El artículo presenta resultados de la investigación “Infancia, educación y posacuerdos: una mirada a los casos de Nicaragua, El Salvador y Guatemala”, financiada por el Centro de Investigaciones de la Universidad Pedagógica Nacional (CIUP), durante la vigencia 2017. Se parte de asumir como perspectiva teórico-conceptual la infancia en tanto noción histórica, cultural y social, y los niños como actores y como generación, al tiempo que se muestra la necesidad de conjugar estas dos formas de enunciación para complejizar los análisis acerca del papel de la infancia y los niños en el marco de las guerras civiles y los movimientos revolucionarios en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, en los años ochenta. Con base en este recorrido, se cuestiona la ausencia de estudios sobre la situación de la infancia en las confrontaciones armadas y de compromisos estatales en lo relacionado con la justicia y la reparación de los niños y las niñas en atención a las particulares formas de afectación de esta población en los contextos investigados.
Palabras clave: Infancia, Niños, Conflicto armado, Justicia, Reparación, Subjetividad.
The article presents results of the research “Childhood, education and post-agreements: a look at the cases of Nicaragua, El Salvador and Guatemala”, financed by the Research Center of the National Pedagogical University (CIUP), during the 2017 term. The starting point is to assume, as theoretical and conceptual perspective, childhood as a historical, cultural and social notion, and children as actors and as a generation, while at the same time it shows the need to combine these two forms of enunciation to make the analysis of the role of both, childhood and children in the context of civil wars and revolutionary movements in Nicaragua, El Salvador and Guatemala in the eighties. Based on this route, the absence of studies about children in armed confrontations and state commitments in relation to justice and reparation of children, in attention to the forms of involvement of this population in the contexts investigated is questioned.
Keywords: Childhood, Children, Armed Conflict, Justice, Reparation, Subjectivity.
En la investigación “Infancia, educación y posacuerdos: una mirada a los casos de Nicaragua, El Salvador y Guatemala”, la perspectiva teórico-conceptual se corresponde con la diferenciación de la infancia y los niños, en tanto son nociones que tienen relación, pero no son la misma cosa. En este sentido, se parte de reconocer que aludir a la infancia es referirse a “una condición social delimitada por una construcción cultural e histórica diferenciada y caracterizada por relaciones de poder”; mientras que referirse a los niños y las niñas implica reconocer al “grupo de personas o sujetos sociales que se desenvuelven en dicho espacio social”. De ahí que sea posible, también, diferenciar la categoría niñez para referirse al “grupo social que conforman las niñas y los niños” (Pavez, 2012: 83).
De acuerdo con lo anterior, preguntarse por los discursos acerca de la infancia y los niños da cuenta de la intención de rastrear lo que se dice sobre la condición genérica de ese constructo social e histórico denominado infancia y adjetivado por lo infantil, así como por lo que se dice sobre los sujetos —niños y niñas— específicos. Se trata, entonces de un análisis en el que se reconoce la complementariedad de los diferentes enfoques teóricos de abordaje de la infancia, en tanto posibilitan conjugar aspectos estructurales de la sociedad, aspectos culturales, signados por las prácticas y la vida cotidiana en contextos situados y aspectos propios de los modos de relación entre adultos y niños (Gaitán, 2006, citado por Pavez, 2012).
De manera más precisa, se conjuga el enfoque estructural que permite asumir la infancia como una categoría que “existe permanentemente en la sociedad, aunque sus miembros se renueven constantemente” por la “ubicación etaria” que los categoriza como “menores de edad” (Gaitán, 2006: 92); el enfoque constructivista, que posibilita considerar la infancia como una producción sociocultural e histórica configurada por “prácticas, valores e ideologías vigentes para la niñez en cada territorio” (99) y el enfoque relacional, que coadyuva a considerar la acción y la estructura como instituyentes mutuos en la constitución de lo infantil, por lo que es necesario reconocer la capacidad de agencia de los niños. Este último enfoque permite reconocer la infancia como una “generación” con un “estatus y una posición de poder determinada”, en estrecha relación y tensión con la sociedad adulta, en la dimensión individual (microsocial) y la social (macrosocial), en articulación a aspectos de clase y género (Gaitán, 2006, citado por Pavez, 2012: 95-97). Estos enfoques, en conjunto, permiten dilucidar las formas como la infancia y los niños han sido pensados, nombrados y representados en contextos dados, al tiempo que ha mutado la experiencia infantil, produciendo múltiples modos de infancia y de filiación entre las generaciones en cada ciclo histórico (Carli, 2011). Una comprensión que permite problematizar las lógicas establecidas desde referentes universales e internacionales, especialmente, cuando se trata de analizar las realidades de sujetos instalados en las sociedades latinoamericanas, donde los procesos históricos y políticos han estado marcados por la desigualdad social, heredera de la colonización y de la idea de subordinación de los no civilizados y donde el papel activo de los niños ha entrado a contradecir las lógicas de la heteronomía del adulto, la debilidad, la ternura y el papel de las instituciones encargadas de su cuidado, tal como ocurre en las guerras civiles.
En este marco de comprensión, los análisis presentados a continuación acerca del papel de la infancia y los niños en las guerras civiles en Nicaragua, El Salvador y Guatemala en los años ochenta, se inscriben en una metodología centrada en el enfoque cualitativo-interpretativo de investigación, en el que se optó por la modalidad documental, asumiendo como fuentes los acuerdos de paz suscritos en los países de estudio, los informes de las comisiones de verdad producidos como parte de estos posacuerdos de paz y crónicas sobre los conflictos armados y los procesos de paz centroamericanos, publicadas en prensa o en el marco de investigaciones académicas.
En términos generales, como se ha venido esbozando, la investigación acoge la perspectiva de análisis social y cultural, en el campo de la educación, retomando aportes de la sociología y la historia cultural. En tal sentido, el objeto de investigación se delimita y se analiza, en atención a su historicidad y, por ende, en reconocimiento de matrices sociales y culturales que exigen a los investigadores interrogar las propias “estructuras de pensamiento” (Herrera, 2005: 213), relacionadas con los niños y lo que delimita la infancia.
De acuerdo con lo señalado, el análisis presentado a continuación, es el resultado de la comprensión de la infancia y los niños en el marco de las guerras civiles en tres países de Centroamérica, como despliegues de matrices socioculturales en el tiempo y, por ende, como nociones producidas por modos de pensar, nombrar y actuar en relación con los niños, así como por los modos en que los sujetos niños se reconocieron y se narraron en determinados contextos sociales, culturales e históricos.
Los conflictos armados en Nicaragua, El Salvador y Guatemala tienen en común una larga historia de guerras civiles y movimientos revolucionarios en diferentes momentos del siglo XX: en los años treinta, bajo la dirección de los nuevos partidos comunistas instalados en Centroamérica; en los años 60, con el influjo de la Revolución Cubana; y, en los años 80, como efecto de la idea de contención del comunismo y defensa de la paz asumida por los Estados Unidos, en el marco de la Guerra Fría, para fortalecer la respuesta militar en contra del gobierno de los Sandinistas en Nicaragua (1979) y de las organizaciones que estaban encarando la lucha armada en nombre del cambio social en El Salvador (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, FMLN, 1980) y en Guatemala (Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca, URNG, 1982) (Romero, 2010). En este marco se refirmó la intervención de los Estados Unidos en materia de seguridad, afianzando el deterioro de las relaciones entre los países centroamericanos y las problemáticas de cada país, por cuenta del agravamiento de las desigualdades socioeconómicas, de las restricciones democráticas y del dominio empresarial y político de Norteamérica. La intensidad y la complejidad de las guerras civiles en Nicaragua (1960-1990), El Salvador (1981-1992) y Guatemala (1960-1996), fue matizada también por las matrices socioculturales, haciendo del componente étnico una variable con efectos en las valoraciones de la infancia en el marco del conflicto y, por ende, en los modos de participación, de reconocimiento y de uso de los niños como objetos de guerra, como se aprecia a continuación.
En el caso de Nicaragua, los niños fueron actores importantes del sandinismo como concreción de la consigna “todas las armas al pueblo”, en la que se resumía la teoría militar y la “concepción de la defensa del país” (Semana, 26 de septiembre de 1983), pues, la salvaguardia de la soberanía nacional no estaba en manos de un ejército profesional, sino en manos de la población. De ahí la importancia del armamento popular, incluidos los niños, como se aprecia en las palabras del subcomandante Roberto Sánchez: “Para nosotros las armas obedecen a un concepto defensivo y no represivo. Por eso, tras una cuidadosa labor de educación y entrenamiento, se las hemos ido entregando todas al pueblo. Sin forzar a nadie, sin romper las familias, sin interrumpir la producción, sin dejar muchachos sin estudiar” (Semana, 26 de septiembre de 1983). Así, armarse como pueblo, en la perspectiva de los adultos, fue una forma de trabajar en pro de la paz para las nuevas generaciones y, en particular, una forma de lucha por los hijos: “Hace ya tantos años que estamos luchando, antes y después del triunfo, contra los somocistas y los norteamericanos, que ya ni nos acordamos cómo es la paz. Nosotros la paz ya no nos tocó verla, pero la vamos a conseguir para nuestros hijos” (Semana, 26 de septiembre de 1983).
En ese mismo sentido, implicar a los niños en la guerra se reconoció como una forma de permitirles defender la propia vida, como un derecho, tal como puede leerse en las palabras de un militante: “Le preguntamos qué opinaba de meter en la guerra a los niños, y el muchacho contestó: ‘¿Quién tiene corazón para negarles el derecho a defenderse? Nosotros no los metimos en la guerra, los metió la contrarrevolución, y el imperialismo. Estos niños a veces pasan meses enteros durmiendo en los refugios antiaéreos para protegerse de morteros que desde el otro lado de la frontera están permanentemente disparando contra la población civil. Mirá, aquí, ni los niños, ni nosotros, ni los ancianos, ni nadie de toda esta gente que se ve armada, se arma para hacer guerra. Sólo lo hacemos porque es la única manera que tenemos de proteger nuestras vidas’…” (Semana, 26 de septiembre de 1983).
Los niños fueron combatientes también en la Contra, aun cuando los mecanismos de reclutamiento y las formas de participación se dieron de manera forzada. Un reclutamiento que no fue azaroso, pues, reclutar un niño sandinista significaba no solo ganarse un soldado y quitarle un hombre del mañana al enemigo, sino deshacer los vínculos filiales y, entonces, incidir en el sostenimiento de las comunidades. En el siguiente relato se dan luces sobre lo que acontecía con estos niños y con las dificultades para rehacer sus vidas:
El jeep en que viajamos se detiene para recoger dos de ellos: un muchacho moreno y un niño más pequeño que el fusil que carga. Parece tener nueve años, pero en realidad tiene 12. Como no contesta sino monosílabos, su compañero habla por él: “es nuestra mascota. Estaba con la Contra ¿sabés? Se lo habían llevado secuestrado cuando atacaron su pueblo. Lo entrenaron en Honduras y lo trajeron con ellos en una emboscada que hicieron hace unos meses un trecho más adelante por esta misma carretera. Esa vez los sacamos corriendo en dos horas, pero el chaval se quedó atrás, rezagado. Tratamos de acercárnosle, pero disparaba como una fiera, y nos mantenía a distancia. Estuvimos allí el resto de la mañana, esperando que se le acabara la munición. Entonces nos le acercamos y él nos atacó a mordiscos y patadas. ¡Es bravo! Nos tomó días hacernos amigos, convencerlo de que peleara de nuestro lado. Ahora va a la escuela, y unas horas al día nos ayuda, cuidando ganado y otras tareas de vigilancia así, que hay que hacerlas armado, porque los guardias de la Contra entran y se llevan lo que pueden…” (Semana, 26 de septiembre de 1983).
Dada la práctica sistemática de reclutamiento de niños por parte de los Contras, los sandinistas hicieron del “rescate de niños” una tarea más de los comités de defensa civil (Semana, 26 de septiembre de 1983). Se crearon también las Aldeas de niños donde se concentraban los milicianos pequeños para ser instruidos militarmente y educados de acuerdo al ideario del Hombre Nuevo con el que se aspiraba a formar hombres “patriotas, revolucionarios, solidarios y comprometidos con los intereses de los obreros y campesinos, antiimperialistas, internacionalistas, promotores de la unidad de la nación, el progreso social, la justicia, la libertad, la distensión y la paz en la región, responsables, disciplinados, creativos, cooperadores, trabajadores y eficientes, de elevados principios morales, cívicos y espirituales y, en suma, dotados de cualidades de abnegación para defender la patria y la Revolución” (Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, 1983).
Esta apuesta educativa, centrada en la integración a la revolución sandinista, afianzó los preceptos cristianos, el ideal guevarista (del hombre nuevo) y los patrones de una sociedad de hombres para hombres, machista, patriarcal y, entonces, adultocéntrica; un ideario del que se cuestiona cómo los “atributos de lo nuevo se parecen mucho a los de lo viejo” (Rodríguez, 1996) y en el que, podría decirse, no tuvo cabida la delimitación de un lugar particular para la infancia y en general para las nuevas generaciones.
A esta suerte de invisibilidad de la infancia y los niños, López-Blanch (2010) aporta una lectura desde la particularidad de la vida de los sujetos. En sus palabras, mientras fue corresponsal en Nicaragua lo impactó ver niños con fusiles: “les decían las mascotas, porque entraban muchas veces en los batallones buscando comida o porque la Contra se había llevado a los padres, los habían matado, o no tenían cómo sobrevivir”. Niños y niñas que tenían en común “el hambre que los acompañaba desde sus primeros días de vida y que los fusiles AK que empuñaron en decenas de combates eran más altos que ellos”, “pues apenas sobrepasaban los diez años, en tanto habían nacido” “antes y durante la lucha que desembocó en el triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en 1979” (Resumen Latinoamericano, s.f.). Estos niños compartían, también, la historia del asesinato de familiares por la Guardia Nacional del dictador Anastasio Somoza o por los contras. Por estas particularidades, López- Blanch concluye que lo que llevó a los niños y niñas a ser fieles soldados del FSLN para conquistar la revolución y en la posterior defensa ante la Contra financiada por Estados Unidos, fue el hambre y la impunidad. No obstante, la participación y las secuelas están por documentarse de manera sistemática y por reconocerse en términos de justicia, reparación y verdad.
Adicional a la participación directa de los niños en la guerra en Nicaragua, se evidencia la problemática de las representaciones que de ellos se construyeron para movilizar la opinión pública, apelando a la imagen del niño héroe o el mártir. Un ejemplo paradigmático es la historia de Brenda Rocha, una niña sandinista de 15 años que, en 1983, perdió un brazo en un combate. Brenda declaró: “he perdido un brazo y estoy dispuesta a dar el otro por la revolución”, palabras que la convirtieron inmediatamente en un símbolo, su imagen se distribuyó y se creó el logotipo “la sonrisa de Nicaragua” (Sedky-Lavandero, 1999: 24). Después de 36 años, todavía se publican los testimonios de Brenda y se refresca lo que representó:
Tendida en el piso, antes de cerrar por completo los ojos, vio como los atacantes seguían disparando a sus compañeros heridos, los pateaban y otro de ellos, agarrándoles la cabeza, los degollaba uno a uno para rematarlos. Eran unos sesenta contrarrevolucionarios que intentaban tomar por asalto la represa El Salto, Bonanza, Región Autónoma de la Costa Caribe Norte, resguardada por nueve milicianos sandinistas, diría el diario Barricada el 27 de julio de 1982, tres días después del ataque. Brenda Rocha estaba herida, pero no sabía que eran 14 balas las que había recibido en el brazo derecho. Estaba desmenuzado por las balas. Permaneció en el suelo viendo en silencio la masacre y esperando su turno. Faltaban unos cuantos cuerpos cuando cerró los ojos y contuvo la respiración. En un último intento por salvarse se hizo la muerta […] En un país agitado aún por el triunfo de la revolución sandinista que derrocó la dictadura de los Somoza, atravesando un convulso proceso de reconstrucción nacional dirigido por una Junta de Gobierno que implementaba medidas extremas para combatir los ataques políticos y militares de Estados Unidos, bajo la administración del presidente Ronald Reagan, y con una creciente generación de jóvenes empapados con el espíritu heroico del pasado reciente, la historia de la adolescente que sobrevivió a un violento ataque de un grupo contrarrevolucionario fue gasolina para agitar la llama del proyecto revolucionario (Mendoza, 2017).
En clave generacional, es necesario decir que en los años ochenta, cuando los sandinistas tomaron el poder, la infancia fue objeto de un intenso proceso de socialización política que pasó por diferentes estrategias de formación, dejando huellas no solo en los combatientes, sino en toda una generación, ratificando cómo los modos de hacerse niño y niña en el ciclo histórico de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, estuvieron atravesados por los efectos del conflicto armado. Una idea que, en todo caso, aplicaría para aquellos que devinieron niños y jóvenes durante las tres décadas de la guerra civil en Nicaragua, entre 1960-1990, y que deja abierta la pregunta por si en un conflicto tan largo y fiero habrá algún sujeto que en su infancia no pueda considerarse víctima. Al respecto, Ulloa (2017), contribuye a situar las líneas de problematización generacional al mostrar que los procesos educativos escolares de primaria y secundaria se concentraron en el reconocimiento de la realidad nacional, desde una perspectiva que afianzaba la lucha de clases de la revolución sandinista. En un ejercicio de memoria de su propia infancia y la de algunos coetáneos, Ulloa menciona la frase “el alumno se hace guerrillero contra el tirano o contra la ignorancia” (MED, 1980: 81, citado por Ulloa, 2017: 5), para anclar el recuerdo común sobre la forma como los niños educados durante la revolución sandinista aprendieron a sumar: “2 fusiles + 2 fusiles = 4 fusiles. No hubo quien no lo mencionara. No sé por qué fueron mencionados más los fusiles que las granadas, quizás, porque ya los habíamos visto en casa” (5).
La analista, menciona también el recuerdo común de la generación de los años ochenta sobre “los carlitos”, el libro de texto oficial, llamado así en referencia a Carlos Fonseca Amador, fundador y principal ideólogo del Frente Sandinista y mártir de la Revolución: “un lugar de memoria por excelencia para los de mi generación al remitirnos a nuestra escuela primaria” (5). En este libro se lee una sucinta definición de los niños sandinistas: “Toño, Delia, y Rodolfo pertenecen a la Asociación de Niños Sandinistas (ANS). Los niños sandinistas usan pañuelo, participan en las tareas de la Revolución y son muy estudiosos” (Ministerio de Educación, 1984, citado por Ulloa, 2017: 6). Con menos recurrencia, pero ratificando los modos como la socialización política marcó las trayectorias biográficas de la infancia, Ulloa (2017) recuerda también el papel de los poemas1 y las canciones alusivas a la “lucha contra la dictadura somocista y al proceso de construcción de la Nueva Nicaragua”, en los procesos educativos. Un recuerdo de infancia que restituye la “sensación” de disfrute que generaba cantar el himno del Ejército Popular Sandinista, pero que a la distancia deja abierta una reflexión sobre lo rememorado: “ya de adulta, me golpea la mente el pensar que fuera una práctica cotidiana en los colegios el cantar el himno del Ejército” (6).
En Nicaragua, después de 27 años de pactado el fin de la guerra, es evidente que la infancia no tuvo lugar en los acuerdos de Esquipulas2, ni en los pactos de desmovilización de la Contra. Así, los niños y las niñas que tuvieron participación directa en la confrontación armada fueron invisibilizados en las negociaciones y lo mismo puede decirse del reconocimiento de las nuevas generaciones que sobrellevaron desde diferentes aristas la guerra civil. Para algunos, la centralidad del conflicto armado y la urgencia de acallar los fusiles concentró las iniciativas en el desarme y el discurso de la paz, desconociendo las implicaciones para los niños, las niñas y los jóvenes, a pesar del conocimiento de su situación (Bataillon, 2013). A eso se suma el hecho de tener un posacuerdo sin una comisión de la verdad, o en términos más amplios, sin un proceso de justicia transicional que posibilitara estimar las afectaciones, conocer la verdad, reparar a las víctimas y hacer memoria como una forma de recomponer el tejido social y el pacto para la no repetición.
2 Frente a los conflictos armados de los países centroamericanos, en los años ochenta, los esfuerzos de los presidentes de la región, con un importante apoyo internacional, permitieron la concreción de dos acuerdos de paz —marco— para Centroamérica, conocidos como los acuerdos de Esquipulas.
La infancia y los niños en El Salvador
En el caso de El Salvador, en lo que se refiere a los niños combatientes, hay evidencia de que tanto el ejército como la guerrilla los reclutaron. Se conoce que la Fuerza Armada de El Salvador (FAES) y el Frente Farabundo Martí para la liberación Nacional (FMLN) reclutaron niños desde los 12 años dejando profundas heridas que se relacionan, en la actualidad, con el fenómeno de los pandilleros salvadoreños que llegaron a los Estados Unidos. El reclutamiento podía tocar a cualquiera con capacidad para usar un arma, por lo que se daba en cualquier escenario, en las instituciones escolares, en los parques, en la calle y en el campo. De ahí que los analistas estimen que más de la mitad de los reclutamientos fueran por la fuerza y que los reclutas en su mayoría no superara los 18 años.
En el caso de la guerrilla, el reclutamiento se dio especialmente en las zonas rurales, donde estos grupos se sirvieron de las campañas de alfabetización para campesinos, pues asistían las familias completas y allí se alistaban nuevos guerrilleros que posteriormente iban a las escuelas militares a las que llegaban niños y niñas de 12 y 13 años. Sin embargo, también se dio la vinculación como forma de sobrevivencia ante el arrasamiento de las comunidades. Héctor, por ejemplo, narra que ingresó a la guerrilla a los diez años, cuando el ejército acabó con su familia y su casa: “porque hicieron un desmadre, en ese tiempo sólo estaba yo, mi hermano y mi hermana en la casa, mis papás andaban por el mercado o estaban trabajando. Puta […] venían matando todos los de allí [la comunidad donde vivía], loco, pero dando corte parejo, todas las casas corte parejo. El dicho era muerto el perro se acabó la rabia” (Zúñiga, 2010: 69).
Héctor, fue elegido para infiltrar el ejército, al considerar que por ser un niño que había perdido sus parientes y su casa, era de absoluta confianza para la guerrilla. El niño asumió la misión, pero fue descubierto, torturado y sentenciado a muerte. Pudo escaparse y se dirigió a la frontera con Guatemala y pidió asilo en la embajada de los Estados Unidos, país hacia donde partió. Allí se vinculó a la Mara Salvatrucha. El relato de Héctor es el reflejo de la vida de muchos de esos niños de la generación de la guerra de los ochenta, quienes intentando huir de un conflicto entraron en otro, en el que persiste la consigna: “si vamos a morir, vámonos a morir peleando” (Zúñiga, 2010: 80).
Otras de las formas sistemáticas de uso de los niños en la guerra en El Salvador fueron el secuestro y el exterminio. El secuestro hizo parte de las operaciones militares, pues se estilaba raptar en helicópteros a los niños pequeños después de las confrontaciones armadas. La primera noticia de este delito se tuvo durante las investigaciones que adelantaba la Comisión de la Verdad sobre las violaciones de los derechos humanos cometidos en El Salvador, pues tres campesinas de una pequeña aldea del departamento de Chalatenango, denunciaron que sus hijos habían sido robados en un operativo militar. Sin embargo, cuando el informe de la Comisión de la Verdad se hizo público en 1993, no se mencionó el caso de niños secuestrados durante la guerra. El jesuita vasco Jon Cortina, ese mismo año, ya estaba al tanto de que 50 niños habían sido trasladados desde el campo de batalla hasta los cuarteles. Ese, era uno de los métodos usados por el Ejército para obligar a la gente a abandonar las zonas de guerra. En abril de 1993, el jesuita puso los primeros casos en el Juzgado de Primera Instancia de Chalatenango, pero “la Administración no quería hacer caso de un problema que era demasiado feo”. Para el año 2000, intentó que el Parlamento aprobara una Comisión Nacional de Búsqueda, pero los contradictores argumentaron la necesidad de olvidar, así como el peligro de “hurgar en heridas cerradas en falso” (El País, 9 de enero del 2000).
El trato inhumano y criminal hacia los niños iba desde el secuestro, hasta el cambio de identidad, el reclutamiento y su venta, pues eran transportados a los cuarteles de las Fuerzas Armadas y allí, “algunos eran regalados por los militares a la gente de los pueblos cercanos que los solicitaba”, otros fueron regalados a los soldados y algunos adoptados por los militares, por lo que fue común la alteración de la identidad; en otros casos la “actuación se hizo más sofisticada; se crearon redes de secuestro y venta en adopción, en connivencia con algunos abogados salvadoreños que preparaban adopciones fraudulentas”, para lo que “era frecuente declarar a los niños en estado de abandono total, tanto material como moral, con lo que se facilitaba su venta”. Los niños que fueron dejados en orfanatos sufrieron maltrato psicológico con ideas en contra de sus familias, pues, se les reiteró que habían sido abandonados por sus padres porque preferían la lucha al lado de la guerrilla que el cuidado de sus propios hijos y se les inculcó la idea de “que estaban vivos gracias a la generosidad de las Fuerzas Armadas”. En los casos de niños adoptados por militares, ya adultos se incorporaron al Batallón Atlactl, “el más sanguinario de los que actuaron durante la guerra” (El País, 9 de enero del 2000).
A pesar de la gravedad de los hechos, no hubo respaldo estatal y ni siquiera los padres de esos niños creían en la posibilidad del reencuentro. Sin embargo, la situación cambió a finales de 1993, cuando encontraron en el orfanato de Santa Tecla, en la capital, a cinco niños y niñas reportados como desaparecidos. Con este avance, aumentaron las solicitudes de búsqueda, pero “oficialmente nadie se daba por enterado”. En 1994, Cortina fundó la Asociación Pro-Búsqueda de niñas y niños desaparecidos como consecuencia del conflicto armado de El Salvador. Para el año 2005, la Asociación había recibido 721 denuncias de desaparición forzada, casos ocurridos durante el conflicto armado de 1980 a 1992; 246 casos se resolvieron por la organización, identificando entre ellos, 126 niños que fueron dados en adopción en el extranjero, 40 apropiados por militares, 14 recluidos en hogares infantiles y aproximadamente 12 asesinados. En el 2005 la Corte Interamericana de Derechos Humanos notificó la sentencia contra el Estado salvadoreño por el caso de dos niñas desaparecidas durante el conflicto interno en uno de los operativos militares de mayor envergadura llevado a cabo por el Ejército en la guerra civil. Sin embargo, para los analistas y activistas no se ha hecho justicia, porque el Estado salvadoreño no ha asumido la reparación integral por las violaciones de derechos humanos de niños y niñas, en casos que no fueron aislados, sino que constituyeron un patrón para amedrentar a las familias en las zonas de mayor concentración guerrillera.
En lo que respecta al exterminio de los niños en el informe de la Comisión de la Verdad: De la locura a la esperanza: la guerra de los doce años en El Salvador (1993), se refieren los asesinatos de niños como parte de las masacres de población civil, especialmente, de campesinos a manos de la Fuerza Armada del Salvador, aunque no se les da un tratamiento específico. Del análisis de las masacres y de los testimonios de ejecuciones masivas acaecidas entre 1980- 1982, en el curso de algunas operaciones antiguerrilleras realizadas por la Fuerza Armada, la Comisión concluye: “ejecutaron a campesinos, hombres, mujeres y niños, que no habían opuesto ninguna resistencia, simplemente por considerarlos colaboradores de los guerrilleros”. El número de ejecuciones y de denuncias, “es tan elevado y está tan fundamentado” que se descarta que se haya tratado de incidentes aislados o de exceso de los soldados o sus jefes inmediatos. En esta lógica, todo comprueba que se trató de “un patrón de conducta, de una estrategia deliberada de eliminar o aterrorizar a la población campesina de las zonas de actividad de los guerrilleros”, que no correspondió a los mandos locales, sino también a los mandos superiores (Comisión de la Verdad para El Salvador, 1993: 133).
En este tratamiento genérico, se menciona que la gravedad de los hechos es mayor porque a pesar de las denunciadas “no hay evidencias de que se haya hecho ningún esfuerzo por investigarlas”, y “de no ser por los esqueletos infantiles de El Mozote, aún hoy dudarían algunos de su existencia”. Los “pequeños esqueletos” son asumidos como “prueba no sólo de la existencia de la fría masacre de El Mozote, sino también de la corresponsabilidad de los mandos superiores, pues demuestran que la evidencia de los cadáveres insepultos estuvo mucho tiempo al alcance de cualquier investigación de los hechos” (Comisión de la Verdad para El Salvador, 1993: 133). En el informe forense se confirmó que, de las 143 víctimas, 131 eran menores de edad que tenían en promedio 6 años. A pesar del alto costo de vidas de niños y de la sevicia en las actuaciones, la referencia a la particularidad de las edades no pasa de ser reconocida como dato.
Finalmente, en el informe de la Comisión de la Verdad se presentan las recomendaciones sin que en ellas se refieran de manera diferencial los casos de los niños. Se trata de exhortaciones referidas al cumplimiento de los acuerdos pactados en el proceso de paz en general, destacando su incidencia en las reformas estructurales —centradas en el aparato militar— necesarias para la no repetición. Adicionalmente, se insiste en la necesidad de establecer los mecanismos de justicia y reparación, y las medidas tendientes a la reconciliación nacional, indicando la importancia de la “asimilación de cuanto ha ocurrido para desterrarlo de un porvenir signado por una nueva y solidaria relación de convivencia y tolerancia” (Comisión de la Verdad para El Salvador, 1993: 195).
La ausencia de compromisos con las nuevas generaciones y en general con lo social, después de 25 años de la firma del acuerdo, se atribuye a que los dirigentes del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) se concentraron “en el tema de las elecciones”, por lo que no fue posible un proceso de “posguerra” o “posacuerdo” en el que se priorizara la redefinición de políticas “para reconstruir un país devastado por el conflicto”, o en el que el Estado se ocupara sistemáticamente de una política de “salud mental, justicia y memoria” (El Espectador, 8 de junio de 2016)
En el caso de Guatemala, de acuerdo con el informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, Memorias del silencio (1999), las dinámicas impuestas por la Doctrina de Seguridad Nacional condujeron a una militarización del Estado y de la sociedad y a la implementación de la lógica del enemigo interno, bajo la cual los distintos bandos de la confrontación armada justificaron el ataque a la población civil. Conforme al enfoque asumido en este documento, los niños son reconocidos como civiles indefensos, al igual que las mujeres y los ancianos, población hacia la cual, se reconoce, hubo una particular crueldad.
De este mismo informe es posible indicar algunas formas de afectación a los niños durante la Guerra Civil en Guatemala (1960-1996), leídas en clave de la violación de los derechos humanos (perspectiva desde la cual es elaborado el informe): el reclutamiento forzado, las masacres, los asesinatos particularmente crueles, la violencia sexual, el secuestro, la apropiación, la ruptura familiar y comunal, el desarraigo en sus múltiples formas, la tortura, la muerte por desplazamiento, entre otras. Todo lo anterior, sumado a las consecuencias derivadas al ataque en contra de la identidad y la integridad cultural de los pueblos indígenas.
Respecto de este último punto, se torna necesario mencionar la particularidad del componente étnico de la guerra en Guatemala, pues niños, adultos y personas mayores pudieron haber sido foco de la aplicación de estrategias para la desarticulación de las comunidades indígenas en tanto representan eslabones fundamentales en el tejido social en lo referente a la transmisión de los valores de los distintos grupos étnicos: los ancianos como portadores de saberes y valores ancestrales, las mujeres como transmisoras primarias y garantes de la perduración de los mismos y los niños como la población que recibe estos saberes y valores para su práctica en el futuro. En este sentido se entiende por qué, el lugar de los niños en los acuerdos de paz cobró visibilidad en el acuerdo relacionado con la identidad de los pueblos indígenas, uno de los puntos con mayor énfasis en las negociaciones al cual se articulan aspectos como el reasentamiento, la salud, la vivienda y la educación.
En lo que respecta a los modos de participación de los niños como combatientes, el reclutamiento forzado representó una estrategia sistemática de desarticulación de los niños y de los jóvenes de sus comunidades de origen. De acuerdo con las cifras, “es en el Ejército donde participó la mayor cantidad de jóvenes durante el enfrentamiento debido al reclutamiento forzoso, práctica sistemática de esta institución, con especial insistencia en las comunidades mayas”. En relación con este fenómeno, la Comisión explica algunos de sus impactos: “Además de alejarlos de su entorno social y familiar, el reclutamiento de menores significó para el Ejército, impedir su educación, imponerles obligaciones de adultos y, por otra parte, que se forjaran sus personalidades con una mentalidad castrense que repercutía en su desarrollo espiritual e intelectual. Los hizo acostumbrarse a la violencia, la cual reprodujeron al retornar a sus comunidades” (Comisión para el Esclarecimiento Histórico, 1999: párr. 4425). Vale la pena señalar que el reconocimiento de los niños combatientes, bien hubiesen sido incorporados en las filas de manera voluntaria o reclutados de manera forzada, implica que los niños víctimas de las confrontaciones armadas no fueron solamente civiles.
Además del Ejército, el reclutamiento forzado también se presentó por parte de las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC) —grupos paramilitares creados por el Gobierno para involucrar a la población civil a prestar un servicio militar, coordinado por el Ejército de Guatemala, con el supuesto de proteger a las comunidades de la insurgencia de las guerrillas—. Respecto a la existencia de niños guerrilleros se resalta que: “se implicaron en la lucha como una forma de salvaguardar sus vidas, luego de perder a sus familias en las masacres o durante la tierra arrasada. Sin embargo, vivir en la montaña significó adoptar a la guerrilla como su familia, con todos los riesgos que ello implicaba, y debieron someterse a los rigores militares que regían en los campamentos guerrilleros” (4428).
Las consecuencias y los efectos de la violencia contra la niñez fueron objeto de una lectura específica dentro del informe de la Comisión en la que se realza la ruptura del tejido social. Allí se mencionan algunas consecuencias del enfrentamiento armado para la niñez “resaltando los aspectos que se desprenden de haber sido testigos de hechos atroces que violentaron valores humanos elementales y de la orfandad que implicó la vulneración del tejido familiar”. En este sentido, algunas de las formas de analizar la situación de los niños y las niñas en el marco de los enfrentamientos armados en Guatemala señalan la alteración de las instituciones modernas que configuran, de modo dialógico, la infancia, la familia y la escuela: “La vulneración del espacio familiar, la agudización de la pobreza, la utilización de los edificios escolares como destacamentos del Ejército, la participación obligada de jóvenes en las PAC y el reclutamiento, tanto de las tropas regulares como de la guerrilla, cambiaron los esquemas sociales existentes en las comunidades antes del enfrentamiento, provocando que los niños se vieran forzados a adoptar nuevas formas de comportamiento para afrontar la vida” (Comisión para el Esclarecimiento Histórico, 1999: párr. 3894).
La destrucción de los núcleos primarios de socialización representa la pérdida de referentes identitarios y la desarticulación de proyectos de sociedad, la ruptura con valores culturales, en este caso de comunidades indígenas con una cosmovisión asociada a la agricultura y los proyectos políticos en los cuales redundan estas formas de habitar el mundo. Así mismo, en la desestructuración de los lazos familiares y comunitarios se sintetizan múltiples violaciones a los derechos humanos de los niños y de sus familias3: “muchas familias quedaron desintegradas por la muerte o la desaparición forzada de uno de sus miembros, o por haberse separado los parientes en la huida sin que lograran reencontrarse. Muchos niños quedaron a la deriva, tuvieron que huir solos a la montaña, esconderse durante días en ríos, quebradas o cuevas, o bien fingir que estaban muertos bajo los cadáveres de sus seres queridos para lograr sobrevivir” (Comisión para el Esclarecimiento Histórico, 1999: párr. 4417).
3 Entre estas, violaciones contra el derecho a la integridad personal, a la libertad individual, a la propia vida cultural y el derecho de los niños en conflictos armados.
Asociado a lo anterior, como ocurrió en El Salvador y en los conocidos casos de las dictaduras del Cono Sur con el robo de niños por parte de los militares, la Comisión para el Esclarecimiento Histórico documentó casos en los cuales la sustracción de los niños de sus núcleos familiares y el robo de identidades también ocurrió por la vía de la apropiación que en algunos casos implicó el trabajo esclavo e incluso la pérdida del nombre: “los niños sobrevivientes de masacres fueron llevados o entregados a los mismos victimarios. Fueron tomados por los militares, miembros de las PAC o comisionados militares y llevados a sus hogares, donde fueron sometidos a trabajos forzados. Además, se les obligó a adoptar los apellidos de aquéllos con quienes vivían, rompiendo con su identidad y sus lazos familiares” (Comisión para el Esclarecimiento Histórico, 1999: párr. 4419).
Los casos evidenciados son complejos y ratifican que “el conflicto armado fue especialmente violento para los niños”, no solo porque el “veinte por ciento de las víctimas de ejecuciones arbitrarias cometidas en contra de la población eran menores de edad […] por los múltiples casos de aberrante crueldad aplicada por soldados y patrulleros civiles sobre niños pequeños, a veces delante de sus padres”, sino también porque los niños fueron víctimas de desapariciones forzadas. Para unos analistas, los 36 años de guerra dejaron cinco mil niños desaparecidos, “la mayoría durante el periodo de 1979 a 1986”, mientras que para otros es una cifra difícil de calcular, porque “muchas víctimas reportaron a la Comisión a sus familiares adultos desaparecidos, pero no a sus niños, ‘por el temor a que se dijera que los habían abandonado’. La desaparición de niños produjo en los padres un sentimiento de culpa y vergüenza muy intenso y la creencia de que hubieran podido hacer más para evitar que se los llevaran. De allí su silencio” (Escalón, 2013).
En el informe del Plan de Operaciones Sofía, uno de los documentos que sustentó la acusación por genocidio, se reportan múltiples evidencias del manejo que se hacía de los niños, por ejemplo, se reporta por la cuarta patrulla de la segunda brigada de paracaidistas, en 1982, la siguiente información: “Contactos con el eno: durante el desarrollo de la operación se eliminó al siguiente personal: En 1655-1500, en una quebrada se encontraba escondida una mujer y al advertir presencia extraña el hombre punta hizo fuego, eliminándola a ella y dos chocolates, siendo recuperados de esos cinco, únicamente tres, que más tarde fueron evacuados por Águila”. Los chocolates hacían referencia a niños (Escalón, 2013).
En cuanto al destino de esos sujetos, la reconstrucción de las memorias evidencia los dramas que rodearon los secuestros y las afectaciones permanentes que acompañan a quienes fueron desprendidos de sus familias. Francisco, de seis años, fue llevado a un campo de concentración guatemalteco, junto a su hermana y su madre. El padre logró huir, pero fue abatido en las sierras del Ixcán. La familia fue llevada a una base militar, donde separaron a adultos y niños. “Francisco, con seis años, quedó a cargo de su hermana, de cuatro”. Había otros 15 o 30 niños, pero diariamente llegaban nuevos y evacuaban en carros o helicópteros a otros. Francisco recuerda el maltrato y la presión psicológica:
Decían que mi papá era guerrillero, que lo iban a perseguir y lo iban a traer atado, y si no ya muerto. A los guerrilleros no los querían ver vivos. Eso no se me quitaba de la mente. Me afectaba […] Cada día que amanecía, los militares nos interrogaban. Cómo me llamo yo, cómo se llama mi papá, cuál es el nombre guerrillero de mi papá. Me decían que tendría que salir a acompañar a los militares para mostrarles dónde vive mi papá, para matarlo a él. Porque por él me iban a matar a mí. Según ellos, por no decir la verdad, nos iba a echar a la pila. Pero yo no tenía la información que ellos querían”. Francisco recuerda algunas escenas de horror: “mataban gente en el lugar o traían personas ya torturadas. […] Y a veces, surgía la simpatía de los soldados, que para Francisco resultaba ser una amenaza más. “Nos decían ‘vas a ser mi hijo, te voy a llevar para mi casa’, y nos ponían un uniforme militar” […]. Finalmente, el párroco de Nebaj llevó a Francisco y su hermana a un orfanato de la Iglesia católica. Fue un periodo feliz para el niño. “Se preocuparon por nuestra salud, nos dieron ropa y educación. Nos dieron un lugar digno”. Cinco años estuvieron en el orfanato, hasta que reapareció su madre y se los llevó de vuelta a la aldea. Para Francisco, lejos de ser una alegría, el regreso de su madre fue un nuevo trauma. Significó abandonar su hogar, sus amigos, las monjas “a las que ya veía como mis mamás”, para acompañar a una mujer olvidada, una cuasi desconocida quien, además, no tenía los recursos para darle todo lo que le daban en el orfanato. “Fue un proceso largo. Sigo siendo afectado, siento yo” (Escalón, 2013).
Tal como se aprecia en el relato de Francisco, es claro que los pequeños eran usados como informantes sobre la guerrilla y las organizaciones campesinas, y además utilizados como señuelos para atraer a los padres que intentaban recuperar a los hijos. En el caso de los niños, como lo evidencia el entrevistado, retornar a la familia significó una nueva pérdida y en la adultez, el haber dado su testimonio para condenar al general Efraín Ríos Montt, por genocidio y delitos en contra de los derechos de la humanidad, lo hace sentir en riesgo permanente (Escalón, 2013). En las memorias de los sujetos que fueron separados de las familias se evidencian destinos diferentes, unos fueron asesinados, otros permanecieron con los patrulleros que los adoptaron, otros fueron institucionalizados en orfanatos, otros regalados a gente del pueblo para ser parte de la servidumbre o adoptados como hijos, vendidos o dados en adopción a extranjeros. Las razones de lo acontecido con los niños en Guatemala han sido analizadas desde dos perspectivas: para unos, es el reflejo de una práctica para infundir terror, aleccionar a los padres y sacar provecho económico con la venta de los niños; para otros, evidencia el sentido humano de los soldados que “no tuvieron el ánimo para matar a los niños, o no a todos los niños” (Escalón, 2013).
En relación con el plano educativo, “el enfrentamiento armado agudizó los problemas (…) existentes y creó otros nuevos” (Comisión para el Esclarecimiento Histórico, 1999: párr. 4423). Entre tales problemáticas se encuentra la deserción de los niños, ocasionada, a su vez, por factores como “el aumento de la pobreza debido a la tierra arrasada, la ocupación de los edificios escolares por el Ejército para instalar sus destacamentos, o la falta de maestros pues estos se ausentaron debido a la violencia” (párr. 4423). Así, tanto la deserción escolar temprana como la ausencia del núcleo familiar y comunitario constituyeron elementos determinantes en la apertura de un mercado laboral que dispuso de mano de obra remunerada en peores condiciones que las de los adultos (Comisión para el Esclarecimiento Histórico, 1999).
Por otra parte, la violencia sexual fue una práctica común hacia los niños y las niñas. En varias ocasiones estos casos produjeron la muerte de las víctimas o el embarazo de las niñas. En esta última situación, la Comisión señala que “las consecuencias también son para los hijos, producto de la violación, por la estigmatización que viven dentro de las comunidades” (párr. 4437), poniendo de presente los modos en que una situación de niños criando niños y sufriendo acompañados fue otro de los efectos de la guerra.
Con todo lo anterior, desde lo planteado en el informe Memorias del silencio, el enfrentamiento armado en Guatemala dejó lamentables huellas en el terreno psicosocial a los niños que lo vivieron. Desde el análisis producido por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, los niños se vieron abocados a abandonar escenarios que les son propios en tanto grupo etario diferenciado, como la familia, la escuela y el juego, para vivir como adultos en medio de actividades como la guerra y el trabajo (si bien este último se encuentra articulado a las prácticas culturales y a la situación de pobreza de la población).
Los discursos en relación con la infancia y los niños, en el marco de las guerras y los procesos de acuerdos y posacuerdos de paz en Centroamérica, así como las narrativas de los mismos sujetos, permiten identificar que en la década de los años ochenta, predominaron las enunciaciones desde la lógica de la participación directa en la guerra y los usos estratégicos de los niños en función de tramas culturales y sociales, profundamente ideologizadas, en coherencia con la historia política y los levantamientos revolucionarios de Nicaragua, El Salvador y Guatemala.
En clave social y cultural, las referencias a los niños y a la infancia permiten identificar una estrecha relación entre el reclutamiento y las figuras de los infantes como héroes o mártires, como focos de socialización política y como objetos de desaparición forzada y de formas particulares de asesinato para el exterminio físico, político y cultural del enemigo. De esta manera se identifican prácticas sociales y culturales sistemáticas, que ratifican el papel que se le ha dado a la infancia en las confrontaciones armadas, en tanto se reconocen los niños como sujetos, como posibilidad de continuidad o de ruptura de determinados proyectos sociales y políticos, configurándolos como actores fundamentales en el sostenimiento de los conflictos y las prácticas de la aniquilación física y simbólica de los enemigos, pero también evidenciando su desconocimiento en los acuerdos de paz y en los procesos de reparación y justicia.
En esta lógica, la fuerza de temas como la vinculación directa de los niños a la guerra, a través de diferentes modos de reclutamiento permiten advertir los usos mediáticos que se hicieron de las imágenes de los niños y las niñas para movilizar adhesiones y odios, sin reconocer las múltiples condiciones personales y sociales que llevaron a estos sujetos a engrosar las filas y sin problematizar los compromisos sociales y estatales para resarcirlos como víctimas directas y como una generación en la que se ponían en juego las condiciones para garantizar la no repetición.
En la particularidad de la historia reciente de Nicaragua y El Salvador, se advierten dos casos paradigmáticos para considerar cómo la invisibilidad de las nuevas generaciones como víctimas y como actores para la reconstrucción social, incide de manera definitiva en la repetición o la mutación de la guerra, así como en la reproducción de condiciones sociales y culturales para anclar a sujetos de generaciones dadas a trayectorias de vida marcadas por la exclusión y la violencia. Los fenómenos conocidos como los compas, los recompas y los revueltos en Nicaragua, son un buen referente para considerar las implicaciones generacionales y los relevos que pueden alimentarse en una sociedad, cuando los niños combatientes no son reconocidos no solo como víctimas, sino fundamentalmente como personas merecedoras de verdad, justicia, reparación y, por ende, de oportunidades para alimentar proyectos de vida alejados de la violencia y las lógicas guerreristas.
Ahora bien, tales procesos de verdad, justicia y reparación se hacen sumamente complejos y exigentes para el Estado y las instituciones, en tanto las huellas del conflicto para quienes han sido golpeados en su infancia, resultan, en ocasiones, en cadenas de duelos. Al respecto, el caso de los niños separados de sus familias a la fuerza merece especial atención por la densidad de lo que implica para la configuración subjetiva, pues si bien es posible la aparición de quienes fueron robados o secuestrados cuando eran niños, la restitución identitaria resulta tan lesiva que, en muchos casos, estos sujetos se cierran a las posibilidades de verdad y de reparación para sí mimos y para las familias, en tanto que, revincularse con las familias de origen, implica “deshacer” sus vidas, de tal suerte que la restauración del daño implica abrir otra herida (Maffla, 2007, p. 555).
En conclusión, en el marco de los conflictos armados es evidente que las formas de referirse a y relacionarse con los niños y la infancia exaltan las valoraciones sociales y culturales de sujetos y subjetividades que tienen la carga de representar el privilegio del nacimiento de lo humano en dos tiempos: el biológico y el biográfico. El segundo, un nacimiento utilizado en gran medida para acabar con el otro, para contener los riesgos del futuro y para imponer proyectos de sociedad. El análisis permite reiterar que los discursos acerca de la infancia y los niños, así como las representaciones y los usos que se hace de ellos, contribuyen a situar la fuerza de lo que representa la infancia y los nuevos, en sentido político, en tanto son la síntesis de las posibilidades de sostenimiento, reproducción, interrupción o transformación de la vida social. De ahí, la responsabilidad que les asiste (que nos asiste) a los adultos protagonistas de un proceso de negociación para el cese de un conflicto armado, en condiciones justas, dignas y comprometidas con los vínculos intergeneracionales y con las historias de las sociedades, en su intricado armazón de pasado, presente y futuro..
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