Espejismos de igualdad: la representación del negro y de lo negro en filmes cubanos de ficción, 1959-1999¹

Illusions of Equality: Representing the Black Subject and Blackness in Cuban Fiction Films, 1959-1999



Hugo García González²
Western Washington University
ORCID: 0000-0003-3619-7311



Recibido: 31 de marzo de 2024
Aprobado: 27 de junio de 2024




Resumen

La Revolución cubana trajo consigo una agenda de transformaciones concebida en proximidad a la eliminación de toda forma de desigualdad. Consecuentemente, entre 1959 y 1999, el ICAIC produce un cúmulo de largometrajes de ficción que se hace eco de estos cambios promisorios; los personajes cinematográficos de condición racial negra y/o mulata aparecerán al centro de la construcción de la nueva sociedad marxista. Este trabajo explorará en los filmes de ficción la intersección entre la integración y el tabú, así como los diferentes roles asignados al personaje negro y mulato, entre la incorporación simbólica a un imaginario nacional hasta el ejercicio de rescate del sujeto de sus propias prácticas culturales y religiosas, es decir de su negritud.

Palabras clave: cine; Afro-Cuba; ICAIC; socialismo; negritud

Abstract

The Cuban Revolution had a transformational agenda conceived in proximity to the elimination of all forms of inequality. Accordingly, between 1959 and 1999, the ICAIC produced an abundance of feature-length fiction films that echoed these promising changes; black and/or mulatto film characters would appear at the center of the construction of the new Marxist society. This paper will explore in fiction films the intersection between integration and taboo, as well as the different roles assigned to the black and mulatto character, from the symbolic incorporation into a national imaginary to the exercise of rescuing the subject from his own cultural and religious practices, that is, from his negritude.

Key words:Cinema; Afro-Cuba; ICAIC; Socialism; Blackness




  Gastón Baquero expresó una vez que “toda la historia de Cuba, desde el siglo XVI hasta nuestros días, se explica en función del problema negro” (418), y con ello enunciaba el trauma que genera en Cuba el comercio esclavo transatlántico y, al unísono, establecía una relación sintáctico-cultural con ese mismo trauma: en la afirmación de Baquero el negro es desplazado a función adjetival y con ello la frase entra a vibrar en la frecuencia de otros discursos, alfabéticos o no, que empujaban al sujeto negro, y con él lo negro de la cultura cubana, a una posición periférica. Consciente o inconscientemente, esta descentralización del sujeto negro desborda los días de Baquero y reverbera en el tiempo.
  En la producción fílmica que tanto se impulsa con la creación del ICAIC en marzo de 1959, ese “problema negro” tomará carácter muy particular, en especial desde la prohibición de exhibir el documental PM. Recorreremos la producción del cine de ficción con el interés de examinar la construcción de los personajes negros y mulatos frente a dos realidades esenciales: el universo religioso de matriz africana, como parte esencial de su propio acervo cultural, y la de su integración al proyecto político, económico y social que plantea la Revolución cubana de 1959.
  Limitar temporalmente este trabajo no supone una aseveración de inexistencia del sujeto negro y/o mulato en la producción cinematográfica cubana anterior a 1959. Abundar en época prerrevolucionaria desbordaría nuestro interés; nos limitaremos a señalar que

a partir de la década de 1930, el cine cubano produjo un corpus limitado pero muy real de obras que evocan la sociedad esclavista colonial con diversos grados de precisión, y este corpus es sin duda el más temprano y extenso del cine latinoamericano […]. En general, estas obras no niegan el racismo al que fueron sometidos los negros deportados de África, ni sus autores desestiman el fenómeno de la esclavitud. . . Sin embargo, su evocación se limita la mayoría de las veces a las manifestaciones más tópicas de la herencia africana, y ninguna de las películas ofrece un verdadero análisis histórico de este sistema económico ni de sus consecuencias sociales, ni tampoco una descripción realista de la violencia de la opresión. (Vincenot s/p. Mi traducción)

  Advertimos también que no incluimos a Nicolas Guillén Landrián, uno de los grandes cineastas afrocubanos, únicamente porque el corpus de su obra está formado por cine de género documental. Nos limitaremos al cine de ficción porque es producto cinematográfico que completa un ciclo, desde la escritura del guión y la aprobación para ser producido, hasta la postproducción y distribución, que garantizará el ajuste de todos los detalles de la obra en conformidad con la visión del director y la dirección del ICAIC. Nos detendremos en varios largometrajes para respondernos: ¿cuál es la relación entre ficción y realidad cultural en la composición de estos personajes negros y mulatos? ¿Cuáles son las implicaciones de las representaciones y las posibles lecturas del espectador de estos filmes? Por último, nos interesa la relación triangular entre el sujeto negro, su acervo cultural y los procesos políticos, económicos y sociales tal como aparecen en la ficción durante las primeras cuatro décadas de gobierno revolucionario.

Enunciaciones del “problema negro”

  La realidad cubana durante la década de 1960 estuvo marcada por la exaltación y el respaldo popular a las medidas del nuevo gobierno. Es época de grandes discursos que reverberaron en la historia porque, algunos de ellos, trazaron pautas y establecieron realidades que serían asumidas en las décadas subsiguientes. Entre las más famosas alocuciones pronunciados por Fidel Castro, se encuentran dos que han pasado a la historia como “Declaraciones de La Habana”; la primera, el 2 de septiembre de 1960, y la segunda, el 4 de febrero de 1962. En ambos discursos aparece el asunto del racismo y el lugar del negro en la nueva sociedad. En la sección introductoria de la “Primera declaración de La Habana”, el sujeto negro es incorporado al grupo de los excluidos en que se reúnen el más de medio millón de cubanos que no tenían trabajo, los guajiros que vivían en guardarrayas, los trabajadores del corte de caña y de la producción azucarera -que tenían trabajo unos meses al año-, y hasta los pescadores. Es decir, el negro era uno más de los explotados y las razones históricas que lo habían llevado hasta allí no diferían de otras realidades. La próxima vez que se menciona el negro ya se refiere más directamente a la discriminación diciendo: “para nuestro pueblo no había nunca un campo de recreo; para nuestro pueblo no había nunca una calle; para nuestro pueblo no había nunca un parque, y había muchos pueblos donde si había algún parque, a unos ciudadanos —los ciudadanos negros—, no los dejaban pasear en ellos” (s/p). Esta generalización de la calle y el parque constituyen un pasado prerrevolucionario y ello sirve de resorte para que el discurso se dirija a los estadounidenses como el “pueblo de los negros linchados, de los intelectuales perseguidos, de los obreros forzados a aceptar la dirección de los gangsters” (s/p). Cuba, por el contrario, en este discurso, ha encontrado y practicado la solución.³ El cuerpo del sujeto negro, y con él su negritud, comienzan a quedar atrapados entre el antes y el después, entre el aquí y el allá. Es el sujeto negro politizado, en tiempo y espacio.
  La liberación mítica del negro fue cantada en poemas y canciones populares, y ha pasado a estudios académicos en los que no es raro encontrar la valoración de la situación del sujeto negro en Cuba en conformidad con la idea de que el nuevo gobierno eliminó el racismo con un corpus leguleyo que desterró las prácticas discriminatorias por diferencia racial. Un caso relevante es el artículo “Race Toward Equality: The Impact of the Cuban Revolution on Racism”, de Johnnetta B. Cole, que ensambla una pequeña relación de momentos en que Fidel Castro enuncia el tema del racismo, desde la segunda semana del año 1959. Especifica la autora que con la Revolución cubana fue eliminado el racismo institucional (9-10). Esta visión externa tenía su equivalente en publicaciones al interior de la nación cubana que destilaban confianza en la efectividad que sobre el racismo tenía el aparato gubernamental. De aquellos años iniciales de la Revolución podemos referirnos al artículo titulado “La discriminación racial en Cuba no volverá jamás”, aparecido en la revista Cuba Socialista en el momento en que el nuevo gobierno cumple su tercer año en el poder. Inicia este texto afirmando que

Nuestra Revolución patriótica, democrática y socialista, ha eliminado de la vida cotidiana el odioso y humillante espectáculo de la discriminación por el color de piel [. . .]. Las raíces económico-sociales de la vieja lacra colonial-esclavista, alimentadas por las supervivencias feudales, el capitalismo y el predominio del imperialismo yanqui, han recibido un golpe mortal y definitivo con el establecimiento del poder revolucionario popular, dirigido por la clase obrera y las medidas y leyes fundamentales que este poder ha dictado y puesto en práctica […]. Se desarrolla la conciencia revolucionaria y socialista entre las amplias masas trabajadoras y populares y, consecuentemente, van desapareciendo los absurdos, venenosos y anticientíficos conceptos y prejuicios racistas. (Carneado 54)

Décadas más tarde, en 1986, sale a la luz el texto El problema negro en Cuba y su solución definitiva que plantea que

uno de los problemas más complejos y difíciles entre los muchos heredados del pasado, era sin duda el de la discriminación racial. Se trataba de una de las cuestiones que sistemáticamente soslayaban todos los gobiernos burgueses y seudorevolucionarios anteriores. Evidentemente, nadie que conociese el temple revolucionario demostrado por Fidel, desde que se inició la lucha, podía dudar de que el máximo líder desde el primer momento planteara la necesidad de erradicar en nuestro país la odiosa discriminación del negro, que constituía una vergüenza para nuestra patria. (Serviat 157)

  La aproximación al problema del negro seguía apareciendo con dos componentes fundamentales: el primero, un discurso histórico-narrativo del antes y el después; el segundo, la combinación de referencias al cuerpo legal y frases emitidas por Fidel y Raúl Castro en diversos momentos en que se refirieron a la discriminación (Serviat 158-165). Era una realidad nacional compleja porque “el debate sobre cómo contar la historia de la raza, especialmente en relación con la negritud, continuó, a pesar de que las narrativas oficiales afirmaban que la Revolución había eliminado la discriminación racial” (Benson 232. Mi traducción). Por otro lado, el caso PM reverberaba:

la decisión […] del ICAIC de no proyectar los documentales de la cineasta Sara Gómez reflejaba los conflictos nacionales sobre quién podía definir los papeles de los afrocubanos en el nuevo Estado y qué imágenes de la negritud eran aceptables en la década de 1960”. (Benson 232. Mi traducción)

  Este control del documental concede a la ficción una relevancia histórica y política que es de interés para este trabajo.

Ausencia y enmascaramiento

  El primer largometraje de ficción del ICAIC es Historias de la revolución (1959), dirigido por Tomás Gutiérrez Alea. Es una película formulada a partir de tres historias que tienen que ver con momentos históricos de la Revolución: la primera historia es colateral al ataque al Palacio Presidencial el 13 de marzo de 1957 y está protagonizada por un grupo de jóvenes que colaboran



Ilustración 1. Historias de la revolución. En un instante aparecen estas dos únicas caras de sujetos no blancos que,
entre otros muchos, se ven en la procesión por la muerte del rebelde. Captura de pantalla (1:22:54).

desde una posición periférica pero no menos importante, porque en su labor de proteger a un joven revolucionario herido vienen a demostrar la profundidad de las raíces de ese Ejército Rebelde que se enfrentaba al ejército nacional dirigido por Fulgencio Batista. La segunda historia tiene que ver con otro herido, pero en la lucha en las montañas de la Sierra Maestra y, como en el primer relato, se presenta la dicotomía individualidad-colectividad. La historia final reelabora el descarrilamiento de un tren blindado que iba de La Habana a la antigua provincia de Oriente con municiones y pertrechos de guerra para el ejército nacional porque era en esa zona que operaba el núcleo central del Ejército Rebelde comandado por Fidel Castro. En este gran debut de la Revolución en el cine, no encontramos personajes negros. Si estas eran las historias de la Revolución, entonces el espectador puede asumir que no son historias que atañan al sujeto de raza negra. Únicamente en la historia final aparecen unas muy contadas caras de tonos de piel más oscuros que corresponden a extras y por tanto se mantienen en el segundo o tercer plano (Ilustración 1).
  De estos primeros años, otro filme en el que merece hacer un alto es la coproducción entre Mosfilm y el ICAIC que fue tituladaSoy Cuba (1964). Dirigida por el soviético Mikhail Kalatozov, este es un filme visualmente muy bien logrado, con planos excepcionales, pero de una factura tan comprometida con el realismo socialista que posiblemente no le garantizaría éxito de público en Cuba, algo que nunca se pudo probar porque pasó a ser uno de los filmes “engavetados”.
  Soy Cuba presenta las problemáticas económicas, políticas y sociales previas a 1959 y que justificaban la lucha armada, como, entre otros, el problema de la raza negra en Cuba. En este contexto aparecen Ángel y María: él, un mulato joven y vendedor ambulante de frutas; ella, una muchacha negra, también muy joven, que reside en el barrio marginal arquetípico que fue Las Yaguas. A pesar de la relación sentimental que mantienen, María está obligada a la infidelidad por una segunda vida que fluctuará entre un bar, donde la famosa vida nocturna de La Habana tomaba forma, y la choza a la que cada noche debe retirarse, en ocasiones sola, otras veces acompañada. María no tendría lugar en el centro de la ciudad si no fuera por el servicio que ofrece; su doble condición subalterna de mujer y negra debe ser negociada con el único bien que posee, que es su cuerpo. La pareja de Ángel-María pareciera aludir a una anunciación de nuevo orden social, económico y político que estaba por llegar. Estos dos jóvenes aparecen envueltos en una teatralidad que parece criticar el pintoresquismo de filmes prerrevolucionarios y/o la mirada del turista estadounidense. Aún más interesante resultan los personajes negros que cantan en las noches en el bar que frecuenta María en busca de clientes. Estos hombres, como ella misma, logran acceder al espacio del divertimento nocturno capitalino, pero solamente en función de prestadores de los servicios esenciales que requiere la vida nocturna a la americana. Los consumidores del bar no tienen acceso más que a la representación de los cuerpos y la experiencia auditiva que proporcionan los músicos; los espectadores, por el contrario, son sorprendidos por las máscaras blancas que los músicos llevan sobre sus espaldas (Ilustración 2).



Ilustración 2. Soy Cuba. Captura de pantalla (12:25).

  Según Urusevsky, el director de fotografía, su objetivo era crear una narrativa poética que atrapara al espectador y lo hiciera participar del filme (Turner s/p). En esa lírica de la imagen, la autonomía expresiva de las máscaras conduce al espectador a un segundo nivel de lectura que propone una negociación del negro en la sociedad que no le da más lugar que el de productor del entretenimiento. Sin embargo, si tenemos en cuenta que uno de los textos más conocidos de Frantz Fannon, Peau noire, masques blancs había salido a la luz una década antes de que comenzaran los preparativos de la filmación de Soy Cuba, podemos imaginar que, desde la óptica de los soviéticos, este recurso de la cinematografía aportaba una dimensión visual al que entonces fuera posiblemente el más internacionalmente reconocido discurso crítico del Caribe.
  Sobre las espaldas, en el blanco de esas máscaras, parecen ir escondidas las aspiraciones de estos hombres negros que deambulan un espacio que no les corresponde; ansiedad invisible para la realidad fílmica, pero expuesta al espectador que puede conocer los dobleces de la vida de estos hombres, tal cual ocurre con María: todos ellos son vendedores de experiencias en el mercado de los placeres sensoriales. Sin embargo, el espectador cubano no tuvo la oportunidad de conjeturar acerca de las máscaras en las espaldas de los cantantes que no dejaban en buenos términos a los muchos músicos y cantantes cubanos de raza negra y mulata que habían ganado un lugar no solamente en el cabaret o restaurante donde cantaban y/o tocaban, sino en la historia de la música cubana. Quizás el desconocimiento de la realidad cubana del director hizo que no pudiera percatarse de la agencia de negros y mulatos en el ambiente musical de la nación.

  El primer largometraje cubano de ficción que sitúa un personaje negro en el centro de la historia es Cumbite (1964), también de Tomás Gutiérrez Alea, y basada en la novela Gouverneurs de la Rosée (1944), de Jacques Roumain (1907-1944). La pregunta que nos asalta es ¿por qué había que ir a buscar al personaje negro en Haití y exponer críticamente sus tradiciones mítico-religiosas y las relaciones interfamiliares que dividían la sociedad? ¿Acaso no existían temas relacionados a la población negra nacional cubana que necesitaran ser expuestos, valorados y/o criticados? En un momento germinal de la producción cinematográfica de la Revolución cubana y con condiciones materiales y tecnológicas escasas para llevar adelante proyectos fílmicos, nos llama la atención que el ICAIC haya dedicado recursos a un filme que, lejos de presentar una realidad nacional, lleva a la pantalla las condiciones (de inferioridad) de una nación vecina. El hecho de que Manuel, el protagonista, regresara a su natal Haití, proveniente de Cuba donde había trabajado en el corte de caña, y llevara consigo soluciones prácticas a la necesidad del haitiano, parece portar una carga simbólica que acentúa la ejemplaridad regional Cuba.
  Para Tomás Gutiérrez Alea, esta película debió significar una penitencia profesional, según comunicaciones personales que él mantiene con varios intelectuales. En una carta que Gutiérrez Alea le escribe a Juan Goytisolo, confiesa: Cumbite es para mí un serio fracaso. (Esto te lo digo en voz baja, no quiero que otra gente se entere… Tengo la desagradable sensación de haber dejado caer involuntariamente una gran mancha de tinta en un dibujo a medio hacer” (Gutiérrez Alea e Ibarra 99). Empero, Cumbite no resultaba totalmente ajena a la realidad cubana porque, si bien el filme no se ocupa de los asuntos de la población negra nacional, en él aparecen valores fundamentales que anclan la película a la nueva posición de Cuba en la geopolítica americana: en primera instancia, el regreso de Manuel refiere al nuevo lugar de Cuba a nivel regional. Con su nombre redentor, Manuel traía la solución al problema del agua. Solo Manuel puede garantizar la vida futura de su pueblo porque él ha transitado el camino de la necesaria transformación ideológica; la procedencia de las soluciones prácticas avizoraba cierta condición modélica regional de la Cuba revolucionaria. Para el espectador nacional, Cumbite ya planteaba la inferioridad por inoperancia de los sistemas mágico-religiosos de matriz africana, tema al que más adelante dedicaremos espacio.

El personaje negro y las adaptaciones de la historia

  En Cuba, las referencias a la identidad racial parten de las ideas expresadas por José Martí a fines del siglo XIX (Morris 2). La batalla de Martí contra la proyección de la discriminación de la sociedad colonial en el ejército libertador llega a tener su expresión más reconocible en el ensayo “Mi raza”, en el que expresa “el hombre no tiene ningún derecho especial porque pertenezca a una raza o a otra: dígase hombre, y ya se dicen todos los derechos […]. Hombre es más que blanco, más que mulato, más que negro. Cubano es más que blanco, más que mulato, más que negro” (Martí 298-299). Para el movimiento independentista, el racismo planteaba una urgencia porque, siendo Cuba el segundo mayor receptor de esclavos africanos al oeste del Atlántico, la integración del negro y del mulato a las filas de la causa independentista era necesidad militar de primer orden. Es por esto por lo que Martí puentea la condición humana, en ese “hombre” como definición decimonónica, con “cubano” como propuesta de anulación de toda característica biológica.
  La visión martiana de integración social de todas las razas es retomada por la intelectualidad de la época republicana (1902-1958). Posiblemente la voz más perdurable de esta época sea la de Fernando Ortiz quien, en su período post eugenésico, refiere a la sociedad cubana a partir de una percepción poético-culinaria del ajiaco. Esta olla de elementos múltiples llegará aun hirviente a la época de la Revolución de 1959 y reaparecerá en discursos múltiples como aquel 12 de agosto de 1960 en que se inauguró, en la sala Covarrubias del Teatro Nacional de Cuba, un espectáculo titulado Abakuá. En el programa impreso para el evento, Argeliers León explicaba que

De España y de África salieron múltiples elementos, que ya de por sí complejos, se mezclaron en este suelo. Aportaron hombres blancos y negros, caballos, creencias, vicios, plantas, mitos, cantos, odios, superchería, lenguajes, espadas, látigos, cepos, caña de azúcar, sífilis, artesanías, magia negra, un poco de ciencia y muchas ambiciones. Se fueron ajustando gradualmente en un tímido e irregular proceso de mestizaje, hasta el momento actual que nos ha abierto la puerta de la última etapa de una total integración. (s/p. Cursivas añadidas).

  En el filme Baraguá (1985), el personaje del general Máximo Gómez expresa: “¡Qué diferencia, cará! Cuando crucé la trocha para invadir Las Villas en enero del setenta y cinco, orientales, camagüeyanos, villareños, blancos, negros, todos unidos. ¡Y eran más de mil! ¡Más de mil!” (16:29-16:41). Al borde de la paz del Zanjón (1878), el filme parece querer decir que la propuesta decimonónica de integración martiana, que también fuera asumida por Juan Gualberto Gómez (de la Fuente 45), había dado el fruto esperado y las fisuras del racismo al interior del Ejército Libertador habían sido resueltas. Es la corriente ideológica independentista del siglo XIX cubano, de la cual la Revolución de 1959 se autodenomina continuadora. Los otros grupos, “reformistas, anexionistas, autonomistas, fueron sostenedores del racismo y la discriminación; los separatistas radicales, los independentistas verdaderos, libraron combates, en todas las trincheras, contra la discriminación y el racismo”, dice el anteriormente mencionado artículo de la revista Cuba socialista (Carneado 55-56). Esta generalización tendrá vasos comunicantes con los muchos discursos que asociarán la Revolución cubana de 1959 con las guerras de independencia y la presentarán como la única y real victoria de una misma guerra; al mismo tiempo, el racismo es asignado a una posición política. En adelante, ambas asociaciones repercutirán en algunos de los filmes más reconocidos.
  La década de 1970 en Cuba comienza con una llamada para demostrar que la consciencia socialista, y no el capital, era el gran motor de la producción. “La zafra de todo el pueblo”, como fue llamada, solo llegó a producir ocho millones y medio de toneladas de azúcar de los 10 millones propuestos, y ello desencadenó un período de fuerte dogmatismo ideológico que trajo algunos eventos que definieron estos años: celebración del primer congreso del Partido Comunista de Cuba (1975), creación del Poder Popular (1977). En lo internacional, Cuba es admitida como miembro del Consejo de Ayuda Mutua Económica (1972); Leonid Brezhnev visita Cuba (1974); La Habana es sede del XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes (1978) y de la VI Cumbre de los Países No Alineados (1979). Relacionado directamente al cine, el 3 de diciembre de 1979 se inauguró en la capital cubana la primera edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano (García González 224). En tal contexto,

el cine cubano vivió la llamada etapa historicista debido a la fuerte presencia de producciones de contenidos y dramas históricos, ubicados de modo mayoritario en la época colonial. De esta manera, […] el cine continuó jugando en papel clave como pieza ideológica dentro del engranaje hegemónico del Estado para la legitimación de los diversos aspectos de la realidad social. La lucha de clases, los enfrentamientos políticos, los tabúes que se pretendieron cuestionar o derribar y la propia obra social de la revolución fueron reflejados en la cinematografía del momento que se preocupó más por hacer un cine de reafirmación que por la belleza estética que supone este difícil arte. (Álvarez Pitaluga 95)

  El ICAIC, organismo encargado del proceso de producción cinematográfica en su totalidad, trajo a la pantalla grande reiterados temas de las guerras de liberación del colonialismo español y de la esclavitud. Sergio Giral, destacado por su interés en los temas relacionados a la esclavitud, dirigió los filmes El otro Francisco (1974), Rancheador (1976) y Maluala (1979). De este último nos dice Casamayor que

Los líderes cimarrones interpretados en Maluala […] repiten que no quieren recibir la libertad, sino ganarla. Son fuertes, lo saben y lo exponen con orgullo. Tienen plena confianza en sus cuerpos, en su capacidad como estrategas guerreros y en los poderes de sus creencias religiosas, que cultivan sin obstáculos. Algunas escenas de la película impresionan por el vigor y la violencia de estos personajes. Dueños de su destino, los cimarrones se hacen uno con la manigua. (310)

Este nivel de intransigencia y resolución era similar al que se esperaba de un sujeto “integrado” a la causa revolucionaria. En palabras de Ferrera Vaillant y Rodríguez Pérez,

la trilogía de Giral se permeó de una intención marcadamente didáctica, sentando así las bases para una comprensión más acertada de lo que fue la esclavitud y el papel del esclavo en la historia de Cuba; pero, el fijar una finalidad educativa a estos filmes, sin tomar en consideración las esencias del séptimo arte, lastró –a nuestro modo de ver– los propósitos del cineasta. (s/p)

  El carácter consecutivo de los temas de esclavos de Giral provocó que el productor Ricardo Ávila los nombrara “negrometrajes” (Giral 83), denominación que de alguna manera transparentaba el latente rechazo al negro y a su universo. Cuando la denominación rebasó las fronteras del medio intelectual, se convirtió también en expresión de rechazo a la rigidez pedagógica de estos filmes que contribuían a reconfigurar la esclavitud como una condición generalizada de todos los ciudadanos de la nación y de la nación misma hasta el 1 de enero de 1959. La condición emancipadora de la Revolución cubana apareció aún más evidente en el filme Una pelea cubana contra los demonios (1972) de Tomás Gutiérrez Alea, que comienza con un texto en dos cartones en los que se lee “Los hechos que aquí se narran, reales unos, imaginarios otros, pueden considerarse entre las primeras escaramuzas de esa larga batalla por la libertad que culmina 300 años después, en nuestros días, cuando la isla es finalmente dueña de su propio destino” (2:08-2:45).
  En Los sobrevivientes (1979), otro filme de Gutiérrez Alea, nos encontramos la asociación de la república a la esclavitud en la historia de los Orozco, una familia burguesa que, al triunfo de la Revolución, se encierra en su mansión a esperar que toda la novedad pasara para regresar a su vida anterior. Pronto los integrantes de la familia se ven ante la necesidad de trabajar o que otros lo hagan para ellos. La casa familiar se convierte en un cuasi feudo en que se reorganiza la sociedad que vive dentro de sus muros. Los varios empleados de la casa serán convertidos en trabajadores agrícolas forzados y ello desemboca en un maltrato que llega a los castigos corporales más tristemente célebres de la esclavitud en Cuba. Una de las sirvientas de la familia es una mujer negra que adivinamos que es nacida en África por la dificultad natural para hablar el español. Personaje estereotipado como fuerte matrona africana, dotada de una sabiduría natural que la convierte en narradora natural del filme, esta mujer asevera que “el mundo anda al revé. Pa’trá como el cangrejo. ¡Y volvió la esclavitud! Pero no e’ lo mimo trabajar libre que ecravo” (1:14:36-1:14:52). En la involución de la familia Orozco se funden períodos históricos por asociación de la burguesía republicana con la llamada “sacarocracia”, responsable principal de la inserción en Cuba de un número aún no conocido de esclavos. La película parece atizar el discurso oficial que funde el estadio colonial (1492-1898) y el republicano (1902-1958) en una esclavitud de imperios, español, primero, y estadounidense después. El hecho de que la burguesía capitalista recién destronada pueda regresar al poder e imponer la esclavitud es una alerta que, una vez visto el filme, no requiere de mayor explicación.
  Entre la filmografía de esclavos de los años 70, el trabajo más conocido es, aún hoy, La última cena (1976), también de Gutiérrez Alea. Se trata de una obra cinematográfica que se inspira en los hechos ocurridos en una Semana Santa en el ingenio azucarero del conde de Casa Bayona. La estructura dramática del filme lleva al espectador a través de tres momentos consecutivos que dialogan con otros discursos nacionales. Esta segmentación estructural parece dar continuidad a una estrategia narrativa anteriormente experimentada por Gutiérrez Alea en Una pelea cubana contra los demonios (1972), cinta en la que Channan advierte una “interpretación correctiva de la historia” (The Cuban 260. Mi traducción). Así, en La última cena, los primeros veinticinco minutos sirven al espectador para experimentar visualmente los horrores de la esclavitud, como si correspondiera al período colonial. Luego, el filme continúa con una propuesta arriesgada, que es la cena del Jueves Santo en la que el conde invita a doce de sus esclavos a un performance del pasaje bíblico; el conde se auto adjudica la posición de redentor (25:54-1:13:29). Esta cena, dice Ambrosio Fornet, “con su cámara fija y los cincuenta minutos de duración es sin duda una de las secuencias más verbosas de la historia del cine, pero sorprendió a los críticos por su impecable fluidez” (114). En lo formal, la larga secuencia nos remite a la famosa obra de Leonardo en el refectorio del monasterio de Santa Marie delle Grazie, en Milán; los espectadores, desde sus butacas de cine trastocadas en sillas de comedor, quedan atrapados a la mesa del conde, frente a estos doce apóstoles que son resultado del tráfico humano transatlántico. Llegado un momento en el desarrollo de la secuencia, el espectador comienza a sentir el rigor del encierro.



Ilustración 3 La última cena. Captura de pantalla (26:44).

  La cena deviene en una larga preparación del levantamiento de los esclavos, en paralelo simbólico con la historia nacional que va desde las guerras de independencia del dominio español (1868-1878 y 1895-1898) y los conflictos obreros y raciales del siglo XX, hasta el fallido asalto que dirigiera Fidel Castro a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, el 26 de julio de 1953 (1:23:08-1:32:04). En ese proceso continuado, el espectador se trastoca en juez de los esclavos en virtud del compromiso de cada uno con la libertad. Entre parábolas concurrentes, Sebastián se crece como el más radical; con su narrativa sobre la verdad y la mentira parece definir la actitud de la burguesía capitalista colonial y la Iglesia Católica. Este enfrentamiento de los esclavos al poder esclavista no quedará sin sus mártires. Sin embargo, es el único camino hacia la liberación final. Así aparecerá en la última sección del filme en que la rebeldía de Sebastián parece una alusión a la creación del Ejército Rebelde y el alzamiento en Sierra Maestra, entre diciembre de 1956 y enero de 1959.
  La última cena, más que un filme sobre la esclavitud es una rescritura de la historia de la esclavitud en virtud de la cual Sebastián es el héroe que determina un antes y un después para la nación. La rebeldía de Sebastián se torna simbólica pues su enfrentamiento es contra la institución esclavista y también contra todo sistema de opresión. Sebastián se presenta como figuración de guerrero mulato que en el contexto cultural cubano podría remitir a Antonio Maceo (1845-1896). En esta función simbólica del cine cubano, encontramos que

el proyecto de estos escritores y cineastas no es sólo desmitificar la historia del negro que viene del siglo XIX, sino también crear una nueva red de significantes de manera que el lector/espectador re-construya la historia de la opresión del negro en Cuba y su participación en las rebeliones que culminan con el triunfo de la Revolución de 1959. (Rosell 12)

  Junto a las películas de esclavos y cimarrones aparecerán otras que presentan al personaje negro implicado directamente en las guerras de independencia del siglo XIX. La primera carga al machete (1969), del director Manuel Octavio Gómez, acentuaba la retórica de la valentía y efectividad militar de los cubanos que peleaban con el arma de trabajo (el machete) frente al ejército profesional español. Un trovador mulato canta los hechos desde una perspectiva contemporánea al espectador; es la voz de Pablo Milanés, ya para entonces destacado en el movimiento de la Nueva Trova. La contemporaneidad de este narrador-trovador es acompañada por una intervención de personajes que comentan los hechos a través de dos formas de comunicación: una es hablando a la cámara, a modo de entrevistado; la otra es el diálogo entre los personajes, que se acerca a la dramatización de la historia. Otra línea informativa llega con una voz en off que narra los encuentros entre los insurrectos cubanos y las tropas españolas, y lo hace en un tono que recuerda las grabaciones de Radio Rebelde, emisora que, en tiempos de Fulgencio Batista, fundara el Ejército Rebelde comandado por Fidel Castro (43:55-45:15). Cuando una voz interpela a un personaje femenino en las calles de Bayamo con la pregunta “¿usted cree que los cubanos van a ganar esta guerra?”, la entrevistada responde “bueno, de estas cosas yo no sé mucho, pero, imagínese. Yo tengo seguridad de que sí […]. Para mí, igual que para todos los cubanos, debe ser así, algo muy emocionante y de verdad apasionado el estar en algo tan digno y tan puro como es la revolución” (46:50-47:40). En 1969, el término “revolución”, que también pronunciarán en el filme altos militares del ejército insurrecto, resuena en el espectador por su contemporaneidad. Este es un llamado a la identificación entre el momento del espectador con los primeros esfuerzos independentistas.
  El ojo crítico advierte que, en esta recreación histórica, los personajes negros son de escasa relevancia y que no aparecen altos militares de condición racial negra y mulata como Quintín Banderas (1834-1906), José Maceo (1847-1896), Guillermón Moncada (1841-1895) o Flor Crombet (1851-1895). La excepción es la figura de Antonio Maceo, el llamado “titán de bronce”, protagonista de la cinta Baraguá (1985), que rehace la anécdota histórica del rechazo a las condiciones de la propuesta de paz del gobierno español. Sin embargo, el Maceo personaje muestra una actitud completamente contemporánea que nos habla del carácter simbólico de estas selecciones de la historia en función del universo de la instrucción ideológica. De acuerdo con Benson, “la actitud del nuevo gobierno cubano para con la negritud fue ambivalente e inestable y dejó poco margen para los afrocubanos como negros y como ciudadanos” (3. Mi traducción), porque las condiciones étnica y racial quedaban supeditadas a la nueva urgencia que era de orden político.

El color de la integración

  Una de las realizadoras más reconocidas en temas del negro y la negritud es Sara Gómez, especialmente a partir de su largometraje De cierta manera (1977) que indaga en el proceso de transformación social entre la marginalidad y la integración a la sociedad revolucionaria en sectores históricamente marginados. Aunque este filme parece implicar que la marginalidad no está ceñida a una condición racial específica, también vale reconocer que las áreas habaneras en las que el filme se desarrolla han sido históricamente habitadas por un alto número de sujetos negros y mulatos. Andrea Morris afirma que, efectivamente, este filme resta importancia a las tensiones y prejuicios raciales que experimentan los protagonistas en su transición entre la marginalidad y la sociedad revolucionaria (129); a la vez, el lugar del negro en la sociedad no pasa por alto. Detengámonos en encontrar el punto en que se cruzan raza y marginalidad y encontraremos que Mario y Yolanda, los protagonistas, comienzan a difuminarse y devienen en secundarios; su historia de amor nos ofrece un hilo narrativo, versión revolucionaria del melodrama, y Guillermo, que aparece de forma fortuita, se delinea cual protagonista de la transformación más dramática entre la marginalidad y la total integración a la nueva sociedad. Reconocer esto requiere puntualizar que el objetivo de este trabajo es un análisis en los filmes de ficción y en el filme de Sara Gómez una voz en off nos dice que Guillermo es un personaje real (46:07). No obstante, este sujeto real es llevado a actuar al nivel de los actores profesionales e integrado a un hilo anecdótico ficcional; por ello, asumimos esta película como una obra de ficción, pues la inserción de elementos de la realidad fue práctica común que validaba el guion cinematográfico ficcional.
  Guillermo aparece en un momento en que la relación de Mario y Yolanda parecía terminar (45:20). Guillermo será un Hércules revolucionario y su primera tarea es suturar las fisuras que se abren en la narrativa conjunta de los protagonistas. A partir de su aparición, Guillermo y su historia toman una centralidad aleccionadora: hombre de raza negra, de mediana edad y nacido en Las Yaguas; su sueño, como el de muchos, era ser boxeador. Una noche, de regreso a su casa, Guillermo encuentra a un hombre rascabucheando a su novia. El hombre saca un cuchillo. En la pelea, el hombre cae al piso y se hiere de muerte con su propia arma (45:50-46:10). Era 1957; Guillermo fue a la cárcel cuando faltaba algo más de un año para la huida de Fulgencio Batista y el triunfo del Ejército Rebelde. Así, la vida de Guillermo queda escindida entre el antes y el después de la prisión, que es coincidente con el antes y el después del triunfo de la Revolución de 1959.
  Una secuencia con ambiente hogareño nos muestra la figura de Guillermo que se recorta sobre el fondo claro de una pared; le acompañan su esposa y sus dos hijos. Guillermo canta: “Yo soy la ceniza que vuelve a ser llama, yo soy quien realiza el amor en tu cama; solamente yo soy el hombre que te ama” (47:40). El ejercicio musical es sentencia autobiográfica y modélica, capaz de presentar la total integración de las dimensiones privada y pública del sujeto. La canción de Guillermo es lección musicalizada que intercepta el hilo anecdótico de Yolanda y Mario e invita a la reflexión. Para Guillermo, la prisión dejó trunca su vida como deportista; no obstante, al terminar su condena, se ha encontrado con la oportunidad de reintegración total. El personaje ha concluido el ciclo entre la marginalidad hasta ocupar un lugar de respeto en la sociedad como cantante y compositor y juez de boxeo. De Las Yaguas a los escenarios; de sujeto marginado a tener el poder de emitir veredictos deportivos.
  En otra canción, Guillermo exhorta: “Véndele a ese mundo que no te da nada” (52:50). Para dirigirse a los sujetos negros que perpetuaban esa marginalidad histórica más allá de los cambios de la Revolución, Guillermo usa los recursos lingüísticos comunes al habla más popular y marginal, y un tono confesional que llega a su momento más efectivo cuando le dice a su amigo: “Yo te digo, Mario, que la mayoría de esa gente no dejan el ambiente por cobardía” (53:30). La mención de la cobardía estremece a Mario, entonces Guillermo explica y lo que parecía un insulto es discurso convincente pues el receptor de las palabras de Guillermo parece haber sido trastocado: en el lugar de Mario se coloca todo espectador que pueda sentirse identificado con la exaltación del macho que frenaba la igualdad en la base del proyecto de sociedad socialista. La lección es que Guillermo es personaje negro, con historial criminal, que mantiene aspectos sociolingüísticos y de expresividad corporal como marcadores de la marginalidad cubana, y aun así tiene un lugar digno en la sociedad revolucionaria. Guillermo, como el esclavo Sebastián, se instala en posición protagónica porque ha tenido la fuerza para liberarse. Sebastián se libera de la esclavitud; Guillermo, de una marginalidad que ahora es condición ideológica. De tal manera, Guillermo relocaliza la frontera entre marginalidad y la integración a la sociedad; el triunfo sobre la marginalidad es únicamente posible por ablución ideológica. Si Guillermo ofrece lecciones a Mario es porque ha sido capaz de desandar la marginalidad. A Mario aún falta un elemento: la voluntad.
  Décadas más tarde, se estrena en las salas de cine el filme María Antonia (1990), de Sergio Giral, y nos ofrece un paseo por las profundidades urbanas de la pobreza, el hacinamiento, la falta de higiene y el analfabetismo prerrevolucionarios. El espectador-visitante de este paisaje dantesco pasará delante de la violencia de todo orden, el machismo y la consiguiente discriminación de la mujer, la prostitución, el proxenetismo, el robo, el juego, el alcohol y las drogas, y hasta una ligera aparición de la homosexualidad (tema aún tabú para este momento). La narrativa de María Antonia se nutre de las mismas fuentes que simplifican la historia a un antes y un después del 1 de enero de 1959, con la salvedad de que ningún filme de ficción de los muchos realizados hasta este momento había abierto las venas de la marginalidad anterior a 1959 como lo hizo María Antonia. La eficacia de la dirección, la cinematografía, el trabajo de fotografía y la credibilidad que les dan a sus personajes Alina Rodríguez (María Antonia), Alexis Valdés (Julián), Asenenh Rodríguez (la madrina) y Elena Huerta (Cumachela) contribuyeron a perfeccionar esta selva humana. A este filme le dedicaremos un espacio más adelante, cuando abordemos la religiosidad; por el momento, señalaremos la secuencia en que María Antonia cae frente al trono de Ochún en un patio en que ocurría una celebración en honor de la oricha (1:40:00). Esta secuencia del filme parecía el final de María Antonia y de la película; empero, la cámara hace un paneo sorpresivo como si quisiera mostrarnos una puerta de escape. En el espacio que estaba abarrotado de gente ya no queda nadie; aquel contexto en el que el espectador se había visto en el centro de un toque de tambor y sobrecogido por la vitalidad de una herencia cultural africana, también ha desaparecido. El lente nos lleva a la calle, hasta un espacio abierto en que ya no encontramos las tensiones sociales que había marcado el filme: la gente camina, los jóvenes bailan música que ya no tiene influencia africana sino del primer mundo, y todo ocurre en total normalidad. Llega un automóvil rojo, se detiene y de él desciende una María Antonia otra, ya no enfundada en el vestido amarillo de los años 50, sino en un atuendo común a la mujer joven de 1990. Esta María Antonia ha perdido la dureza de la expresión facial que caracterizó a la anterior, y que resultaba de su condición de mujer y de sujeto marginal; es una María Antonia “actual” que se mueve en un espacio diáfano y seguro. Personaje y espacio son los mismos, pero sin marginalidad. María Antonia ha sido liberada. Son unos pocos segundos finales del filme, pero suficientes para situar política y cronológicamente la historia que acabamos de ver. La marginalidad queda planteada en términos políticos.

Hacia una sociedad científica

  La Revolución cubana instaba a la transformación radical del pensamiento nacional; de tal manera se eliminaron y/o transformaron festividades que perpetuaban el antiguo contexto popular. Por ejemplo, el día de los Reyes Magos fue sustituido por el día de los niños, en julio, único momento del año en que los juguetes eran vendidos por sorteo; los paseos de carnaval pasaron a ser también en julio; la tradicional fiesta de año nuevo, de gran relevancia por la influencia religiosa de procedencia africana embebida en esta y otras muchas costumbres, pasó a ser la celebración del aniversario del triunfo de la Revolución; y la Navidad y la Nochebuena fueron suprimidas, como ocurrió también con las procesiones religiosas. Entretanto, las flores se dedicaban a los mártires de la Revolución que ocuparon los altares del nuevo imaginario. Todo esto iba enmarcado en un calendario en el que los años eran nombrados según triunfos o metas políticas, económicas y/o sociales. Era la formación de una cosmogonía nueva por la reescritura de los mitos, transformación de las costumbres y la elaboración de un nuevo repertorio modélico. El aspecto más radical fue el establecimiento del materialismo dialéctico que convertía en incongruencias todo pensamiento sobrenatural, incluyendo el universo mítico-religioso de matriz africana.
  En 1959 hacía algo más de siete décadas que la esclavitud había sido abolida en Cuba; la población negra que encuentra la Revolución es heredera de una cosmovisión que, entre sus muchos designios, estaba el de contribuir a la supervivencia y forjar un espacio social propio en paralelo a la sociedad que es hostil al negro. Los sistemas religiosos de procedencia africana eran también los entramados de relaciones afectivas familiares y sociales; todo un prodigio logrado a partir de una pan-africanidad que nunca ha sido suficientemente reconocida. La Regla de Ocha-Ifá, comúnmente llamada Santería, la Regla de Palo Monte, la Regla Kimbisa del Santo Cristo del Buen Viaje y la Sociedad Secreta Abakuá probaron no solamente la resiliencia del africano, sino también la creatividad y la capacidad del pensamiento abstracto que, desde posiciones del poder, se consideraba de facto una posibilidad europea. Estos sistemas religiosos y sociales arraigaron hasta desbordar las limitaciones de raza o clase social, pues durante las décadas de la República, las variantes de la religiosidad de matriz africana, aunque con mucho prejuicio social, eran practicadas por muchos sujetos blancos y por otros que no compartían condición de clase con los más pobres. Por ello, la imposición de la filosofía marxista-leninista y la condición atea de la nación era exigencia de cercenar arcanos culturales de la población negra y mulata y también en buena parte de la población blanca. Según Odette Casamayor,

las religiones cubanas de origen africano, consideradas además como poco civilizadas, y otras expresiones culturales que redujesen la disponibilidad del individuo para entregarse enteramente al proyecto revolucionario, no entraban por lo tanto dentro de los valores atribuidos al Hombre Nuevo, el ser del futuro que debía conducir la sociedad revolucionaria hacia el progreso. (314)

  En los filmes con temas de esclavos, esta religiosidad es presentada de la manera en que aparecían las creencias afro-haitianas y la magia en Cumbite: un obstáculo para el desarrollo social. Como bien explica Lourdes Martínez-Echazábal, tanto en La última cena como en El otro Francisco,

las religiones de origen africano se sitúan en un pasado lejano y se representan favorablemente como elementos de resistencia cultural y política. De hecho, en ambas películas se presenta a los negros como poseedores de una especie de poderes ocultos derivados de sus creencias y prácticas religiosas. (18. Mi traducción).

  El filme funcionará como evocación arqueológica que asume las prácticas religiosas como estrato histórico en la lucha por la liberación, pero innecesarias porque un movimiento más objetivo y poderoso que los orichas ha traído la real liberación.



Ilustración 4. Las doce sillas. Captura de pantalla. (53:15).

  Una de las estrategias para el convencimiento del carácter obsoleto del pensamiento religioso afrocubano es la sátira. En Las doce sillas (1962), de Tomás Gutiérrez Alea, asistimos a la pesquisa que despliega un sacerdote católico para encontrar unos diamantes escondidos en el asiento de una silla de comedor de una antigua familia burguesa. En busca de la antigua sirvienta de la familia, el sacerdote debe visitar el pueblo de Casablanca, al otro lado de la bahía de La Habana, tradicionalmente habitado por negros, mulatos y blancos pobres, y donde los referentes religiosos afrocubanos se mantuvieron con mucha fuerza. Al llegar a la casa, el cura se encuentra con un “toque de santo” en honor de un oricha al que se le ofrece la música y el baile (Ilustración 4). El sacerdote, que debió combatir tales manifestaciones religiosas, atraviesa el ritual y se incorpora a la danza y el toque de tambores, al punto de bailar con la mujer a la que buscaba (52:46-53:58). Anticlerical, como varias películas de este director, el filme se vale de la negritud para ridiculizar al personero del Vaticano, y lo negro regresa al escaño más bajo del orden jerárquico.
  Otro ritual de Ocha-Ifá aparece en el filme De cierta manera, en la secuencia en la que Mario trae a Yolanda a la casa porque es el cumpleaños de santo
de la madre de Mario. Los espectadores, que ya estábamos allí un instante antes, vemos la entrada de la pareja y cuando la madre de Mario se acerca a Yolanda y le dice:

Yo pensé que ya no iban a venir. Como Mario ya no cree en esto. No, y se avergüenza y todo. Pero, en un día como hoy yo quería tener a toda mi familia aquí reunida, y como ya tú casi eres de la familia… Pero, mira, mira, esos son mis santos. Esto es lo único que tengo que dejar cuando me muera; después pueden hacer lo que quieran. Botarlos, lo que quieran. Yo soy la que tiene que adorarlos. (29:14-30:26)

  La identificación de la madre con sus orichas y la apatía del lenguaje corporal de Yolanda determinan dos polos de una transformación social. En el centro, la vergüenza de Mario evidencia la efectividad de una presión rizomática que, ejercida desde un sinnúmero de coordenadas del poder político, convirtió el universo mítico-religioso de procedencia africana en un estigma capaz de situar a las generaciones de sujetos de una misma familia en diferentes territorios ideológicos. Si Mario quería ser ñáñigo, pero ya no (14:30-14:48), es porque ha emprendido el camino del abandono de un sistema de pensamiento que ha sido superado. Vaciado el panteón, el poder político ocupa el alto estrado de los orichas. Si la madre de Mario debía adorar a sus orichas es porque estaba convencida de que a ellos debía ella algo; Mario solamente debe celebrar el nuevo orden que le ha garantizado vivienda, empleo y la posibilidad de ser servido en restaurantes de lujo a los que antes no tenía acceso. El acto sacrificial del sujeto será su alineación político-ideológica con el Estado.
  Sustituir un pensamiento religioso con una filosofía materialista fue tarea ardua y así lo demuestra la condición obstaculizadora que se le adjudica a la religiosidad afrocubana en el filme ¡Patakín! Quiere decir ¡fábula! (1985), del director Manuel Octavio Gómez. Por la grafía del título, ya percibimos la desautorización de las narrativas de los orichas (patakíes) que hilvanaban la religiosidad popular. En este filme, los personajes son algunos de los más reconocidos orichas de la Regla de Ocha-Ifá, ahora musical y políticamente recontextualizados. Dos secuencias iniciales de la cinta nos son de interés: una, situada en la ciudad, junto al mar; la otra, en un campo de cultivo. En ambos casos, el montaje remite a la integración del estudio con el trabajo agrícola impuesto por la Revolución para escuelas secundarias y bachilleratos urbanos, y la creación de los internados rurales para estudiantes de las ciudades.¹⁰ En el campo, aparece Oggún, ya no entidad africana sino hombre blanco que canta: “Nunca detengas tu obra / lucha, trabaja y prosigue / que el que nunca se decide / nada en esta vida logra”. El coro de trabajadores responderá con el estribillo “el trabajo es el tesoro, vamos todos a cantar” (5:06-7:00). Caridad, prometida de Oggún, es mujer nueva que conviene al hombre nuevo que es su prometido.¹¹ Dos orichas-personajes son antihéroes de la nueva sociedad: Elegguá, holgazán y desafortunado en el amor, y Changó (aquí apellidado Valdés), el gran macho, mujeriego y bailador del panteón de Ocha-Ifá, transformado en modelo de lo improductivo. Incapaz de aceptar el rechazo de Caridad, Changó le pregunta: “¿Y qué tiene Oggún que no tenga yo? Los dos nacimos en el mismo barrio y jugamos en el mismo parque”. Caridad le responde “Ah, mi amor. Eso es lo que tiene. Que él es un hombre que crece y cambia, y usted lo que no tiene es remedio” (43:06-43:16). En este diálogo se contraponen la expresión adulta del sujeto femenino que ha ganado en agencia y la del semental venido a menos que revela su estado de indefensión con una fraseología infantil. En medio de una intención estatal movilizadora que apostaba por imponer el trabajo agrícola extendido a toda la población, Changó es alegoría de obstáculo político y social. El pronunciamiento de que la única posibilidad de Changó es la de “representar a los vagos en el Congreso Internacional del Lumpen”¹² (44:27) presentaba al machismo y la holgazanería como parte de una amalgama cultural de herencia africana que también incluye la religiosidad. Los esfuerzos para solucionar el problema negro habían variado el rumbo. Criticado en su momento por falta de frescura y coherencia (González Acosta 91), ¡Patakín! contribuyó a la definición fílmica de una marginalidad que tiene su motor principal en el pensamiento mítico-religioso, algo que reaparece en el filme María Antonia (1990).
  Con un guión que tiene sus antecedentes en una obra de teatro de Eugenio Hernández, exhibida en la década de 1960, (Chanan, Cuban Cinema 440), María Antonia regresa a la relación de la marginalidad con la herencia cultural y religiosa de origen africano, y lo hace con toda la profundidad que le permite un hilo anecdótico situado en época prerrevolucionaria. Sin embargo, algo ha cambiado: el público cubano que asiste al estreno del filme es el mismo que enfrenta el deterioro tan profundo como repentino de la economía cubana, resultado del descalabro del concierto de naciones marxistas que dejó a Cuba -en términos náuticos- sin amarras. El llamado “Período Especial en Tiempo de Paz” era para el ciudadano una caída al vacío que activaba el resorte natural de la búsqueda de protección en una dimensión donde pudieran existir agencia y poder. En tal contexto, la combinación marginalidad-religiosidad afrocubana se desvanecía para el espectador que ahora vivía en condiciones precarias y que reconocía en el “solar” en que María Antonia tenía su cuarto, una realidad habanera que nunca había desaparecido. El componente religioso del filme, esa otra parte de la ecuación, lejos de parecer un discurso crítico, generó un efecto especular en el que se reconocían las relaciones afectivas que se establecieron a partir de la iniciación religiosa y los diferentes grados de relación entre el sujeto humano y los orichas.



Ilustración 5. María Antonia. Captura de pantalla. (00:54).

  La explosión de la religiosidad popular como respuesta a la precariedad generalizada puso al personaje María Antonia en una tesitura de marginalidad no social ni política, sino religiosa: “Ochún quiere mi cabeza, pero no se la voy a dar”, dice el personaje en uno de sus momentos de rebeldía (1:11:30), y el espectador adivinará el final de esta mujer. Es decir, que el filme que en otro tiempo pudo ser un instrumento crítico en favor de la extirpación de la religiosidad popular de matriz africana, llegó al espectador en un momento en que se ofrecía cual narrativa del poder de Ochún y, por extensión, del resto de los orichas del panteón de Ocha-Ifá. Tres décadas de intentos de extirpación de la huella mítico-religiosa del África subsahariana en Cuba no solo no hicieron mella en la religiosidad afrocubana, sino que, además, fueron los orichas los que acudieron al rescate de una población enfrentada a un futuro que ya nunca se materializaría.
  Ante la muerte de María Antonia, el espectador regresa en su memoria a la secuencia inicial del filme que muestra la escultura de la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba y asociada a Ochún, envuelta en llamas. Un inicio que bien parecía parte de la ofensiva anti religiosa, y luego puede ser entendido en función de la irreverencia de María Antonia y su desatención a su oricha tutelar para priorizar su relación de pareja con Julián. La imagen quemándose es eso y es también elaboración simbólica del momento de total crisis ideológica, económica y política que vive la nación (Ilustración 5).¹³
  A fines de la década, con la aparición del filme La vida es silbar (1998), de Fernando Pérez, tendremos una visión fílmica de ese “Período Especial” ya en condiciones muy avanzadas. Este filme recupera el tropo del personaje masculino, mulato y marginal en su protagonista, llamado Elpidio Valdés,¹⁴ hijo de Cuba y de padre desconocido, que habita en un cuarto de solar ambientado con un laconismo que recuerda una celda de prisión, excepto por la enorme imagen que, por el rojo de la vestimenta, la corona mural, y la espada y el cáliz en las manos, asociamos con Santa Bárbara. Pero esta imagen, lleva también un tocado carnavalesco y una máscara blanca; el primero podría referir a la crisis de los discursos y las ideologías de fin del siglo XX; lo segundo podría ser un guiño a la aún olvidada cinta Soy Cuba (15:03-15:09).
  “Elpidio no fue como su madre quería y Cuba se cansó y lo abandonó” (14:50-15:08), dice la narradora, como quien marca el punto cero de la marginalidad de este personaje en una doble condición de orfandad por abandono. Elpidio, lejos de ser el dechado de virtudes y de piel blanca que creara Juan Padrón, es un hombre joven de la era post soviética y su vida no tiene dirección alguna. La preeminencia de escultura de Santa Bárbara nos sugiere la persistencia de este oricha medular para la población masculina negra y mulata, y también blanca, que es Changó, que en nada se asemeja al personaje del musical que dos décadas atrás intentaba ridiculizarlo. En Elpidio podemos imaginar un regreso histórico y etnológico al momento en que el personaje africano se encuentra en total abandono y en un espacio hostil, acompañado únicamente de la dimensión mítica de su memoria. De tal manera, lo que en María Antonia pudo ser una interpretación del espectador, en La vida es silbar es una afirmación. La fuerza de los dioses es directamente proporcional al sufrimiento de los humanos.
  Entre Mario (De cierta manera) y Elpidio (La vida es silbar) el cine cubano nos ofrece un recorrido del imaginario social entre la integración y la marginalidad. En este periplo, el espectador podrá cuestionar si la marginalidad es consustancial al sujeto o si, por el contrario, es una declaración que se impone desde un locus externo en el que se reconforman categorías conexas al ejercicio del poder.

Conclusiones en negro y blanco

  La condición ficcional de los largometrajes que analizamos no implica su desvinculación de las diferentes aristas de la realidad nacional. Por el contrario, la ficción cinematográfica resulta útil cuando se trata de una producción dirigida por un organismo con objetivos ideológicos y políticos prestablecidos.
  Acercarse a los filmes cubanos en busca de la (re)presentación del sujeto negro y de la negritud, nos lleva a la posición del discurso oficial frente a la situación de las razas. Seguidora del sentimiento antirracista de José Martí, indiscutible modelo cubano, la Revolución apuesta por la igualdad a partir de la negación de la existencia de razas. Sin embargo, a diferencia del proyecto martiano que se limitaba a la abolición del racismo, la Revolución de 1959 demanda también del sujeto negro el abandono de todo lo que ideológicamente pudiera entrar en fricción con el materialismo dialéctico del pensamiento marxista. Esta nueva inserción ideológica sitúa al sujeto negro en una posición de extrema complejidad.
  La percepción eurocéntrica de la cultura ha sido uno de los temas más debatidos en América Latina, pero ha sido asociado generalmente a la herencia de la condición colonial de las nuevas naciones. La visión modélica de Europa no suele asociarse a movimientos revolucionarios como es el caso de Cuba. Sin embargo, el reemplazo de la cosmovisión afrocubana por la doctrina marxista no dejaba de ser una nueva imposición de una filosofía importada que, nuevamente, “aventajaba” a la cultura local. En este intento de deculturación en pro de una ideología superior, las películas de ficción quedan situadas en variadas coordenadas del mapa ideológico, desde las que sirvieron como vehículo para llegar a los sectores de la población en los que la herencia africana se mantenía con mayor fuerza, hasta los que asumieron una posición crítica que expone el fracaso del intento, la continuidad de la exclusión y el desarraigo.
  En la ficción cinematográfica encontramos también que al sujeto negro le fue encargada la representación de una esclavitud reescrita en función de un discurso político. La esclavitud deja de ser el trauma histórico para quedar resemantizada; es proyectada sobre la totalidad de la historia nacional anterior al 1 de enero de 1959. La emancipación es revolución y el antiesclavismo es antimperialismo. Dentro de la categoría de la esclavitud, el cimarrón fue el personaje favorecido por el discurso oficial porque es sujeto que se forja su propia libertad y con ello afecta, de diferentes maneras, las bases de la producción capitalista que enriquece a la burguesía. Por tanto, la figura del cimarrón es el molde en que se vacían al menos dos posibles lecturas: como inicio de la rebeldía que luego continuara el Ejército Rebelde y como alegoría del proceso revolucionario que se había rebelado contra el poderoso, nacional o extranjero, y había expropiado sus fuentes de ingresos.
  En el recorrido por estos filmes de ficción que produjo total o parcialmente el ICAIC entre 1959 y 1999, podemos encontrar que los personajes negros que cruzan la gran pantalla son el gozne que traba relación entre la producción cinematográfica nacional y las prioridades del proyecto político del gobierno revolucionario cubano. En esta posición mediadora, esos personajes deberán asumir diferentes papeles en tanto que representaciones humanizadas de un conjunto de ideas, metas y objetivos esenciales para la transformación de la sociedad cubana en el camino del ideal socialista, aun cuando ello implicara la dilución de buena parte de la cultura nacional.

Bibliografía

Filmografía

Notas