Nombrar la alteridad y la identidad. Un análisis de las denominaciones negro y afro en tres contextos discursivos en México¹

Naming Otherness and Identity. An Analysis of “Negro” And “Afro” Denominations in Three Discursive Contexts in Mexico



Giovanny Castillo Figueroa²
El Colegio de la Frontera Sur
ORCID: 0000-0001-5253-8812



Recibido: 7 de mayo de 2024
Aprobado: 6 de junio de 2024




Resumen

Este artículo explora algunos usos y significados de los términos “negro” y “afro” en México, bajo la premisa de que las categorías con las cuales se nombra la alteridad y la identidad no son unívocas y sus sentidos varían de acuerdo con los contextos de enunciación, por lo que es importante considerar quiénes, cuándo, dónde y con qué fines las expresan. Se examinan tres ámbitos concretos: la antropología afromexicanista, el activismo engendrado en la región Costa Chica de Guerrero y Oaxaca, y la cotidianidad de un pueblo negro-afrodescendiente del litoral guerrerense. El ejercicio analítico permite identificar las significaciones múltiples, cambiantes y contrapuestas de ambas denominaciones, mismas que fluctúan entre acepciones racializantes y reivindicatorias de la otredad y la mismidad.

Palabras clave: alteridad; identidad; afro; negro; contextos discursivos. Toledo; retratística

Abstract

This paper explores some uses and meanings of the terms “negro” and “afro” in Mexico, based on the premise that the categories used to name otherness and identity are not univocal, and their meanings vary according to the contexts of enunciation. Therefore, it is important to consider who, when, where, and for what purposes these terms are expressed. Three specific areas are examined: Afro-Mexican anthropology, activism originating in the Costa Chica region of Guerrero and Oaxaca, and the everyday life of a black-Afro-descendant community on the Guerrero coast. The analytical exercise allows for the identification of multiple, changing, and contrasting meanings of both designations, which fluctuate between racializing and vindicating interpretations of otherness and self-identity.

Key words: alterity; identity; Afro; Black; discursive contexts.




Introducción

  En un reciente trabajo sobre las políticas del nombrar en Colombia, Eduardo Restrepo reparó en el uso irrefutable que términos como afrodescendiente o afrocolombiano han adquirido en el debate público, sustituyendo palabras como negro o comunidad negra que hasta finales del siglo XX eran usuales en el lenguaje académico y sociopolítico. Lejos de reducir la discusión a la necesidad de sentar postura a favor o en contra de tal o cual denominación, este antropólogo se propuso comprender las historicidades, cuestionamientos y significados de ciertas formas con que se define a la alteridad y a la identidad: ¿Cuándo y cómo surgen etiquetas como negro o afrodescendiente? ¿Bajo qué orientaciones conceptuales y políticas? ¿Quiénes las enuncian y con qué intenciones? ¿Cuáles son sus significaciones?
  En este artículo pretendo abordar las anteriores cuestiones en el caso mexicano. Aquí, al igual que en Colombia, “el tema de las denominaciones es un campo en disputa en donde está servida la confrontación” (Velázquez e Iturralde, “Afromexicanos” 238). Pero más allá de argüir qué palabra resulta más correcta o apropiada, me interesa examinar los significados que revisten en diferentes ámbitos discursivos. Según espero mostrar, rótulos como negro y afro (-mestizo, -mexicano, -descendiente) no son unívocos ni albergan un sentido unitario, homogéneo o absoluto, sino que adquieren varias significaciones de acuerdo con el contexto desde el cual se enuncian; es decir, lo que se denote con estos términos depende mucho de quiénes, dónde, cuándo, ante quiénes y con qué fines lo hagan. En últimas, se trata de significantes móviles cuyos contenidos –que pueden asociarse o no con acepciones positivas o negativas– se deslizan entre sujetos, espacios y tiempos distintos, siendo constantemente (re)apropiados y (re)significados.
  Para aterrizar el análisis, dirijo la atención sobre tres contextos discursivos definidos en función del sujeto de enunciación. Un primer ámbito es la investigación afromexicanista que, pese a contar entre sus pioneros al afamado académico Gonzalo Aguirre Beltrán, ocupó un lugar relativamente marginal en la producción antropológica del país hasta finales del siglo XX e inicios del XXI. Hoy por hoy, la bibliografía etnográfica sobre afrodescendientes-negros en México es copiosa y experimenta una “efervescencia académica” (Hoffmann y Lara 38), reflejada en el interés creciente de investigadores nacionales y extranjeros por aportar al conocimiento de diversos ámbitos y problemáticas de la población afromexicana. No obstante, la intención aquí no es emprender un recuento bibliográfico exhaustivo sino una disección conceptual que permita observar cómo han sido entendidos y utilizados los vocablos negro y afro en la literatura socioantropológica.
  El segundo contexto discursivo corresponde al activismo, concretamente, al generado en la llamada Costa Chica. Esta región, ubicada entre los polos urbanos de Acapulco (estado de Guerrero) y Huatulco (estado de Oaxaca), está habitada por población blanco-mestiza, emplazada en las principales cabeceras municipales; pueblos indígenas de varias filiaciones étnico-lingüísticas (Nn’anncue ñomndaa, Ñuu savi, Me’phaa, Nahua, Kitse cha’tnio), enclavados mayormente en zonas serranas; y afrodescendientes que, desde la época colonial, se asentaron sobre todo en planicies costeras y que, según los últimos registros del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), viven en los municipios y localidades con mayor proporción de personas negras-afromexicanas en el país. Desde finales del siglo XX, han surgido en esta región varias organizaciones en pro del reconocimiento y la inclusión social de los/as afromexicanos/as, entre ellas México Negro, Alianza para el Fortalecimiento de las Regiones Indígenas y las Comunidades Afromexicanas (AFRICA), Enlace de Pueblos y Organizaciones Costeñas Autónomas (EPOCA) y Ecosta Yutucuii, formadas en las décadas de 1990-2000 y activas a la fecha.
³ En ese trasegar, y gracias a la confluencia de diversos actores afines a su causa –academia, instituciones gubernamentales, fundaciones nacionales e internacionales, organizaciones civiles de otras regiones y países– este activismo regional ha logrado avances fundamentales en su lucha como el reconocimiento constitucional federal –obtenido en 2019 y antecedido de los alcanzados a nivel estatal en Oaxaca (2013), Guerrero (2014) y Ciudad de México (2017)– y la visibilidad estadística –que se hizo manifiesta con la Encuesta Intercensal (EIC) 2015 y el Censo de Población y Vivienda 2020-. Ahora bien, para efectos de este artículo discurro específicamente sobre los significados que algunos/as dirigentes de asociaciones civiles e intelectuales del movimiento etnopolítico costachiquense han asignado a los términos negro y afro, en el marco de su amplia –y no del todo resuelta– discusión en torno a las formas de autonombrarse ante el Estado y la sociedad mexicana.
  El tercer ámbito discursivo es el de las personas del común que suelen ser etiquetadas como negras o afromexicanas. Aquí aludo puntualmente a la población de Punta Maldonado El Faro, localidad de la Costa Chica en la que se focalizó mi investigación doctoral (2013-2019). Situada frente al océano Pacífico y adscrita al municipio de San Nicolás, Guerrero, esta pequeña villa se configuró alrededor de la pesca de pequeña escala. En ese tenor, los sujetos del estudio eran esencialmente pescadores y personas vinculadas con esta actividad –dueños de lanchas, inversionistas, comerciantes de pescado, revendedoras–. Asimismo, se trataba de gente sin contacto estrecho con la intelligentsia regional antes referida y cuyas narrativas cotidianas subrayaban los mestizajes, pasados y presentes, entre población negra e indígena Nn’anncue ñomndaa y Ñuu savi; por consiguiente, no sólo expresaban categorías de identidad –“revuelto”, “cruzado”, “amitanado” (Castillo)– que remarcaban esos procesos de mezcla sino que, desde una cotidianidad en parte signada por dinámicas de racialización, se apropiaban de las palabras negro y afro diferentemente a como hacían líderes de asociaciones sociales y académicos/as. Las narrativas que conforman este campo discursivo proceden de pláticas informales y entrevistas semiestructuradas realizadas durante el trabajo etnográfico a habitantes de Punta Maldonado cuyos nombres he modificado para resguardar su anonimato.
  Así, en estos tres contextos discursivos –antropología afromexicanista, activismo de la Costa Chica, narrativa cotidiana de El Faro– recae el presente ejercicio analítico. Para darle orden al mismo, divido el texto en cuatro secciones: la primera presenta el marco sociohistórico general en que surgieron las categorías negro y afro mientras que las tres siguientes examinan la manera en que tales nociones han sido usadas y dotadas de sentido en cada uno de los ámbitos discursivos arriba definidos. Al final recojo ideas recapituladoras a manera de síntesis y planteo una reflexión sobre la importancia de la mirada etnográfica en la comprensión de las categorizaciones de la otredad y la mismidad.

Semántica histórica de las categorías negro y afro

  Como categoría sociohistórica, “negro” brotó de una matriz de dominación mediante la que se deshumanizaron personas y pueblos de origen africano (wolof, bantú, malinké, akán, ewé-fon, entre muchos otros) para así justificar su subyugación y explotación en un nuevo patrón global de poder regido por el capitalismo, nutrido por el colonialismo y edificado a la par de la ciencia moderna. En ese marco, dicha noción anuló los autoetnónimos de las poblaciones africanas y se instituyó dentro de un sistema de clasificación y jerarquización social fundado en la idea moderna de “raza”, bajo el cual se correlacionaron características fenotípicas como el color de la piel, la textura del cabello, los rasgos faciales o la estatura, con grados disímiles de estética, inteligencia, moralidad y “civilización” (Arias y Restrepo Kakozi; Velázquez; Wade). De esta forma, el término negro designó a individuos y grupos que, en razón a ciertos marcadores corpóreos, fueron asociados con cualidades enfáticamente negativas –fealdad, escaso raciocinio, desenfreno sexual, atraso, etcétera– que han devenido en estereotipos generalizados hoy día (Velázquez e Iturralde Afrodescendientes, 106-107).
  Además de figurar en el lenguaje común, negro y sus derivaciones –comunidad negra, grupo negro, gente negra– han sido acuñadas en la jerga académica, si bien han perdido vigencia en las últimas décadas debido a su connotación racista (Restrepo 6). Empero, al vocablo en cuestión también se le ha reivindicado como categoría identitaria en movimientos literarios como el de la Négritude –desarrollado por intelectuales afrocaribeños y africanos en las décadas de 1930 y 1940 (Césaire)– y en activismos como el black feminism –originado en la década de 1970 en Estados Unidos (Colectiva Combahee River)–, los cuales constituyen antecedentes importantes en la resignificación positiva que dicha palabra ha adquirido en algunos discursos y expresiones sociopolíticas de la actualidad.
  Si “negro” surgió inicialmente como una categoría de poder que subvaloraba la otredad, los términos prefijados con la partícula afro emergieron en ámbitos más propios de la academia y el activismo, con fines de análisis científico, o bien, de movilización política. En México, se ha hablado principalmente de tres: afromestizo, afromexicano y afrodescendiente.
  La noción afromestizo fue propuesta por el antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán a mediados del siglo XX para caracterizar a sujetos que, a su juicio, eran resultado de mezclas biológicas y culturales entre poblaciones de origen africano y otros grupos sociales; en esa medida, se trató de un concepto descriptivo preponderante en la antropología afromexicanista de la segunda mitad del siglo XX –y aun de la primera década del siglo XXI– para referir a comunidades de ascendencia africana asentadas en regiones como la Costa Chica. Por su parte, el vocablo afromexicano no tuvo la misma relevancia en el ámbito antropológico, si bien se empleaba en pesquisas históricas desde la década de 1970 (Martínez Ayala 9). Sin embargo, adquirió relieve entre los colectivos organizados de la Costa Chica hacia finales de los noventa, al incluirse como categoría étnica de reconocimiento en la Ley de Derechos de los Pueblos y Comunidades Indígenas del Estado de Oaxaca en 1998. En el nuevo siglo, el término sería adoptado por variadas organizaciones de la región para efectos jurídicos y políticos de su movilización (López 12), con el claro fin de unir “dos referencias históricas, en cuanto al origen Afro haciendo referencia al pasado de las raíces en África y, Mexicanos, en tanto forman parte del conjunto nacional” (Lara “Negro-Afromexicanos” 168).
  En cuanto a la categoría afrodescendiente, fue popularizada por la filósofa y pedagoga brasileña Sueli Carneiro en un Taller sobre Etnicidad e Identidad realizado en la Universidad Federal de Río de Janeiro en el marco del 4to Congreso Luso-Afrobrasileño de Ciencias Sociales, en septiembre de 1996, para englobar a aquellas personas descendientes de las poblaciones africanas que fueron víctimas de la trata esclavista trasatlántica (Minott 33). El término sería apropiado por sectores de la sociedad civil en la III Conferencia Regional de las Américas celebrada en Santiago de Chile del 4 al 7 de diciembre de 2000, como evento preparatorio a la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia, efectuada por la Organización de Naciones Unidas (ONU) del 31 de agosto al 8 de septiembre de 2001. Allí, la categoría se consolidó en la escena internacional no sólo para eludir el sesgo racista y la connotación colorista de la palabra negro sino para reafirmar legados culturales de origen africano, trazar agendas de acción política contra la desigualdad y el racismo y buscar la garantía de derechos al reconocimiento y la inclusión (Conapred 23; Lara “Afrodescendientes en México” 193-194).
  Actualmente, las significaciones en torno a lo afro son múltiples y pueden variar de un contexto a otro. Por ejemplo, en Colombia la palabra afrodescendiente ha sido usada como eufemismo de negro –que se evita para eludir posibles connotaciones racistas–, hablando así de ciertas corporalidades racializadas; no obstante, también se ha empleado en al menos otros tres sentidos: como comunalidad heredada de sangre que, independiente de si se refleja o no en diacríticos corporales, opera en el discurso para reivindicar antepasados africanos con los cuales hay un proceso de identificación; como asumida impronta de africanía que remite a ciertas prácticas socioculturales de raíz africana; o como práctica culturalizada que refiere usos que pese a no ser enunciados como de origen africano han sido comúnmente ligados con gente denominada “negra” (Restrepo 21-23).
  En virtud de lo anterior, lo que se entiende por afro y por negro diverge según sea el campo discursivo desde el cual se enuncien ambos significantes. Para avanzar en el propósito de este trabajo, en las siguientes secciones exploro algunas significaciones de estos términos en los tres ámbitos de enunciación delimitados al inicio.

Las categorías negro y afro en la antropología afromexicanista

  En la antropología mexicana, el vocablo negro estuvo presente en la obra de Aguirre Beltrán en las décadas de 1940 y 1950. En La población negra de México, este autor aludió con tal término a las personas de origen africano que llegaron a la Nueva España durante el período colonial, mayormente en condición de esclavización. Pero lejos de centrarse en los caracteres físicos –que en todo caso ocupan varios apartes de la obra–, realizó sendas anotaciones sobre la procedencia étnica, lenguas y costumbres que tenían aquellas personas al arribar a territorio novohispano (99-150). Aunque no hizo una reflexión conceptual explícita sobre ese término, esta pesquisa histórica presentaba a sujetos definibles más allá del fenotipo y de los prejuicios del esquema racial-colonial, informando sobre algunas tradiciones de procedencia africana. En esa medida, un primer sentido antropológico trascendió –si bien no eliminó– la acepción racializante del término, al definir sujetos a partir de determinadas trazas histórico-culturales.
  Sin embargo, como bien anotaron Díaz y Velázquez (231-32), en el último capítulo de dicho libro Aguirre planteó que, tras la Independencia, los “negros” se habrían integrado a la sociedad nacional. A pesar de haber subrayado su aporte en la construcción del México colonial y republicano, para el autor esta presencia progresivamente se había difuminado a través del mestizaje biológico y la asimilación cultural. Preso de la ideología mestizófila posrevolucionaria que él mismo ayudó a expandir –y desde la cual se imaginaba un México homogéneo cuyo sujeto nacional yacía en la figura del “mestizo”, concebido como producto de la mezcla entre españoles e indígenas (Hoffmann “Entre etnicización” 168-169; Mvengou 92-93)– Aguirre proyectó a la presencia negra en el pasado: una realidad que fue pero que ya no es, diluida a través del tiempo y subsistente sólo como “producto mezclado” en espacios como la Costa Chica. Así, en un segundo sentido académico, negro aparecía como una reminiscencia histórica que remitía a agentes sociales relevantes en el pasado y cuya contemporaneidad, en cambio, era tenue y apenas circunscrita a pocas regiones del país.
  En este punto, cobra notoriedad otro libro de Aguirre: Cuijla. Esbozo etnográfico de un pueblo negro, publicado a finales de la década de 1950 fruto de un estudio realizado en 1948-1949 en uno de esos “reductos” con presencia negra: Cuajinicuilapa, Guerrero. Movido por el propósito de hallar continuidades histórico-culturales entre las gentes africanas que arribaron a la Costa Chica durante el período colonial y aquellas observadas in situ, el autor dio cuenta de diversos rasgos socioculturales que, en su lectura, evidenciarían la africanidad de la población de Cuajinicuilapa. La palabra negro aparece a lo largo de la obra y en ella convergen los dos sentidos antes mencionados: el de agentes sociales con determinados atributos corporales y socioculturales africanos, y el de presencias atadas más al pasado que al presente –en donde perviven, pero de manera “asimilada”–:

Aun los grupos que hoy pudieran ser considerados como negros, aquellos que en virtud de su aislamiento y conservatismo, lograron retener características somáticas predominantemente negroides y rasgos culturales africanos, no son, en realidad, sino mestizos, productos de una mezcla biológica y resultantes de la dinámica de la aculturación. (Aguirre, Cuijla 7-8)

  Durante la segunda mitad del siglo XX el término negro empezó a ser sustituido por otro de raigambre más académica como afromestizo. Si bien no desapareció por completo, en ese lapso ningún trabajo antropológico reflexionó explícitamente sobre el porqué de su uso o exploró con detalle los significados que podía tener para las poblaciones estudiadas: ¿Se autonombraban así o empleaban otras etiquetas? ¿Por qué sí o no y en qué contextos? ¿Qué significaciones adquiría tal categorización? En ese tenor, se siguió acuñando en textos académicos, aunque sin conciencia crítica sobre su utilización; por ejemplo, en un estudio sobre la violencia en la costa de Oaxaca publicado a finales de los setenta se la usó en su acepción racializante para aludir a gentes que se distinguían de otros actores sociales sobre todo por su aspecto físico (Flanet). Así, pues, la categoría se había anquilosado como una forma de nombrar otredades definidas principalmente a partir de su fenotipo –y de ciertos rasgos socioculturales a priori concebidos como de origen africano.
  En el nuevo siglo se generó un álgido debate sobre la idoneidad de la palabra negro en el terreno académico, de la mano con la creciente atención hacia los discursos locales-regionales de auto y hetero denominación y los procesos etnopolíticos movilizados por varios colectivos de la sociedad civil. Así, hubo investigadores que acogieron el término sin mayor reparo (Vaughn), pero también quienes lo cuestionaron por considerar que subordinaba los componentes histórico-culturales de los pueblos a características somáticas que, además, en regiones como la Costa Chica seguían teniendo una carga semántica peyorativa heredada de la matriz colonial (Velázquez 183). Entre ambos polos hubo posturas que criticaban la noción por su irrelevancia analítica y connotaciones despreciativas, sin negar que algunas personas y colectividades se empezaban a reivindicar de tal modo tanto en su cotidianidad como en su praxis política (Lara “Una corriente etnopolítica”, “Negros-Afromexicanos”; Valdivieso).
  En resumen, en la investigación afromexicanista la categoría negro ha tenido varios sentidos y usos. A mediados del siglo XX, fue concepto descriptivo de una alteridad definida en una doble clave objetivista –que en vez de acentuar las propias narrativas de los actores locales partía de un conjunto de atributos físicos y socioculturales determinado de antemano y “desde afuera” de su realidad– y anacrónica –pues situaba a tal subjetividad en un tiempo pasado despojándole así de su contemporaneidad–. En la actualidad, es una palabra que se objeta o admite dependiendo de si se da mayor peso a los prejuicios raciales aún asociados con ella, o a las resignificaciones forjadas con reivindicaciones etnopolíticas recientes.
  Ahora bien, como mencioné antes, con la obra de Aguirre el concepto afromestizo se instaló en la tradición antropológica mexicana. En esencia, la noción abreviaba dos corrientes de pensamiento que forjaron el desarrollo intelectual de aquel antropólogo en las décadas de 1940 y 1950: de un lado, el modelo teórico afroamericanista de quien fuera su maestro, Melville Herskovits;
del otro, la ideología mestizófila e integracionista que signó la construcción nacional en el período posrevolucionario. Al tratar de hallar africanías entre las poblaciones estudiadas, Aguirre comparó rasgos culturales de sociedades africanas –en especial del área bantú– con aquellos que observaba en su zona de estudio y así sentenció que aspectos como la arquitectura de las viviendas, los patrones de crianza, el sistema de parentesco, la tenencia de la tierra, las creencias fúnebres o ciertas expresiones musicales eran “formas inequívocas africanas” (Cuijla 13). Al mismo tiempo, este antropólogo sostuvo que la gente negra de Cuajinicuilapa y sus alrededores ya se había “asimilado” o “aculturado” a la sociedad mayoritaria al adquirir elementos como la lengua castellana, el vestido o la religión católica, en un proceso que además habría iniciado con la colonización y en donde predominaron las mezclas biológicas y culturales con las poblaciones originarias:

Desde un principio el negro se mezcló con el quahuiteca dando origen a una población mestiza cuyos productos finales forman hoy el grupo mayoritario de los habitantes del municipio. Es indudable también que en la hibridación el factor negro fue preponderante y que, por eso, el mestizo cuileño es, en la actualidad, predominantemente negro, es decir, un afro-mestizo […] Híbridos en verdad eran y son los negros de Cuijla, y pardos en cuanto son el producto de la mezcla del negro con el indio; mezcla que, como a su tiempo veremos, no se limitó a lo biológico, sino que también abarcó lo cultural. (Cuijla 65-69. Énfasis en el original)

  En general, las pesquisas etnográficas posteriores al trabajo de Aguirre no buscaron explorar los discursos de identificación local-regional sino detectar, en línea con su programa investigativo, posibles huellas culturales africanas en ámbitos como la literatura oral (Díaz, Aparicio y García; Gutiérrez; Moedano). De esta manera, el concepto afromestizo siguió siendo utilizado, aunque “en algunos casos sin mencionar la fuente, y en la mayoría sin discutir el sentido de la definición” (Quiroz 20).
  Sin embargo, a inicios del presente siglo tal noción empezó a ser cuestionada, a tono con las críticas académicas al enfoque afroamericanista clásico, así como a la mestizofilia asimilacionista. Al primero, porque en su objetivo de encontrar africanías puras e inalteradas omitió o minimizó las recreaciones culturales e intercambios sociales que se produjeron entre diversos actores étnicos en el pasado y el presente (Hoffmann, “Negros y afromestizos” 117-118; Velázquez y Hoffmann 67). A la segunda, porque sembró la idea de que las poblaciones afrodescendientes habían sido plenamente subsumidas en la sociedad nacional (Mvengou; Vaughn), lo que las habría llevado a ser “juzgadas “poco auténticas” y condenadas, de todas formas, a desaparecer rápidamente” (Hoffmann, “Negros y afromestizos” 113).
  En razón a lo anterior, al interior de la comunidad antropológica mexicana el término afromestizo poco a poco fue sustituido por el de afromexicano y afrodescendiente, que no sólo no tenían tras de sí la sombra del proyecto posrevolucionario de nación (monocultural, homogeneizador, integracionista) sino que gozaban de mayor aceptación puesto que, uno, hacían hincapié en la historia y cultura de los sujetos y no únicamente en su color de piel, y dos, estaban vinculados con las luchas políticas de las organizaciones sociales en el ámbito nacional y mundial (Quecha 158-159; Velázquez e Iturralde “Afromexicanos”, 238-239). En reflexiones recientes se ha expandido el campo semántico de ambos conceptos, pues además de aludir a descendientes de víctimas de la trata se cobija a quienes han llegado a México en migraciones africanas posteriores (Iturralde 27).
  Aun cuando afrodescendiente y afromexicano son cada vez más habituales en la jerga antropológica, no existe consenso absoluto sobre su uso. Si bien en la literatura académica tienden a ser cada vez más generalizadas estas categorizaciones, aún hay quienes las rechazan porque a su juicio constituyen vanos intentos de neutralidad conceptual que además no tienen asiento entre las comunidades locales (Rodríguez). Otros planteamientos han “conciliado” las denominaciones sugiriendo compuestos como “negros-afrodescendientes” o “negros-afromexicanos” para así amplificar la voz de autoafirmación y el posicionamiento político enunciado por algunos colectivos regionales, sin dejar de lado las perspectivas del activismo internacional que resaltan el origen africano de los sujetos racializados y no solo su melanina (Lara “Afrodescendientes en México”, “Negro-Afromexicanos”; Valdivieso). Ante este panorama, cabe ahondar en los debates sostenidos a ese respecto dentro del movimiento etnopolítico de la Costa Chica.

Las categorías negro y afro en el activismo y la intelectualidad costachiquense

  Entre activistas e intelectuales de la Costa Chica también ha habido posiciones diversas con respecto a los términos negro y afro, que oscilan entre el rechazo y la aceptación. Estas discusiones se han gestado en un entorno político-ideológico detonado por los discursos sobre la identidad étnica, la diferencia cultural, la reivindicación de derechos y la lucha contra el racismo y la discriminación; discursos que en esta región cobraron auge desde la última década del siglo XX y han tenido entre sus difusores a gente de la academia, las instituciones culturales y las redes del activismo transnacional (Hoffmann “Negros y afromestizos”; Hoffmann y Lara; Lara “Una corriente etnopolítica”, “Afrodescendientes”). Sin querer agotar todas las enunciaciones existentes, menciono algunos ejemplos que considero representativos de las posturas asumidas frente a ambas denominaciones.
  Una primera posición de la intelectualidad regional comparte la inquietud de algunos sectores de la academia en cuanto a la connotación estereotipadora del término negro. Al respecto, el periodista y fotógrafo Eduardo Añorve, oriundo de Cuajinicuilapa, planteó: “hay una razón suficiente para oponerse al uso del término negros para referirse a los afromexicanos actuales, cualquiera que sea su significado: es excluyente. Además, implica casi siempre color de la piel y pocas veces cultura o etnia” (122). Similar al discurso de ciertos intelectuales afrocolombianos (Restrepo 13-15), Añorve llegó a rehusar la categoría porque dejaba en segundo plano la historia y cultura de quienes eran así llamados, limitando su experiencia a un tono de tez asimismo enlazado con juicios despectivos.
  Otras enunciaciones han reivindicado el vocablo negro como autoidentificación. Al respecto, la antropóloga Citlali Quecha refirió cómo en su diálogo con intelectuales de la Costa Chica oaxaqueña esta categoría era utilizada en modo afirmativo y muchas veces iba acompañada del vocablo “pueblo”, connotando una cierta conciencia colectiva (159). En una vía semejante, cabe citar los comentarios que Angustia Torres, integrante de AFRICA A.C, manifestó al antropólogo Francisco Valdivieso: “nosotros no nos sentimos discriminados ni nos sentimos avergonzados que nos llamen negros, porque nosotros sabemos quiénes somos” (125). En ocasiones, la valoración positiva del término surgía en reacción a rótulos percibidos como “imposiciones academicistas” o “disfraces identitarios”, como señaló a Valdivieso el también adalid de AFRICA A.C, Israel Reyes Larrea: “estamos por resignificar el término negro, darle sentido al término negro. Hemos decidido no participar en eventos donde no se resignifique o valore el término negro” (173).
  Entre las posturas cuestionadoras y las reivindicadoras, ha habido puntos intermedios que, pese a no descartar el rótulo negro, optan por denominaciones cuyo peso etnopolítico vaya en línea con las luchas por el reconocimiento y la inclusión. En esa dirección se movía el profesor Sergio Peñaloza, líder histórico de México Negro A.C., para quien era posible adscribirse a varias categorías conforme al contexto particular de enunciación:

Cada quien, dentro de su comunidad, se llama como mejor se sienta: negro, moreno, prieto, costeño… Pero ya en el diálogo con el Estado y las instituciones adoptamos la palabra afromexicano, que a su vez viene de afrodescendiente que es un término político que nace de la lucha de las mismas organizaciones a nivel mundial. Afrodescendientes. Y de ahí, a cada país: afrocolombiano, afrobrasileño, afrocubano. ¿Por qué entonces no afromexicano? (Diario de campo, 27 de septiembre de 2016)

  En síntesis, entre profesionistas y activistas de la Costa Chica la palabra negro ha transitado por diferentes significaciones, que asimismo han suscitado variadas posturas sobre su empleo: las que se apartan de ella, dada su carga excluyente y discriminatoria; las que la utilizan como autoadscripción, dada su acepción reivindicatoria e incluyente; y las que la asumen en el día a día sin dejar de esgrimir otras categorías en ámbitos jurídico-políticos o de interlocución con el Estado. En todo caso, la noción no ha sido monolítica en su uso ni en su significado (e, incluso, entre los propios intelectuales regionales ha habido cambios de posición en el curso de los años).
  En cuanto a las “afro-categorías”, estas han estado en el lenguaje de la intelectualidad costachiquense desde la década de 1990, en virtud del contacto con la academia y algunas instituciones del Estado. El vocablo afromestizo se hizo presente con el influjo de programas como Nuestra Tercera Raíz (NTR),
nodal para la consolidación de uno de los primeros logros del activismo regional: el Museo de las Culturas Afromestizas “Vicente Guerrero Saldaña”, inaugurado en Cuajinicuilapa en 1999. En este lugar se concretó el interés de profesionistas e intelectuales de la zona por revalorar tradiciones y costumbres regionales, acciones que se venían emprendiendo desde finales de la década de 1980 y se impulsaron con el arribo de difusores culturales e investigadores vinculados con NTR (Añorve 114-116; Solís 254-258).
  Con el paso del tiempo, y similar a lo sucedido en el gremio antropológico, la palabra afromestizo poco a poco se fue abandonando entre las asociaciones civiles de la Costa Chica; como dije antes, en este giro discursivo fue clave la Conferencia de Durban en 2001, a partir de la cual la categoría afrodescendiente adquirió notoriedad en la escena global. En México, a mediados de esa década colectivos como México Negro y AFRICA empezaron a reflexionar sobre cuestiones que serían neurálgicas en sus agendas, entre ellas, la autoidentificación ante el Estado y la necesidad de lograr el reconocimiento constitucional para progresar en la visibilización estadística e inclusión social; tales discusiones se gestaron en espacios como el décimo y undécimo Encuentro de Pueblos Negros (EPN), celebrados en 2006 y 2007 en El Ciruelo (Oaxaca) y Juchitán (Guerrero), y el Foro Afromexicanos, llevado a cabo en julio de 2007 en José María Morelos, Huazolotitlán, Oaxaca (López 11-12; Valdivieso 188-189). Estas reflexiones colectivas, que contaron con el involucramiento de la academia y el activismo a escala nacional e internacional (Hoffmann y Lara 36-39), llegaron a su culmen en 2011, año en que se celebró el Encuentro de los Pueblos Negros en Movimiento por su Reconocimiento Constitucional en Charco Redondo, Oaxaca, en donde distintas asociaciones de la Costa Chica adoptaron el término afromexicano como categoría política de identidad ante el Estado y la sociedad (Quecha 161; Velázquez e Iturralde Afrodescendientes 17).
  Como anoté anteriormente, no todos los colectivos de la Costa Chica han estado de acuerdo con el uso de las categorías afromexicano y afrodescendiente, las cuales perciben alejadas de su realidad e impuestas por la academia y el activismo nacional e internacional así como por organismos multilaterales como la ONU. Empero, entre aquellas asociaciones que sí han adoptado estos términos en su discurso político se ha generado a la par un proceso de apropiación de vestidos, rituales, danzas y expresiones musicales que aunque no forman parte del repertorio cultural de las comunidades afromexicanas de la Costa Chica, han sido valoradas positivamente por estos líderes y lideresas en cuanto remiten a, o se conectan con, tradiciones africanas y afrocaribeñas (Lara “Afrodescendientes” 203-205; Varela 60). Al incorporar prácticas culturales como las danzas de Obatalá o los rituales a ancestros africanos en eventos como los EPN –y otros más que fueron surgiendo durante la década de 2010 conforme se creaban nuevas organizaciones y redes de asociaciones– estos sectores del activismo regional han posicionado la etiqueta afro en el horizonte amplio de una diáspora transnacional de la cual se sienten parte.
  En la última década, otras denominaciones prefijadas con la partícula afro han sido expresadas por adalides del movimiento etnopolítico costachiquense. Algunos liderazgos se han afirmado afroamuzgos/as, afromixtecos/as o afroindígenas, reconociendo los procesos de mestizaje e intercambio sociocultural entre pueblos negros e indígenas como parte activa de su realidad. También ha habido quienes asocian el término afro con la entidad federativa en la que habitan o de la cual provienen, como era el caso de la maestra Patricia Méndez Tello, entonces vinculada con México Negro, que en una ocasión me habló de la importancia de autonombrarse afroguerrerense para cambiar la representación negativa que se les ha impuesto: “Decirnos afroguerrerenses para decirles a nuestros gobernantes que nosotros somos más que decir pobres, violentos, dejados. Porque esa es la imagen que se tiene de nosotros. Y no. Hay más. Hay más cosas que decir y que mostrar” (30 de octubre de 2016).
  En suma, lo afro (-mexicano/a, -descendiente, -indígena, -guerrerense) ha sido integrado en el lenguaje político de intelectuales y activistas costachiquenses que, en su relación con actores, instituciones y redes de movimientos nacionales e internacionales, se han asumido portavoces de pueblos que a su juicio tienen una historia, cultura y procesos de lucha que trascienden la melanina y la estereotipia. Ahora bien, los significados otorgados por estos agentes no necesariamente coinciden con aquellos conferidos por las personas y pueblos así nombrados.

Las categorías negro y afro en la narrativa local-cotidiana de El Faro

  Desde la mirada local, negro y afro pueden adquirir múltiples significaciones según sean los sujetos específicos de enunciación. Por ejemplo, en su investigación con niñez afromexicana en Cuajinicuilapa y José María Morelos, Masferrer registró acepciones del término negro que eran tanto afirmativas como negativas y se utilizaban para referir variadas situaciones, desde una característica con la que se nace (“salí negro/a”) o una condición transitoria debida a razones climáticas (“se pone negro/a por el sol”), hasta un aspecto ligado a un lazo familiar (“así es su mamá de negra”) o un rasgo colectivo del lugar de pertenencia-procedencia (“los de aquí somos negros”). En lo que aquí concierne, los sentidos de lo negro y lo afro serán explorados en cuanto categoría de identidad/alteridad en Punta Maldonado.
  Aunque en El Faro era común oír el vocablo negro, rara vez se empleaba a guisa de autoidentificación; esto obedecía a su carga mayormente despreciativa, legado de la matriz racista ya aludida. En esencia, el término denotaba a personas con determinados atributos físicos –tez oscura, cabello ensortijado, cuerpo robusto–, que usualmente eran asociadas con rasgos comportamentales considerados risibles, rústicos, inferiores; si bien noté comentarios positivos sobre la gente negra, en general eran estigmatizantes y estereotípicos: “Tienen ese pelo así [de crespo]. Les va a meter la mano y queda atrapada; toca cortar con un machete de lo apretadote [Risas]” (Moro, 21 de septiembre de 2013); “Los negros son broncos [bravos], nomás buenos pal puñete” (Ramsés, 23 de septiembre de 2013); “Puras palabras chundas, mochas. En vez de decir: ‘Por eso te dije’, dicen ‘Po eso te dije’, ‘Orita voy po e machete y vaj a vé’ [Risas]. No hablan bien” (Evaristo, 3 de mayo de 2016); “Al negro invítalo a un baile. ¿Tú crees que no va a ir? Pero invítalo a trabajar y: ‘noo manito, ando descansando’. Flojos, de más” (Nico, 6 de noviembre de 2016). Curiosamente, todas estas apreciaciones provenían de personas que, al tener dichos rasgos físicos y modos de hablar, ocasionalmente se autonombraban –y solían ser nombradas por terceros– como negras.
  En línea con lo anterior, ante el fuereño pocas personas pensaban que su localidad fuera negra; entretanto, aplicaban tal rótulo a otras zonas de la Costa Chica: “La raza [gente] está más negra pa Oaxaca… Sí son más negros, cuculuste [de cabello muy crespo] pues, el pelo chino-chino [rizado]” (Pájaro, 17 de abril de 2016); “Allá en San Nicolás es donde está la pura banda [gente] negra, chanda [fea]” (Romo, 6 de noviembre de 2016). Semejante a las narrativas recopiladas por Laura Lewis en San Nicolás (78-79) e Iris Meza en Playa Ventura, Copala (19), no se negaba la presencia de gente negra, pero se creía que eran otros los lugares que encajaban mejor con esa categoría. Según fuera la escala espacial en la que se inscribía el discurso, variaban los sitios a los que se asignaba tal etiqueta; en el contexto amplio de la Costa Chica, para mis interlocutores la gente negra se hallaba sobre todo en los pueblos de la franja oaxaqueña o en municipios guerrerenses como San Nicolás, Juchitán y Cuajinicuilapa. Esta lógica también operaba en el ámbito local, pues siempre eran “otros barrios” –y nunca el propio– los que albergaban a “los negros”:

Ángel: ¿No has ido al otro barrio? Allá sí son puros negros. María: Ya lo hubieran peinado [robado] allá. Pura gente choca [sucia], mañosa [ladrona]. Apesta a cuita [excrementos] de cuche [cerdo] pa’ allá. Liz: Chocos, pues. Mariguanos. Ángel: Y les gusta la pelea, la pendejada. Acá somos más tranquilos… Allá no, todos son a buscar pelea, broncos de más. (Diario de campo, 26 de julio de 2016)

  En esta plática intervino una familia formada por un hombre autodenominado blanco, su madre (María) de origen ñomndáa y su esposa (Liz) oriunda de Santiago Llano Grande, municipio de la Costa Chica oaxaqueña habitado mayoritariamente por población afromexicana. Además de la descripción desdeñosa de quienes vivían en “aquel barrio” y del epíteto positivo que se reservaban para sí mismo/as, llamaba la atención que ese sector hubiera sido catalogado como de “puros negros” pues en el vecindario de esta familia residían numerosas personas –incluyendo a Liz–¬¬ que por su aspecto podían ser designadas del mismo modo. Pláticas de esta índole fueron frecuentes en el trabajo etnográfico y revelaban cómo la consabida categoría solía ser rehuida en las narrativas cotidianas de identificación colectiva y se acuñaba para nombrar sujetos asentados en lugares distintos del propio, tanto a un nivel regional como local.
  Aunado a lo anterior, el término negro se utilizaba en referencia a los antepasados o, en todo caso, a quienes pertenecían a épocas pretéritas. En efecto, la gente así llamada se la definía por costumbres y maneras de actuar tildadas de “arcaicas” –matrimonios por rapto, dialecto tosco y “mal hablado”, vestimentas de algodón, casas hechas de barro, temperamento adusto– que a esa altura se pensaban inexistentes o inusuales. Asimismo, se asociaba lo negro con caracteres fenotípicos marcados –piel muy oscura, cabello rizado– que, sin embargo, se habrían alterado a raíz de crecientes uniones sexuales con indígenas: “Pues este tipo de gente [la negra] ya se casó con gente india, y ya se empezó a mezclar la raza, las crías pues ya empezaron a salir mezcladas” (Evaristo, 8 de octubre de 2013); “Ahora los negros-negros son cada vez más poquitos. Se han ido mezclando” (Silvina, 1 de abril de 2016); “Negros eran los de antes, los meros-meros yo los conocí. Pues porque antes se metían puro negro con negra. Ora ya no, ya estamos más refinados, por la mezcla” (Evaristo, 25 de julio de 2016). En ese sentido, en El Faro hablar de “negros” era también remontarse a un tiempo lejano del actual, que en cambio se percibía propio de sujetos “revueltos” o “cruzados” en razón a procesos de mestizaje y relacionamiento interétnico (Castillo); procesos que, empero, no suponían, como pensaba Aguirre hace más de medio siglo, disolución o aculturación sino recreaciones, intercambios y nuevas formas de identificación.   Así, contrario al discurso de algunas organizaciones sociales de la región, en El Faro lo negro era cargado negativamente, se reservaba para hablar de terceras personas (tanto de otros lugares como de otros tiempos) y tendía a rechazarse como autoadscripción en el ámbito de lo cotidiano. Similar a lo descrito por Lewis en San Nicolás –cuyos habitantes recalcaban las mezclas genealógicas y se veían a sí mismos/as como negros-indios–, en esta localidad el mestizaje afroindígena desestabilizaba la aparente rigidez de la categoría negro –coligada fundamentalmente con aspectos corpóreos como el cabello y la piel–, constituyéndose en el marco sociohistórico que guiaba las denominaciones; es decir, si la gente no se autodefinía negra –aun habiendo quienes tenían marcadores corporales “negros”– no sólo era por el peso del racismo sino por la importancia concedida a las mezclas del pasado reciente, las cuales servían para esgrimir categorizaciones propias que no estuvieran prejuiciadas. De este modo, los mestizajes –vistos aquí no desde la ideología mestizófila que durante mucho tiempo negó y excluyó a las presencias negras-afrodescendientes, sino desde las prácticas concretas de intercambio físico y sociocultural (Velázquez y Hoffmann 66-67)– suministraban el material para la elaboración de categorías identitarias distintas de la negra.
  Respecto a las palabras compuestas con el prefijo afro, estas no eran usuales en el habla cotidiana de Punta Maldonado y su significado se apartaba del comúnmente otorgado en la academia y el activismo. A diferencia de lugares de la Costa Chica como San Nicolás, Cuajinicuilapa o algunas localidades de Pinotepa Nacional (Oaxaca), que desde la década de 1990 habían tenido un mayor contacto con los discursos de la antropología o del activismo en torno a lo afro, en El Faro tales discusiones eran relativamente novedosas aún a mediados de la década de 2010, por lo que se trataba de terminologías exógenas, generadas en contextos sociohistóricos distantes de su realidad inmediata y (re)producidas por actores con los que la población local no había tenido hasta ese momento una relación tan estrecha. En ese tenor, mientras que algunos sectores de la academia y el movimiento social regional empleaban las categorías afromexicano y afrodescendiente para “des-racializar”, paradójicamente en El Faro tales términos adquirían un sentido racializante en tanto se acentuaban los caracteres físicos regularmente asociados con el significante negro y no así las raíces socioculturales de origen africano o la consciencia de un pasado en África –que, por demás, se desconocía o veía irrelevante–: “Por allá [en Tecoyame, Oaxaca] la gente sí está negra-negra. Llevan su pelo chino-chino-chino. Prietos. Luego se ve que los hombres son grandotes y con un cuerpo grueso… Esos sí son los mentados africanos o afromestizos” (Eddie, 15 de octubre de 2013); “Así se le dice a la gente de color aquí, que vienen de negros… Por eso es afromexicano, porque comoquiera nació aquí pero su color es negro-negro” (Pájaro, 9 de abril de 2016).
  Considerando lo anterior, en la escena local las afro-categorías se comprendían como eufemismos del significante negro, o bien, como rótulos que redoblaban los rasgos somáticos con los que tal palabra era ligada –verbigracia, tener un cabello aún más ensortijado o una tez todavía más oscura–. Para el grueso de mis interlocutores el concepto afro les era ajeno y de ningún modo constituía una forma de autoadscripción; al igual que ocurría con el término negro, las personas a las que se le asignaba la etiqueta afro habitaban en otro estado o en otro pueblo: “Acá sí hay personas que son negras, pero nunca como allá [en Tecoyame] que son casi azules, con los labios pintos... Afromexicanos, allá” (Eddie, 15 de octubre de 2013). Sumado a esto, en contraste con la intelligentsia regional, los actores locales no conocían el repertorio cultural afrocaribeño y afrolatinoamericano que las organizaciones civiles venían incorporando en su performance político, con lo cual la idea de ser parte de una diáspora afrodescendiente internacional estaba por fuera de su universo de sentido.
  En todo caso, los afro-conceptos no dejaban de producir perplejidad entre la población local. Si bien no eran palabras totalmente ignotas, sus significaciones no resultaban del todo claras. La siguiente conversación con una autoridad de Punta Maldonado, que tenía cierta familiaridad con discursos sobre lo afro, era ilustrativa al respecto:

Evaristo: Nosotros descendemos de una, de una, de una, descendemos de una raza o… ¿cómo te podría decir? De África, pues. Ujum. Por eso somos afrodescendientes. Eso es lo que entiendo, lo que entiendo. Más o menos. Realmente, ya en la palabra real no podría decirte cómo sería… Pero ora afromexicano, ¿Qué puede ser? Ahí no entiendo yo… ¿Qué se le ocurre? ¿O qué se imagina? Evaristo: Me imagino… que podría ser… afromexicano… como, a la mejor, a la mejor pudiera ser… pues al parecer, a mi modo de pensar ya sería negro con indio. Pudiera ser. Ya realmente no lo puedo descifrar, real, real, pero ya abordando la situación pudiera ser. (25 de julio de 2016)

  Este diálogo es sugerente por dos razones. Primero, refleja la incertidumbre alrededor de palabras extrañas que no terminaban de entenderse ni adoptarse –situación semejante a la advertida por Gloria Lara en la Costa Chica oaxaqueña a propósito de la EIC en 2015 y cómo la palabra afrodescendiente creaba confusión en la población encuestada (“Visibilización” 115)–. Segundo, muestra cómo se producían resignificaciones desde la mirada local; Evaristo interpretaba lo afromexicano, no sin vacilación, a partir de su marco experiencial inmediato –mismo que, según he apuntado previamente, concedía una alta significación al mestizaje entre gente negra e indígena–.
  En síntesis, negro y afro eran categorías de alter-identificación que se empleaban para hablar de otros y rara vez del Nosotros. Aunque originalmente la primera es herencia del lenguaje colonial mientras que la segunda brotó en contextos antirracistas, en El Faro ambas eran apropiadas en un sentido claramente racializante que aludía a corporalidades denostadas y a subjetividades inferiorizadas, de las cuales la población local se desmarcaba al asumir categorías que no tenían esa carga despreciativa y respondían, además, a su devenir cotidiano.

Consideraciones finales

  Como he tratado de mostrar, negro y afro son significantes cuyos usos varían en función de quién, cuándo, dónde y con qué fin sean enunciados. En la antropología mexicana se han empleado como conceptos descriptivos de la alteridad bajo los que subyacen determinados presupuestos teóricos y orientaciones ideológicas; en el activismo regional costachiquense, han sido categorías politizadas de identidad en la interlocución ante el Estado mexicano y en el marco de las luchas por el reconocimiento y la inclusión social; y entre la gente del común, en lugares como El Faro, han fungido como hetero-denominaciones en virtud de procesos socialmente significativos de racialización y mestizaje.
  Ahora bien, ninguno de los campos discursivos examinados es inmutable, pues en su seno ha habido tensiones así como diálogos con otros contextos enunciativos que han llevado a resignificaciones de las categorías; por lo mismo, tampoco se trata de universos semánticos autocontenidos o desligados uno del otro (que un habitante en Punta Maldonado tenga cierta noción sobre lo afro revela, incluso si la significación no es equivalente, alguna conexión con otros interlocutores ya sean de la academia, de las organizaciones sociales o del Estado). En esa medida, puede haber convergencias y divergencias semánticas; muestra de lo primero es la persistencia, en los tres contextos discursivos, de la connotación racializante y despectiva del vocablo negro, lo que incide en la reticencia a su uso como concepto escolar pero también como categoría identitaria entre actores locales y algunas cabezas del activismo regional. Al mismo tiempo, respecto a ese término ha habido disonancias de significación que se advierten al interior de un movimiento etnopolítico heterogéneo donde ha habido, por un lado, quienes lo siguen concibiendo legado del racismo colonial, y por el otro, quienes lo han revalorizado positivamente y reivindicado como categoría política de identidad.
  Las afinidades y los contrastes semánticos también ocurren con la categoría afro. Más allá de los matices, desde la enunciación académica y activista se ha entreverado una doble lectura del concepto que hace hincapié en las huellas culturales de raigambre africana y en una historia o ancestralidad de algún modo vinculadas con África, mientras que desde la cotidianidad de un pueblo como Punta Maldonado no se abrazaba ninguno de dichos sentidos y, en cambio, se lo entendía como corporalidades racializadas asumidas no en vía afirmativa sino en sus connotaciones negativas y estigmatizantes.
  Por supuesto, las categorías no son estáticas y los significados pueden variar en el tiempo y el espacio. Si a mediados de los 2010 lo afro en El Faro aún era interpretado desde las dinámicas de racialización y mestizaje que han marcado la vida cotidiana en una región étnicamente diversa como la Costa Chica, actualmente la significación local podría ser otra a la luz de eventos acaecidos durante el último lustro –reconocimiento constitucional federal, incorporación de los términos afromexicano/a y afrodescendiente en registros censales, presencia creciente de liderazgos afromexicanos en órganos legislativos a nivel federal y estatal–, lo que a priori propiciaría un ambiente orientado a una mayor sensibilización ante acepciones no racializantes de lo afro. En todo caso, ello tampoco garantiza que se disuelvan los marcos interpretativos cimentados en la racialización y el mestizaje, y es ahí donde siguen siendo claves miradas etnográficas que, atentas a prácticas y discursos de actores concretos en escenarios concretos, permitan comprender los múltiples, traslapados ¬y en ocasiones contrapuestos sentidos que adquieren las categorizaciones conforme cambian los contextos sociohistóricos y las condiciones de enunciación.
  En últimas, si categorías como negro y afro no son unívocas ni se acuñan para un único fin o en una sola vía, siempre será importante efectuar análisis semánticos que no sólo identifiquen los modos específicos en que aquellas son empleadas y dotadas de sentido en los distintos contextos enunciativos, sino que exploren sus articulaciones y ambivalencias al deslizarse de un contexto al otro. Ello permitiría tener una mayor claridad sobre el lenguaje usado para nombrar, definir y comprender a la otredad –y a la mismidad–, tanto por parte de la academia –a veces carente de autocrítica– como de los propios actores locales –quienes tampoco están al margen de la historia ni despojados de intencionalidades políticas.

Bibliografía

Notas