aunque se trate de una acción ya normalizada en el universo narrativo. Hasta ahora, no existe una irrupción de lo sobrenatural ni un evento que ponga en duda el paradigma de realidad, pero sí una capacidad que sobresale de lo cotidiano y que tiene efectos materiales en el mundo narrado. Para Ana María Morales, este tipo de acontecimiento puede clasificarse dentro de lo prodigioso, “que descansa sobre todo en la manera de expresar asombro ante un hecho que está en los límites de la normalidad más que presentar una característica sobrenatural” (245). La narradora de Ocampo reconoce que el truco de Antonio no es fácil de creer y que los pájaros, como autómatas, son capaces de recorrer largas distancias por acción, efecto y repetición de su entrenador.

Ella misma se reconoce como un calco de su esposo, mecanizada para actuar conforme a su voluntad o para reproducir el temple de su energía: “yo que soy como un espejo de Antonio, contagiada por su inquietud, iba y venía por la casa, ordenando roperos ya ordenados, o lavando fundas impecables, por una imperiosa necesidad de contemporizar con las enigmáticas ocupaciones de mi marido” (311). En este relato se insiste en dos constantes de la literatura ocampiana: por un lado, en la aparición de un personaje con pasatiempos excéntricos o maniacos, y por el otro, en la subrepticia violencia de género, cuya virulencia se va revelando gradualmente. Izaguirre (2017) y Biancotto (2021) coinciden en que lo verdaderamente inexplicable del cuento, a un lado de la eficacia del adiestrador, es la locura o psicopatía del marido y su despliegue de control (428 y s/p, respectivamente), aunque hoy en día se puede asociar dicha propensión no como una excepción o anomalía mental, sino como una pedagogía de la crueldad, inherente a la educación del patriarcado, como nos recuerda Rita Laura Segato (2018).

Asimismo, “La expiación” reitera una suerte de fenomenología del espacio que se puede cartografiar en los cuentos de la autora. No es extraña la relevancia que otorga Ocampo a las casas como recintos de lo insólito. En palabras de Enriquez, “hay una verdadera obsesión por las casas en su obra, la casa como último refugio y también como el lugar que, cuando se vuelve enemigo, es el más peligroso de todos” (54-55). En particular, este cuento está ambientado en una pequeña residencia rural, un domicilio austero que desentona con otras casas del repertorio ocampiano, casi siempre más opulentas: “Esta casa diminuta que tiene un jardín igualmente diminuto está situada en la entrada del pueblo. El aire saludable de las montañas nos rodea: el campo queda cerca y lo vemos al abrir las ventanas” (307). La protagonista reitera que el espacio es mínimo, pero ello contrasta con un elemento bizarro y de grandes proporciones: una pajarera. Al lado de la habitación del fondo, una bodega de trebejos, la jaula es el hogar de los canarios que Antonio se afana por entrenar. Empero, en el presente del relato, la pajarera está vacía. El marido ha convertido el cuarto aledaño en un espacio privado, casi prohibido para la narradora:

En aquellos días él ocupó un cuarto que servía de depósito en los fondos de la casa y abandonó nuestra cama matrimonial. En una cama turca donde mi hermano solía dormir la siesta cuando venía de visita, Antonio pasaba las noches (sin dormir, lo sospecho, pues hasta el alba yo oía sus pasos incansables sobre las baldosas). A veces se encerraba horas enteras en ese cuarto maldito. (312)

Además del adjetivo “maldito”, que replica la perversidad de dicha pieza, la narradora confiesa su curiosidad por comprender qué ocurre ahí dentro, es decir, qué actividad consume obsesivamente el tiempo de su marido. Dicha pregunta la conduce a romper la prohibición, pues espía por la ventana semi-opaca, se sube a una silla para tener una mejor perspectiva del interior del cuarto, y hasta llega a hacerse daño a fin de solicitar su ayuda y captar la atención de Antonio. El siguiente fragmento exhibe la suspicacia del marido ante su fisgoneo y revela por qué la jaula ha permanecido abierta y vacía. Asimismo, cabe destacar que Ocampo distorsiona las imágenes: el cristal desdibujado por el que husmea la protagonista no le permite percibir exactamente qué sucede, tal como ocurre con su inocencia inicial:

A través de los vidrios pintados de la ventana yo trataba de atisbar sus movimientos. Me lastimé una mano intencionalmente, con un cuchillo: de ese modo me atreví a golpear a su puerta. Cuando me abrió, salió volando una bandada de canarios que volvió a la pajarera. Antonio curó mi herida pero, como si hubiera sospechado que era un pretexto para llamar su atención, me trató con sequedad y desconfianza. (312)

La habitación está vedada para la mujer, quien queda proscrita del acceso, algo parecido a lo que ocurre con el espacio privado en el relato tradicional de Barba Azul. Ella satisface sus sospechas sólo a través de atisbos, de figuras inexactas, de tamices o velos. La crítica Carolina Maranguello evidencia que la narrativa de Ocampo “cuestiona el régimen escópico tradicional a partir de diversos mecanismos […] proponiendo nuevas superficies y miradas pictóricas que suspenden o ponen en entredicho el carácter fáctico de los hechos” (235). El carácter difuso y oblicuo de la mirada también coadyuva con la entonación fantástica del texto, pues reitera la incertidumbre que se extiende hasta el final del cuento. Al decir de la investigadora, los relatos de Ocampo son pródigos en:

Ojos que miran a través de un antifaz, a través de vidrios y claraboyas, reflejados en espejos, con largavistas o asomados al ojo de la cerradura, ojos que se quedan ciegos o se pierden en la penumbra, ojos que se fascinan o se suspenden en detalles nimios […]. Su poética se sustrae de las formas convencionales de la mirada y […] propone otros modos, oblicuos, de mirar: vidrios deformantes, visiones alucinatorias, visiones pictóricas, visiones fascinadas. (Maranguello, 2015: 235)

Esta visión sesgada se adhiere al caleidoscopio de memorias, perplejidades, omisiones y antelaciones que urde Ocampo en voz de la narradora.

Otro personaje sumamente importante, y que completa el cuadro de actantes del relato, es Cleóbula, la hermana de Ruperto. Ella no está involucrada en el juego de miradas y deseos, pero es quien instiga, cual Yago de Shakespeare, las sospechas de la protagonista en cuanto a la distancia del marido: “Antonio […] nunca me miraba o fingía no mirarme, según me lo aseguraba Cleóbula” (313). Además de advertirle que el hombre con el que está casada es cruel, esta mujer funge como adivina o pitonisa que establece la antipatía por los canarios y anticipa su amaestrada malignidad: “‘Son cantores los canarios’ decía Cleóbula invariablemente, pero si hubiera podido matarlos con una escoba lo hubiera hecho porque los detestaba. ¡Qué hubiera dicho al verlos hacer tantas pruebas ridículas sin que Antonio les ofreciera ni una hojita de lechuga ni una vainilla!” (308). El nombre de Cleóbula, también llamada Cleobulina o Cleopatra (que equivale a “orgullo del padre”), es polisémico para la mitología griega. En ocasiones, se asocia con una ninfa o sacerdotisa encargada de los misterios de Démeter, o con una experta creadora de enigmas y acertijos. El rastreo de sus significados y la onomástica clásica constantemente empleada por Ocampo en sus textos (Artemia en “Las vestiduras peligrosas” u “Octaviano” en “El vendedor de estatuas”, por mencionar dos ejemplos) es materia para una investigación posterior, así como el vínculo entre Cleóbula y las personajes sibilas o videntes de la narradora argentina. Por ahora vale decir que el apelativo, que no es común, es colocado en el cuento con intención caracterizadora; su onomástica revela uno más de los gestos que construyen la entonación fantástica del relato.

En “La expiación” no hay ni demasiado oropel, ni demasiada digresión, como sí ocurre en otros relatos de Ocampo. Podría decirse que sigue un patrón relativamente geométrico y acompasado, lo cual contribuye a dirimir por qué fue seleccionado para la ALF2 frente a otros de sus textos tal vez menos apegados a la idea que tenían del género sus coeditores. Conviene recordar que Borges y Bioy valoraban la imaginación intelectual, la puntuación premeditada y la trama conspirada a base de cincel, compás y cronómetro. Así pues, de la gradación del recuerdo, la lectura retorna a la penumbra del cuarto y viceversa. Ahí, en esa media luz, la protagonista recuerda su ahora distante relación con Ruperto como un vínculo inocente, libre de cualquier atracción o acercamiento del tipo sexual. De hecho, evoca al amigo visitante casi como un objeto inocuo y nimio:

Ruperto se sentaba en un rincón del patio y sin preámbulos mientras afinaba la guitarra, pedía un mate, o bien una naranjada cuando hacía calor. Yo lo consideraba como uno de los tantos amigos o parientes que forman, casi podría decir, parte de los muebles de una casa y que uno advierte sólo cuando están estropeados o colocados en distinto lugar del habitual. […] Yo alcanzaba el mate o el vaso de naranjada a Ruperto, mecánicamente, bajo la sombra del parral, donde siempre se sentaba, en una silla de Viena, como un perro en su rincón. Yo no lo consideraba como una mujer considera a un hombre, yo no observaba la más elemental coquetería para recibirlo. (307-308)

En dos ocasiones, el discurso coloca a Ruperto en un rincón, y en una de ellas se le compara con una mascota. Frente a él, de nuevo, la mujer reconoce comportarse “mecánicamente”, sin atisbo de voluntad o seducción. Por si fuera poco, la autora agrega que la protagonista se pasea frente a él “como un esperpento” (308), desalineada y hasta envuelta en toalla. La presencia del invitado, quien ya la ha visto en los momentos más íntimos, es tan banal que asevera pasar junto a él “sin mirarlo siquiera” (308). ¿Será esa mecanicidad con la que trata al otro un producto más del adiestramiento del marido?

Pronto, la mirada de Ruperto se transforma en vigilancia invasiva y lasciva. Es Cleóbula, claramente, quien le hace darse cuenta: “me había asegurado que mientras Ruperto afinaba la guitarra sus miradas me recorrían desde la punta del pelo hasta la punta de los pies, que una noche al quedar dormido en el patio, medio borracho, sus ojos habían quedado fijos en mí” (309). La mujer que narra no advierte cizaña o peligro en las palabras que reiteran y enfatizan: “¡Qué ojos! […] ¡Qué ojos!” (308). Este acecho tiene un efecto semi-satisfactorio en la protagonista, pues reconoce haber perdido la naturalidad antes descrita; ahora se sabe mirada por esos globos oculares, que tienen un extraño brillo color añil. En el fragmento siguiente, la voz narrativa expone dicha reacción y recalca el papel hiperbólico de los ojos de Ruperto, que pasan a ocupar toda su caracterización, como en un mecanismo de sinécdoque:

Para mi ilusión, Ruperto me miraba a través de una suerte de antifaz en el que se engarzaban sus ojos de animal, esos que no cerraba ni para dormir. Como al vaso de naranja o al mate que yo le servía, con una misteriosa fijeza me clavaba sus pupilas cuando tenía sed, Dios sabe con qué intención. Ojos que miraran tanto no existían en toda la provincia, en todo el mundo; un brillo azul y profundo como si el cielo se hubiera metido en ellos los diferenciaba de los otros, cuyas miradas parecían apagadas o muertas. Ruperto no era un hombre: era un par de ojos, sin cara, sin voz, sin cuerpo. (309)

Ruperto deviene ojos, se vuelve no más que mirada penetrante cuyo objetivo permanece indescifrable y es cada vez más hostil para la narradora. De hecho, se hacen varias menciones sobre su lagoftalmía, o sea, su sueño con los ojos abiertos. Al cabo de un tiempo, la incomodidad se transforma en hostigamiento, el mismo que ella trata de evadir sin éxito: “A veces, cuando yo me retiraba del patio para evitar sus miradas, mi marido con algún pretexto me hacía volver. Pensé que de algún modo le agradaba aquello que tanto le desagradaba. Las miradas de Ruperto me parecían ya obscenas, me desnudaban bajo la sombra del parral, me ordenaban actos inconfesables” (312-313). Antonio no parece inquietarse y hace lo posible por mantener cerca a su amigo y prolongar el acoso: “Yo no podía comprender por qué Antonio no buscaba un pretexto para alejar a Ruperto. Cualquier motivo hubiera servido para ese fin, aunque más no fuera una reyerta por cuestiones de trabajo o de política que, sin llegar a una riña a puñetazos o con armas, hubiera vedado la entrada de ese amigo a nuestra casa” (311). La narradora insiste en dicha pasividad del marido y agrega que, inclusive, Antonio fomenta la presencia de Ruperto en su casa: “Durante los días de carnaval llegó al extremo de invitarlo a quedarse en nuestra casa, una noche en que se demoró hasta muy tarde. Tuvimos que alojarlo en el cuarto que Antonio ocupaba provisoriamente” (313). Es únicamente ante la fatigosa estancia del invitado que la pareja vuelve a dormir en la misma pieza, al menos por una noche.

Silvina Ocampo construye, así, a una voz narrativa que parece no darse cuenta de la violencia a la que está siendo sometida, pues es castigada por el deseo de Ruperto hacia ella. Para quienes leemos, en cambio, es más que evidente dicha malicia; atestiguamos la ceguera de la protagonista, su mirada oblicua ante el despliegue de poder. A Antonio le repudia dicha atracción, pero decide atormentar a su esposa con la cercanía del asediador antes que romper la intimidad entre varones. Esta situación puede ser leída, desde los ojos de la antropología feminista de Segato, como un acto comunicativo y horizontal entre pares, como la demostración de un mandato de dominación, no únicamente entre la víctima y su agresor, sino entre el agresor y sus cofrades. ¹⁰ Así, Antonio muestra quién manda, quién rige en ese espacio donde su mujer puede ser mirada por otro. Ella, de nuevo, no advierte violencia, pero Ocampo agrega la siguiente frase, que enfatiza para el público lector dicha jerarquía velada: “Pensé con despecho, tal vez con celos, que la amistad en la vida de un hombre era más importante que el amor” (319). Ya sea por cariño o por prolongar el control sobre todos los vínculos, el marido fortalece su relación con el amigo y excluye poco a poco a la narradora. Lo interesante es que lo hace a través de los animales que a ella fascinaban, y que se elige la palabra “camaradería” para nombrar dicha cercanía:

Mientras tanto la amistad de Antonio con Ruperto se estrechaba. Una suerte de camaradería, de la que yo estaba en cierto modo excluida, los vinculaba de una manera que me pareció veraz. En aquellos días Antonio hizo gala de sus poderes. Para entretenerse, mandó mensajes a Ruperto, hasta su casa, con los canarios. […] ¿Se burlaban de mí? Nada había desunido a Antonio y a Ruperto; en cambio Antonio, injustamente en cierto modo, se había alejado de mí. Sufrí en mi orgullo de mujer. Ruperto siguió mirándome. (316)

Como se puede ver, la fraternidad entre los dos hombres no reduce el acoso del agresor; antes bien, lo admite, lo consiente, lo alienta. El marido repite su sistema de conquista, pues el truco realizado para acercarse a la joven ahora se dirige hacia el amigo. El escarmiento hacia la protagonista toma adquiere otro cariz. A pesar (o a costa) de ello, Ruperto prosigue con sus miradas obscenas y Antonio, con sus experimentos furtivos.

Cuando la narradora enlista los secretos que le guarda su marido en la habitación del fondo, añade ítems que el público lector va recolectando para entender un intrincado plan. Por un lado, está una misteriosa verdura: “En aquellos días hizo un viaje de dos semanas, en un camión, no sé adónde (sic) y volvió con una bolsa llena de plantas” (312); y, por otro lado, el hallazgo inusual de un monigote: “Recordé aquel día en que al acomodar los cuartos […] descubrí […] arrumbado sobre el armario de Antonio, ese muñeco hecho de estopa, con grandes ojos azules, de un material blando, como de género, con dos círculos oscuros en el centro, imitando las pupilas” (313). Ante este segundo descubrimiento, el hombre la reprende: “Es un recuerdo de infancia. […] No me gusta que toques mis cosas” (313). Al unir las piezas del puzzle, se da por entendido que Antonio entrena a los canarios a fin de envenenar a alguien. Para lograrlo, pretende emplear una efigie vudú y varias flechas diminutas cargadas con curare, un veneno extraído de diversas plantas endémicas de América Latina, que a su vez opera como neurotoxina animal, por lo que se unta en dardos, cerbatanas u otros elementos punzantes. La protagonista descubre, por susurro de Cleóbula, la naturaleza de dicho líquido, hecho que pone en duda hasta la identidad de Antonio: “Así son los indios: usan flechas con curare. […] Se dedican a las brujerías. Tu marido es un indio. […] ¿No lo sabes?” […] ¿No has mirado sus ojos, sus pómulos salientes? ¿No adviertes lo ladino que es?” (314-315). Incluso, la chismosa sustenta su teoría apelando al carácter unas veces apocado y otras agresivo de Antonio y añade: “Lo sacaron de un campamento cuando tenía cinco años” (315). Estos comentarios racistas siembran la duda en la mujer que narra, y la imprecisión se adhiere a la lista de visiones sesgadas o borrosas que desborda el relato. Para Andrea Castro, la inclusión de este cuento en la ALF2 radica exclusivamente en la ambigüedad sobre la identidad criolla o indígena de Antonio: “el tema de la otredad de Antonio es interpretado como hecho insólito por los antologadores y es éste el que los lleva a incluir al cuento en la mencionada antología” (79); en otras palabras, que el personaje es leído como una suerte de desdoblamiento fantástico, de impostor o de doblez (un otro de sí mismo), cuyo verdadero origen se desvela en el uso de dos técnicas ancestrales de magia o medicina.¹¹

Si regresamos al poco riguroso prólogo de la ALF1 después de haber recorrido el argumento y el esquema actancial del relato de Ocampo, resultará difícil ubicar el corpus de este estudio entre las estrechas pautas que guían la idea de “literatura fantástica” expuesta por Bioy Casares. En cuanto a los temas “fantásticos” que enlista el prologuista, en “La expiación” no hay metamorfosis salvo la ceguera por envenenamiento; no hay fantasmas que aparezcan o genios y demonios que cumplan deseos como la inmortalidad, ni hay travesías al pasado o descensos al infierno. Hay sueños, pero son accesorios. No hay vampiros, pero sí una abstracción de la recámara prohibida de un castillo. ¹² Lo que sí hay es un terrorífico despliegue de un dominio masculino cuyas artimañas son relatadas por una narradora con una gestualidad fantástica, ya sea para transportar la perplejidad que produce el prodigio de las aves como soldados mercenarios, o bien, como un medio que emplea la autora para decir lo indecible, para engranar lo incómodo, para traslucir lo pervertido a través de una voz que parece no darse cuenta. Y, con respecto a su explicación, se observará que no pertenece exactamente a los relatos que “se explican por la agencia de un ser o de un hecho sobrenatural” (11) en su expresión más precisa, puesto que la efectividad del vudú (que pudiera clasificarse como tal, ya que pertenece a un paradigma de realidad que no prevalece en el mundo narrado por la protagonista y, por lo tanto, choca con las posibilidades de lo factible) únicamente se sugiere o queda suspendida. ¹³ En todo caso, se podría asociar con los cuentos que “se explican por la intervención de un ser o de un hecho sobrenatural, pero insinúan, también, la posibilidad de una explicación natural [como] los que admiten una explicativa alucinación” (11-12), o bien, con aquellos que “tienen explicación fantástica […] pero no sobrenatural” (11) y, por lo tanto, operan como “invenciones rigurosas, verosímiles, a fuerza de sintaxis” (11), pero tampoco queda del todo claro qué entiende el autor de la clasificación por el adjetivo “fantástico”.

Otro de los elementos que contribuyen con la entonación (o “fuerza de sintaxis”) fantástica del relato es la presencia del sueño. Como dije antes, el sueño opera como accesorio; en este caso, se trata de una anticipación, o bien, de la revelación “en clave” sobre lo ocurrido: la fechoría de Antonio. Un día, el amaestrador es convocado por Cleóbula para ver a su hermano, quien agoniza inexplicablemente. Antonio lo salva y lo trae a su casa, para que la narradora pueda ser partícipe de otra de sus hazañas. Ella, distraída y poco interesada, lo oye relatar un sueño. La atmósfera del metarrelato se enmarca, al inicio y al final, por el trino de los canarios:

Un largo silencio que hacía resaltar el canto de los pájaros tembló en el sol. […] / —Soné que los canarios picoteaban mis brazos, mi cuello, mi pecho; que no podía cerrar mis párpados para proteger mis ojos. Soñé que mis brazos y que mis piernas pesaban como sacos de arena. Mis manos no podían espantar esos picos monstruosos que picoteaban mis pupilas. Dormía sin dormir, como si hubiera ingerido un narcótico. Cuando desperté de ese sueño, que no era sueño, vi la oscuridad: sin embargo oí cantar a los pájaros y oí los ruidos habituales de la mañana. (317)

Los picos que alguna vez admiró la narradora, cuando vio al canario sobre la fruta que pendía del árbol, se vuelven “monstruosos”. La red semántica conformada por “picoteaban” (que incluso se repite), “pupilas”, “párpados” y “narcótico” opera como proyección de los hechos que ocurrirán llegado el clímax del cuento, o bien, de los que ya han sucedido, pues el sueño que relata Ruperto puede tener un referente en el paradigma de realidad de la vigilia. ¿Se sueña durante el ataque de los canarios al muñeco vudú, cuyos ojos se parecen a los suyos? ¿Es tan sólo una imagen para representar, de manera abstracta, un envenenamiento progresivo que pudo ocurrir durante las visitas aparentemente inocuas de los canarios a su casa? La única certeza que tenemos, junto a la protagonista, es que a partir de ese día el visitante, antes trivial y luego hostil, parece estar o actuar como ciego. Empero, en el último trayecto de la analepsis, Antonio dice a su esposa que esta discapacidad no es real: “—Ruperto se ha vuelto loco. Cree que está ciego, pero ve como cualquiera de nosotros” (318); es decir, el responsable de la ceguera intenta, motivado por la culpa, manipular la percepción de su pareja, a pesar de lo que ella puede atestiguar. El nuevo estado del amigo, al contrario de lo que pudiera pensarse, no reanima la cercanía del matrimonio; en cambio, se vuelve condición imprescindible para sostener la relación de poder que se lee como amor: “Como la luz se había alejado de los ojos de Ruperto, el amor se alejó de nuestra casa. Se hubiera dicho que aquellas miradas eran indispensables para nuestro amor. Las reuniones en el patio carecían de animación” (318). Se dice, además, que el visitante solía emborracharse sin medida, lo cual refuerza su supuesta inestabilidad.

Con la pareja distanciada y el amigo invidente llegamos, por fin, al truco pospuesto de Antonio, a la resolución que propone Ocampo para este relato. En la penumbra del cuarto, con hedor a gallina y alpiste regado por doquier, la protagonista comprende que está a punto de disipar sus sospechas. El amaestrador silba varias veces, con diferentes tonos. Los pájaros, entonces, responden a su condicionamiento y remojan pequeñas picas en la sustancia que —ahora lo tenemos claro— es curare:

Chusco, Albahaca y Serranito volaron al recipiente que contenía pequeñas flechas con espinas. Llevando las flechas volaban afanosos a otros recipientes que contenían un líquido oscuro donde humedecían la punta diminuta de las flechas. Parecían pajaritos de juguete, palilleros baratos, adornos de sombrero de una tatarabuela. (308)

Cabe observar que los canarios, en este punto, se describen como inofensivos, como aves de ornato. La protagonista se sobresalta ante la siguiente declaración de Antonio: “—He conseguido conservar los ojos abiertos cuando duermo […]; es una de las pruebas más difíciles que he logrado en mi vida” (308). El paralelismo, entonces, le resulta extraño, fuera de lugar, y le provoca perplejidad: “¿qué relación podía haber entre sus ojos abiertos durante el suelo y las órdenes que impartía a los canarios?”, medita, “No era de extrañar que Antonio me dejara de algún modo perpleja” (309). El pasmo crece cuando Antonio desnuda su torso y ella se estremece, se ruboriza, se asombra ante el cuerpo sudado que conoce, pero que ahora mira desde otra óptica. El hombre pronuncia una palabra indescifrable, una especie de contraseña o clave, y los canarios comienzan la función. Los pájaros clavan pequeñas cargas de veneno en sus brazos, en su cuello. En el último segmento del relato, que cito en extenso, la mujer entiende que la proeza es una expiación, una enmienda o liberación de culpa, pero ella trata de impedirla:

…advertí que los canarios estaban a punto de picotear sus ojos. Le tapé la cara con mi cara y con mi cabellera […]. Ordené a Ruperto que cerrara la puerta y las ventanas para que el cuarto quedara en completa oscuridad, esperando que los canarios se durmieran. Me dolían las piernas. ¿El tiempo que habré quedado en esa postura? No lo sé. Lentamente comprendí la confesión de Antonio. Fue una confesión que me unió a él con frenesí, con el frenesí de la desdicha. Comprendí el dolor que él habría soportado para sacrificar y estar dispuesto a sacrificar tan ingeniosamente, con esa dosis tan infinitesimal de curare y con esos monstruos alados que obedecían sus caprichosas órdenes como enfermeros, los ojos de Ruperto, su amigo, y los de él, para que no pudieran mirarme, pobrecitos, nunca más. (319)

Los que antes se describen como “pajaritos de juguete”, ahora se nombran como “monstruos alados” y se comparan con “enfermeros”. Esta antítesis no es casual: la narradora advierte el peligro, mas no alcanza a comprender la violencia detrás de esta aparente redención. En voz de la protagonista, Ocampo representa la ingenuidad de la mujer que entiende el crimen de su marido como un sacrificio, como un acto de amor; pero en realidad, se trata de otro revés de su control: por un lado, para no perder a su camarada, y por otro, para no quedar en desventaja con respecto a su mujer como objeto de deseo, pues la inducida ceguera de Ruperto frena la cercanía de la pareja. Este cuento puede ser visto a través de una lente velada o refractada de la fórmula machista de si no eres mía, no serás de nadie más, pero también desde una versión del pacto o alianza del patriarcado que lleva al hombre a mantenerse cerca de su presunto enemigo.

Por los elementos anteriormente enlistados e ilustrados, considero que este relato se puede tratar, antes bien, como ejemplo de lo prodigioso, que funciona bajo la premisa de “rondar lo sobrenatural sin apenas alejarse” y, de este modo, como una “manera de insinuar, de prevenir, de anticipar, de cumplir con su función retórica de anunciar y adornar” (Morales, 245-246). No hay, en efecto, ni en el adiestramiento de canarios, ni en el envenenamiento con curare, ni en la posible identidad indígena de Antonio, ni siquiera en la animadversión de Cleóbula por los canarios malignos algo que, al decir de David Roas, “[destruya] nuestra comprensión de lo real y nos [instale] en la inestabilidad, y por ello, en la absoluta inquietud” (14). En el mismo tenor, como subraya Biancotto, “La exigencia de que el relato no sufra ninguna parte injustificada, que para Borges caracterizaría al género fantástico, se cumple, si bien un poco más que en otros relatos de la autora, con bastante dificultad” (s/p). Pero el cuento está revestido de una capa, de una serie de accesorios —la transgresión del espacio prohibido, el retardo de la incógnita, el juego de visiones oblicuas, la sugerencia de una identidad otra o de un conocimiento mágico, la ingenuidad narrativa y su consecuente lectura suspicaz, entre otras— que convocan a una lectura que enrarece la realidad. Tal como sostiene Sylvia Molloy en su ensayo sobre algunos de sus relatos,

Esas cosas, se dirá el lector, no pasan. Ocurrirán excepcionalmente en la vida; no ocurren —al decirse esto el lector piensa que no deberían ocurrir— en la literatura. Pero Silvina Ocampo en sus relatos sacude esa superstición: lo que esperaríamos leer se da junto a lo que no esperaríamos leer. Aceptaríamos la idea de una venganza amorosa; nos cuesta aceptar, lectores minados por la exigencia de verosimilitud del siglo diecinueve, que los factores de esa venganza sean canarios cargados con flechas venenosas. (244)

Conviene repetir la salvedad, la excepción: lo que podría clasificarse como predominantemente fantástico es el efecto del vudú, si se apelara a un paradigma que admitiera la efectividad de otros encuadres ajenos a los de la ciencia (¿es admisible el entrenamiento de pájaros para que hagan cualquier cantidad de acrobacias, pero no el animismo representado por el muñeco?). ¿Motivó ello su adhesión a la multi-mencionada antología? O bien, ¿fueron las diversas pistas de lo fantástico las que lo colocaron en el libro? Al cabo que otro cuento hermano de “La expiación”, titulado “La hija del toro”, incluido también en Las invitadas (1961), está más centrado en la aplicación del vudú. ¹⁴

La adhesión del cuento al género fantástico es tan sinuosa como la participación ¿activa o pasiva? de su autora en la conformación de la ALF1 y la ALF2. Como refrenda casi toda la crítica académica, es difícil reducir la singularidad de los relatos de Silvina a modelos narrativos establecidos, pues generalmente los desbordan y complican su adscripción al fantástico rioplatense ordinario (Izaguirre, 2017: 55). ¹⁵ “Creo que era una perversa polimorfa”, confiesa Edgardo Cozarinsky a Mariana Enriquez (111), quien a su vez está de acuerdo en que su obra es “anómala, inclasificable, imposible de ubicar” (Enriquez, 2018: 43). Por su parte, Raquel Mosqueda Rivera advierte un carácter pervertido en la obra de Ocampo, pues dice que busca “turbar el orden o el estado de las cosas” (2013: 77). A modo de cierre para esta aproximación de lectura, quisiera proponer el carácter prodigioso del cuento y su investidura fantástica como una variación más de dicha turbación emprendida a lo largo de su obra. ¿Es demasiado atrevimiento, además, encontrar analogías entre la relación de Antonio con Ruperto y la de Bioy Casares con Borges? ¿Y entre la progresiva ceguera del autor de El Aleph, quien perdió definitivamente la vista a mediados de los cincuenta, y el extraño visitante del matrimonio conformado por la narradora y el amaestrador? Tal vez sí. De lo que sí tenemos seguridad es que sus ficciones “señalan de modo sumamente sutil las fisuras de lo cotidiano, pequeñas grietas por donde se cuelan la locura, la crueldad y el absurdo” (Mosqueda, 2021: 31). Por esas grietas, me parece, no sólo se filtran ciertas pautas del género, ni únicamente algunas reminiscencias autobiográficas de la escritora, sino también modalidades de la violencia patriarcal que no tenían un nombre en su época, pero que hoy miramos en retrospectiva como si, en calidad de vidente, hubiera prestado el lenguaje a formas de agresión que permanecían silenciadas, y que sus protagonistas observan tras un cristal ahumado y una voz enmascarada de ingenua.

Bibliografia

Notas