Lavanderas en las Sociedades Africanas: una aproximación a sus experiencias de vida, trabajo y sostén colectivo
a mediados de siglo XIX en la ciudad de Buenos Aires

Laundresses in African Societies: An Approach to Life Experiences, Labor and Collective Support. Buenos Aires City, Mid 19th Century



Gabriela Mitidieri ¹
Universidad de Buenos Aires
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-0039-8720



Recibido: 30 de marzo de 2023
Aprobado: 20 de mayo de 2023

Resumen

El presente artículo propone seguir la pista de un conjunto de mujeres que fueron registradas como socias de distintas Sociedades Africanas durante la década de 1850. El foco estará puesto de modo privilegiado en sus experiencias de trabajo en el lavado de ropas. Al entrecruzar la información de tales listados de socios, con el análisis de cédulas censales, testimonios de cronistas de la época y documentación municipal, me interrogo por el lugar que pudo haber tenido su participación en las Sociedades para obtener y mantener una ocupación laboral. Me detengo en distintas dimensiones entrelazadas: los lazos familiares involucrados, la proximidad entre ellas al nivel de la parroquia en la que residían, la materialidad de sus viviendas, el carácter colectivo de su trabajo. A su vez, busco ampliar la mirada, reconstruir los trazos generales de un mercado de trabajo urbano que hacia mediados del siglo XIX se encontraba segmentado y jerarquizado siguiendo pautas raciales y de género y distinguir el lugar que tuvo el trabajo de las lavanderas negras, pardas y morenas en la ciudad en las décadas de 1850 y 1860.

Palabras clave: lavanderas; sociedades africanas; Buenos Aires; trabajo femenino

Abstract

This article proposes to follow the trail of a group of women who were registered as members of different African Societies during the 1850s. The focus will be set on their work experiences as washerwomen. By intertwining the information from such member lists, with the analysis of census records, testimonies from chroniclers of the time and municipal documentation, I pose a question about the place that their participation in the Societies could have had to obtain and maintain a job. I dwell on different intertwined dimensions: the family ties involved, the proximity between them at the level of the parish in which they resided, the materiality of their homes, the collective nature of their work. At the same time, I seek to broaden the perspective, reconstruct the general outlines of an urban labor market that towards the mid-nineteenth century was segmented and hierarchical following racial and gender guidelines, and distinguish the place that the work of black washerwomen in the city in the 1850s and 1860s.

Keywords: Washerwomen; African societies; Buenos Aires; women's work

  En 1858, María Baldés y sus hijas Eugenia y Juana, Gabriela Savala, y María Vega y su hija Teodora fueron registradas como socias de la Sociedad Africana “Congo Angunga”². Baldés y sus compañeras residían unas en ranchos de paja y otras en habitaciones de inquilinato ubicados en las inmediaciones de la sede de la Sociedad, entre la parroquia de La Piedad y la de Balvanera. ³ Se trataba de una zona poco transitada, que habría de crecer en los años siguientes, tras establecerse allí la cabecera del primer ferrocarril porteño. Había en la ciudad alrededor de 50 sociedades africanas diferentes, que tenían en común la realización de bailes y celebraciones, así como el propósito de velar por el bienestar material de sus miembros y asegurarles un funeral en caso de muerte. El nombre de cada sociedad remitía en muchos casos al lugar de origen de los socios y socias o al de sus ancestros en el continente africano, donde habían sido esclavizados antes de su traslado a América, a comienzos del siglo XIX. Al ser censadas en 1855, las mujeres habían declarado la ocupación de lavanderas, oficio frecuente entre trabajadoras negras, pardas y morenas de la ciudad.
  Este artículo se interroga por los cruces entre ocupación laboral y pertenencia a una sociedad africana en la experiencia de mujeres negras, pardas y morenas de la ciudad. A partir de una exploración de múltiples y fragmentarios registros –escritos de cronistas de la época, notas periodísticas, expedientes policiales y judiciales, así como cédulas censales- busca poner de relieve la importancia de la actividad desarrollada por estas mujeres, identificar los distintos arreglos laborales dentro de los cuales ejercieron su oficio y reconstruir algunos rasgos de sus jornadas de trabajo. En esa línea, al abordar la década de 1850, el presente escrito busca realizar una contribución a las reflexiones históricas sobre la postabolición en Buenos Aires, sobre las coordenadas raciales y de género que segmentaron y jerarquizaron mercados laborales formalmente libres y sobre los modos de ganarse la vida de mujeres que transitaron en sus propias biografías la experiencia de la esclavitud y de la manumisión.
  Distintas agendas historiográficas pusieron el foco en algunas de las dimensiones del problema que aquí se indaga. En un estudio pionero, el historiador George Reid Andrews dedicó un capítulo de su libro sobre los afroporteños a explorar los cambios y continuidades de las diferentes modalidades de organización que se dieron hombres y mujeres de color a lo largo del siglo XIX. Gracias a su investigación fue posible distinguir espacios, festejos, herramientas colectivas que colaboraron en la manumisión de sus miembros, así como una persistente voluntad de reunión en clave étnica. A su vez, Andrews reconocía el rol que jugaron las mujeres en las sociedades africanas, especialmente en momentos en los que el alto reclutamiento militar a partir de la revolución y las guerras subsiguientes sustrajo de esos espacios a los miembros varones. No obstante, de su lectura, queda también la impresión de una valoración más positiva de aquellas sociedades mutualistas que proliferaron en las últimas décadas de aquel siglo, tal vez porque éstas se presentaron a sí mismas como reuniones imbuidas de un espíritu moderno, que dejaban atrás los resabios de otro tiempo que habrían encarnado las cofradías, naciones, tambos y candombes de los primeros dos tercios del XIX. Serán estudios posteriores como los de Pilar González Bernaldo (Civilidad y política) y de Oscar Chamosa (“To honor theashes”) los que permitirán interpretar estas organizaciones a la luz de un contexto de fomento del asociacionismo propiciado desde distintos gobiernos post-independentistas. También los que harán posible reconstruir dinámicas, conflictos y prácticas propias de las personas que dieron vida a estos espacios.
  Por su parte, existen numerosos estudios que desde la historia del trabajo femenino han arrojado luz en distintas latitudes sobre las peculiaridades de la ocupación de las lavanderas. Es con Marie Francois (“Se mantiene de lavar”) que reconocemos las derivas históricas de las lavanderas de la ciudad de México entre fines del siglo XVIII y a lo largo de la primera mitad del XIX. Pero más importante, es a través de su investigación que es posible repensar este trabajo como un oficio complejo, como un emprendimiento comercial que implicó tratativas regulares con poderes municipales y, especialmente, como un trabajo creador de valor, en la forma de apariencias decentes hechas de ropa limpia y cuidada, necesaria para disputar nociones de honor, respetabilidad y status social en capitales de nacientes repúblicas latinoamericanas. Por su parte, la pesquisa de Carmen Sarasúa (“El oficio más molesto”) sobre los rasgos de esta ocupación en el siglo XIX en España permitió dimensionar la dificultad y la destreza física que el lavado de ropa implicaba.
  No abundan los estudios históricos específicos sobre las lavanderas en nuestro país. Desde la historia del arte, la indagación de Viviana Bartucci (“Imagen y espacio”) resulta sugerente y significativa ya que recorre las distintas representaciones artísticas realizadas en Buenos Aires sobre estas mujeres, habilitando un análisis de la cultura material que rodeaba esta actividad laboral. En paralelo, investigaciones que centran la mirada en los trabajos realizados por ex esclavizados y esclavizadas en el período de la post abolición en las provincias de Corrientes y en Entre Ríos (Valenzuela, “La abolición de la esclavitud en Corrientes”; Sosa, “Trayectorias de afrodescendientes esclavizados”), notaron la presencia de lavanderas como una ocupación frecuente de mujeres africanas y afrodescendientes. Experiencias semejantes fueron encontradas en pesquisas que abordaron el siglo XIX en Río de Janeiro (Monteleone, “Costureiras, mucamas, lavadeiras e vendedoras”) y en ciudades portuarias de Angola (Lopes, “Free, enslaved and "liberated" women imprisoned in Luanda 76). Existen también trabajos recientes que procuraron dar cuenta del trabajo de lavanderas esclavizadas en plantaciones de los estados del sur de los Estados Unidos (Mc Ilvoy, “TakeHeedeWhen Ye Wash”).
  Este artículo recupera estos distintos aportes para analizar cuáles fueron las características de las trayectorias laborales de lavanderas que tuvieron además la participación en sociedades africanas como un rasgo relevante y estable de sus vidas en la segunda mitad del siglo XIX en la ciudad de Buenos Aires. La aproximación aquí propuesta se organiza en diferentes apartados. En primer lugar, presento una breve introducción para aproximarnos a la historia de las sociedades africanas en la ciudad de Buenos Aires y a las formas de organización que se dieron promediando el siglo XIX. En segundo lugar, a partir de las pistas que brindan las cédulas censales del Censo de población de 1855, reconstruyo algunos elementos en torno a los sitios de morada, orígenes y vínculos familiares de un puñado de lavanderas de diferentes sociedades africanas. En un tercer apartado, reúno evidencia acerca de los arreglos laborales de las lavanderas de la ciudad –formas de contratación, remuneraciones- y busco distinguir cómo era su cotidiano de trabajo. En un último apartado, sintetizo las principales conclusiones del artículo y presento preguntas abiertas que servirán de guía para futuras indagaciones

Las Sociedades Africanas de Buenos Aires

  Durante el gobierno de Bernardino Rivadavia se habían establecido políticas para el fomento y regulación de las asociaciones de africanos y africanas. En el “Reglamento para el Gobierno de las Naciones Africanas dado por el Superior Gobierno”, de 1823, se señalaba que entre los objetivos de tales organizaciones debía estar el intento de comprar la libertad con sus fondos de “todos aquellos socios que se hagan dignos de ello por su moral y su industria, los cuales quedarán obligados a rembolsar la cantidad de su rescate”. Previo a la existencia de dicha reglamentación existían en Buenos Aires reuniones de negros, pardos y morenos con el nombre de Naciones y de Cofradías, estas últimas ligadas al culto de un santo particular como San Benito, San Baltazar o la Virgen del Rosario (Reid Andrews167-168). En su libro Buenos Aires desde setenta años atrás, José Antonio Wilde recordaba a comienzos de la década de 1880 algunas imágenes de las festividades de estas comunidades en la primera mitad del siglo XIX:

Estaban perfectamente organizados por nacionalidades, Congos, Mozambique, Minas, Mandingas, Banguelas, etc. Tenía cada nación su Rey y su Reina, sus comisiones, con presidente, tesorero y demás empleados subalternos. Bailaban todos los domingos y días de fiesta, desde media tarde hasta las altas horas de la noche, y tan infernal ruido hacían con sus tambores, sus cantos y sus gritos, que al fin la autoridad se vio obligada a intervenir y ordenó se retirasen todos estos tambores a cierto número de cuadras más afuera del sitio que entonces ocupaban [...] Estaban inscriptos en varias hermandades religiosas y celebraban ciertas festividades, para lo cual recolectaban fondos. Sus fiestas de -predilección eran las del Rosario, los Santos Reyes, San Benito y San Sebastián. (Wilde 147-148)

  Por supuesto, esta impresión de que hubieran estado “perfectamente organizados en naciones” no condecía con los múltiples conflictos y sub-divisiones que cada una de estas agrupaciones transitó a lo largo del siglo XIX (Reid Andrews 173, Chamosa 348-349 y 364-365). Pero numerosos testimonios acreditan que de todos modos, era frecuente la identificación de personas de color con alguna de estas naciones en particular. En sus memorias, el escritor y militar Lucio V. Mansilla, que había nacido en 1831, recordaba que una de sus sirvientas afirmaba con orgullo pertenecer a la nación Benguela y se distinguía de otro hombre que trabajaba en la casa de los Mansilla, Tomás, quien afirmaba ser de la del Congo (Mansilla 53). Tampoco la idea de “nación” reflejaba una línea directa con aquel puerto o región de la que hubieran provenido las y los esclavizados. Habían existido dos grandes circuitos de tráfico esclavista hacia el Río de la Plata entre fines del siglo XVIII y primeros años del siglo XIX: las personas esclavizadas que llegaban a Buenos Aires a través de puertos brasileños habrían sido mayoritariamente embarcadas en Angola, en los puertos de Luanda y Benguela. Por su parte, el comercio directo del Río de la Plata con África mantenía conexiones con tres regiones: el sudeste de África (Mozambique), África Centro Occidental (principalmente, Loango y Congo) y el Golfo de Biafra. Este desplazamiento por mar solía demorar entre dos y cuatro meses. Debido al hacinamiento, los maltratos y las enfermedades contraídas en alta mar, se calcula que una de cada cinco personas embarcadas para su venta en calidad de esclavas fallecía en el transcurso del viaje (Borucki 59-61). Aunque, en efecto, muchas sociedades hicieran referencia en sus nombres a un lugar de partida común en el continente africano, la identidad construida por los negros y negras porteños tenía bases muy diversas, distantes de cualquier esencialismo de carácter racial. A lo largo de la década de 1850, existían asociaciones como la Sociedad Protectora Brasilera, la cual tenía entre sus objetivos “fomentar el espíritu de asociación y protección mutua entre los negros brasileros residentes en la capital porteña”. Mientras que, por su parte, la Nación Mosambique, aunque explícitamente aludía a un punto de partida desde África, evidenciaba en el testimonio de sus socios frente a las autoridades policiales que se trataba de una asociación inicialmente semejante a una hermandad católica. Una situación similar presentaba la Sociedad Africana San Gaspar, mientras que una combinación del carácter religioso y mutualista aparecía en la experiencia de la Sociedad del Carmen y Socorros Mutuos,¹⁰próxima a la Iglesia del Carmen (Miranda Pereira 8-9). Existían cultos cristianos que involucraban a hombres y mujeres que integraban las Sociedades, así como a inmigrantes europeos devotos que se sumaban a aquellas liturgias. En diciembre de 1856, el diario El Nacional publicó una breve nota en la que describía la concurrencia a la procesión del niño dios, “saliendo de Santo Domingo, continuando hasta la calle de Santa Clara y volviendo por frente el Colegio para seguir hasta el convento”. Comentaba el cronista lo numeroso de la participación y señalaba que “descollaba el color moreno y pardo” y también una amplia proporción de vascos, bearneses, “algunos pocos genoveses, y de cierta clase modesta y sin pretensiones de la sociedad del país”.¹¹
  Tras la caída de Rosas, el nuevo gobierno buscaba regular la existencia de sociedades africanas, tanto de aquellas que habían surgido a comienzos de ese siglo, con la denominación de “naciones”, como de otras de más reciente creación. Para tal fin, esas sociedades debían elevar sus estatutos al departamento de policía, así como también informar las elecciones periódicas de autoridades. El expediente archivado bajo el rótulo “Sociedades africanas” que se encuentra en la Sala X del Archivo General de la Nación Argentina contiene documentación perteneciente a diferentes sociedades registradas entre 1846 y 1864.¹² Veintiséis de tales agrupaciones presentaron listados de socios, los cuales daban cuenta de un total de 473 hombres y de 192 mujeres que participaban en esas sociedades, y a quienes los funcionarios de policía aludían en la documentación mayoritariamente como “morenos” y “morenas”.
  Pero, ¿qué propósitos tenían las sociedades en la década de 1850? Si en la primera mitad del siglo XIX, y reforzado por lo establecido en el Reglamento de 1823, los fondos de las naciones pudieron haber servido para comprar la libertad de sus miembros (Reid Andrews 175), ¿qué usos tenían los fondos a mediados de aquel siglo? Ciertas pistas pueden obtenerse de lo declarado por algunas de ellas. A comienzos de 1855, miembros de la Sociedad Nación Abayá señalaban que formaban la asociación

con el fin de auxiliarnos y favorecernos recíprocamente en los casos de enfermedad o muerte de cualquiera de los socios como también de divertirnos reunidos en los días festivos, nos hemos congregado un número crecido de personas de ambos sexos de color y dispuesto de un capital suficiente a los objetos de la institución.¹³

  Algunos años después, en 1861, Cándido Ferre, “moreno libre brasilero”, se dirigió a las autoridades policiales para informar que hacía un tiempo

que tenemos entablado nuestra reunión de Bayle africano los días festibos a la sobretarde de dichos días en la calle de los Estados Unidos cuartel 25 sepcion 8a de policia en terreno de la propiedad de D Pedro Degorinini cuya reunión de socios a su boluntad me han facultado la dirección de esta Sociedad la cual hasta la presente se ha conservado guardando el orden en ella devido como lo manda el reglamento dado por el Superior govierno a las naciones africanas en agosto 11 del año 1823 el que en devida forma acompaño mas con el motibo de ayarse esta sociedad sin conosimiento alguno por nuestras cortas luzes para su formalizacion hemos procurado formalizar una sociedad al higual de las entabladas africanas con el permiso del superior gobierno vajo de reglamento por cuya causa el numero de socios que se allan en la presente lista acompañada me han facultado afin me dirija a VE.¹⁴

  La experiencia de la agrupación que lideraba Ferre ponía de manifiesto que habrían existido reuniones de personas africanas y afrodescendientes que no contaban aun con el visto bueno del gobierno y la policía, que realizaban bailes al atardecer ciertos días del año y que tomaban como referencia el reglamento escrito más de dos décadas atrás para conseguir el aval correspondiente. Las sociedades de la década de 1850 aparecían como espacios en los que la diversión colectiva pero también la ayuda mutua entre personas que vivían de su trabajo en la ciudad ocupaban un lugar central. Asimismo, ellos y ellas afirmaban que en la base de su congregación estaba el “color” de sus miembros. Pertenecer a una misma sociedad africana habría implicado poseer un conjunto de experiencias comunes: un pasado como personas esclavizadas y estrategias desplegadas para conseguir la libertad, así como también referencias culturales compartidas en torno a la diversión, el trabajo, la vida y la muerte, y la familia, entre otras.
  Hacia 1865, aún eran frecuentes las celebraciones y festejos colectivos en las sedes de las sociedades. Por aquel entonces, una nota del diario La Tribuna describió la realización de un velatorio en una de aquellas sedes. Señalaba la existencia de una sala en la que tenía lugar el velorio, en la que solían hacerse los bailes los domingos y se celebraban todas las fiestas al son de instrumentos que el cronista creía importados de África en tiempos coloniales. Continuaba relatando que el

Curioso espectáculo es un velorio de negros en su sitio, donde las prácticas de la religión católica se ven interrumpidas a cada instante por los usos africanos, donde al devoto rosario sigue el canto monótono entonado en coro por los doloridos veladores, las danzas fúnebres, los llantos, y que es más cómico, escenas de beberage, peleas, celos y otra porción de incidentes”.¹⁵

  Más allá de la mirada extrañada de quien escribía el texto, se percibían tanto la hibridación de liturgia cristiana con costumbres de reminiscencia africana como el lugar que tenían en aquellos encuentros la música y el baile compartido.
  Hacia 1902, en la revista ilustrada Caras y Caretas fue publicada una entrevista a mujeres que eran miembros de la Sociedad Benguela, una de las últimas sociedades africanas que preservaba las costumbres del “carnaval de antaño”:

En una calle lejana, allá, donde no se hacen abigarrados corsos todavía, viven encerradas cuatro morenas viejas, ex-carnavalistas decididas y que conservan con veneración las marimbas y los tambores que fueron de su nación. ¿Y con esto bailaban ustedes? Claro!Cuando la Nación Venguela pisaba la calle, amito, -nos dijo la ex-presidenta de la última comparsa de negros auténticos- hasta las piedras bailaban! [...] Y todos estos instrumentos ¿para qué los conservan? Para recuerdo, señor! Nosotras somos las últimas personas de nuestra nación que quedan en Buenos Aires y nunca hemos querido separarnos de estas memorias.... ¹⁶

  En las fotografías que acompañaban la crónica era posible distinguir a estas ancianas mujeres, en el patio de una casa, los instrumentos de percusión que mencionaban, el espacio ocupado por la “mesa presidencial” de la sociedad en donde se lucía una desgastada bandera. ¿Pero en qué momento se habría constituido esta Sociedad Venguela o Benguela? ¿Desde cuándo habrían establecido sus bailes?







Caras y Caretas nº 176, 15/2/1902, 29-30

  En 1858, una fracción de la Sociedad Malambí se había distanciado para formar la Sociedad Africana “Benguela” o “Banguela”, frente al intento de viejos socios fundadores de hacerse con el control de la casa de la institución, ubicada en la intersección de la calle Córdoba y Callao.¹⁷ Durante ese mismo año, aparecía el periódico El Proletario, publicación llevada adelante por y para personas afrodescendientes. En su primer número se hacía eco de la existencia de múltiples sociedades africanas en la ciudad y convocaba a “reunirse y asociarse toda la comunidad de color, sin excepción de personas, bajo la dirección de sus hombres más competentes”.¹⁸ Si bien en su estudio George Reid Andrews registró la existencia de una organización Benguela dentro de las primeras cinco organizaciones mayores -Cambundá, Benguela, Lubolo, Angola y Congo- constituidas oficialmente durante la década de 1820 (Reid Andrews 173), esta Sociedad Benguela habría sido una creación novedosa de fines de la década de 1850. ¿Sería esta la agrupación mencionada en aquella publicación a comienzos de siglo XX? Entre los miembros de la Sociedad Africana Banguela se contaban las lavanderas Juana Sánchez y Teresa Rojas. Estas dos mujeres habían formado parte de la Sociedad Africana Malambí o Maraví y luego integraron la Banguela. Sánchez, en particular, había tenido un rol destacado en la Maraví. Cuando “en tiempos de Rosas”, muchos miembros varones se alejaron por motivos de leva militar, en su calidad de “madre” de la asociación convocó a nuevos miembros para reconstruir la sede.¹⁹ En su estudio, Oscar Chamosa abordó las derivas de Juana para poner de relieve los conflictos internos de ciertas sociedades, así como el tenor de sus contactos con oficiales de policía y hombres de gobierno parar dirimirlos (Chamosa 369-370). Durante el censo de población de 1855, encontramos a Juana, aún miembro de la Sociedad Maraví, residiendo en la sede de la organización. ¿Qué nuevos elementos sobre las sociedades y sus socias podemos obtener al preguntarnos por los trabajos que ella y sus compañeras realizaron?

El censo de 1855 y las lavanderas

  El 17 de octubre de 1855 se llevó a cabo un censo de población en la ciudad de Buenos Aires. El mismo dio por resultado un total de 92.000 habitantes, de los cuales un 41% era de origen migrante. Alrededor de 8.000 personas censadas declararon haber nacido en el continente africano, dejando registro en las cédulas del tráfico esclavista que las había traído de manera forzosa a la ciudad. El relevamiento no preguntaba solo por el origen de los y las pobladores, también consultaba por el lugar que ocupaba en la casa respecto del dueño o dueña de casa (inquilino, vínculo familiar o laboral), por el trabajo u oficio, la edad, el estado civil y por sus conocimientos de lectoescritura.




"División eclesiástica de la ciudad de Buenos Aires". 1859. Fuente: AGN - Taullard, Alfredo.
Los libros más antiguos de Buenos Aires: 1580-1880. Buenos Aires: Jacobo Peuser SA. 1940





Área en la que se encontraron las residencias de las lavanderas mencionadas en este artículo

   Ante la pregunta del censista “¿dónde nació?” y “¿de qué país es?”, Juana Sánchez y Teresa Rojas habían declarado “Banguela” y “África”, respectivamente. Juana residía en el terreno perteneciente a la sociedad Maraví, en el cuartel 29 en la parroquia del Pilar, mientras que Teresa aparecía como inquilina de un rancho de paja en la calle Paraná, en el cuartel 28 de la parroquia de La Piedad, a pocas cuadras del sitio de morada de Juana. La mujer declaraba 60 años de edad y residir en la ciudad hacía tres décadas, es decir que o bien habría sido esclavizada como mujer adulta y arribado desde África a Buenos Aires hacia 1825, en la época de la guerra entre Brasil y las Provincias Unidas del Río de la Plata. O bien podría haber llegado como esclavizada en su infancia o juventud a otro puerto sudamericano y luego haberse trasladado a la ciudad forzosa o voluntariamente a la capital porteña. Juana era viuda y tenía una hija llamada Simona que declaró en el censo 24 años de edad y haber nacido en la ciudad. No había ninguna indicación en las instrucciones a los censistas para que fuera registrada la raza o el color de las personas. Sin embargo, junto a la ocupación de Juana se había anotado una letra M, que haría referencia a la palabra “moreno” o “morena”. La misma M que habían colocado junto al oficio de otras ocho personas que habitaban la cuadra. Quince hombres y mujeres de esa calle Córdoba, en la parroquia del Pilar, habían recibido, por su parte, la letra B, de blanco. ²⁰
  Juana aparecía como propietaria del rancho de material, que al cotejar con otras evidencias sabemos que era el terreno “compuesto de ocho varas de frente y 53 de fondo” que fuera comprado por Antonio García López, líder de la Sociedad Maravi en el año 1830 por la suma de 500 pesos m/c. En este terreno se había edificado la sala para la nación y también “se hospedaba a aquellos de sus individuos que lo necesitaban”.²¹ Allí vivía la lavanderas Juana Sanchez con su hija y cuatro personas, también registradas como morenas, que figuraban como inquilinas de Sánchez: en la columna destinada al oficio u ocupación una había sido registrada como sirvienta; dos, como albañiles, y uno, como changador. Otro censista, el que llegó a la calle Paraná, donde residía Teresa Rojas, decidió anotar “blanco” o “color” en la misma columna en la que registraba los nombres de las personas. En esa cuadra de la parroquia de La Piedad, catorce personas, entre ellas Rojas, recibieron la inscripción “color”, y diez, la de “blanco”.²²





Censo de Población de Buenos Aires, 1855. Parroquia de La Piedad, cuartel 28º, cédula 153.
https://www.familysearch.org/ark: /61903/3:1:S3HY-6XS7-G2J?i=152&personaUrl= %2Fark%3A%2F61903%2F1%3A1 %3AMWQM-23.

  El sitio de morada de Teresa era una casa de inquilinato que funcionaba en un rancho de paja. Allí habitaban diez personas, ocupadas unas como costureras y lavanderas, y otros, en trabajos de albañilería. Teresa declaró ser soltera y tener 40 años de edad. Había arribado a la ciudad cuando era niña a comienzos de la década de 1820. ¿En qué momento habría conseguido su libertad? ¿Desde cuándo habría ejercido el oficio de lavandera? También la cédula censal de Teresa reflejaba cómo, a mediados del siglo XIX, aunque formalmente pretendía abandonarse la costumbre de señalar el color o raza de las personas censadas, algunos funcionarios decidieron dejar asentada esa información, que todavía conllevaba una marca de desigualdad y sub alternización.
  En mayo de 1858, socios de la Sociedad Africana “Congo Angunga” se dirigieron al jefe de policía para comunicar que deseaban realizar un cambio de autoridades, por verse el antiguo fundador de aquella con problemas de salud, relativos a su estado de vejez. Aprovechaban para señalar que la sociedad se encontraba en funcionamiento hacía ya veintiocho años, y tenía como sede una casa de la institución en la parroquia de La Piedad. El oficial Pedro Echagüe corroboró sus dichos y comentó que conocía la casa mencionada, la cual se localizaba en la calle Córdoba, entre Montevideo y Paraná, cerca de la sede de la Sociedad Malambí.²³ El listado de socios que en ese momento elevaron para formalizar la elección, en particular los nombres de las socias a quienes también encontramos en el censo de 1855, hace posible rastrear ocupaciones comunes e interrogarse por el rol de la sociedad en la subsistencia económica de sus socios y socias, así como también imaginar circuitos laborales al nivel de la parroquia. Como señalé al inicio del artículo, en el cuartel 28º de la parroquia de La Piedad, en un radio de menos de cuatro cuadras, estaban localizadas la casa de Juana Granea; su esposo, Juan, y su hija, Justa; la casa de inquilinato en la que residía Gabriela Savala; la morada de María Baldés o Valdés; la de Josefa Piñero, su hijo José, y sus hijas Alejandra y Petrona, y la casa de la sociedad, de la cual esas nueve personas eran socias. Hacia 1858, se trataba de nueve de un total de 44 socios y socias, quienes continuarían formando parte de aquella sociedad todavía en 1863, cuando una nueva elección de autoridades las encontró entre sus miembros. ²⁴ ¿De qué manera se ganaban la vida las mujeres censadas en esos domicilios? En una misma cuadra de la calle Corrientes encontramos, en primer lugar, a Juana Granea, de 50 años, de profesión planchadora y registrada como nacida en África, junto con su hija Justa, de 24 años, de igual oficio. El esposo de Juana, José, aparecía como propietario del rancho de material y techo de paja que compartían. Quedó anotado como “escobero” en el espacio destinado a detallar su trabajo. En una casa de inquilinato adyacente, residía la lavandera africana de 45 años Gabriela Savala.²⁵ una cuadra de distancia se encontraba la socia María Baldés. El censista que la registró detalló “Conga” en la columna que preguntaba dónde había nacido. Tenía al momento del censo 70 años de edad, era viuda, declaraba oficio de lavandera y decía que residía en la ciudad desde el año 1800. María habría arribado como esclavizada a Buenos Aires a los 15 años. Era parte de los alrededor de 70.000 trabajadores y trabajadoras forzadas que entre la creación del Virreinato del Río de la Plata y el fin de la trata esclavista, en 1812, ingresaron a Buenos Aires en calidad de esclavos.²⁶ María aparecía como propietaria de ese rancho en la parroquia de La Piedad; es probable que se trate de la mujer que la investigadora María Isabel Seoane haya reconocido como María Blades, quien obtuvo como bien ganancial esa propiedad en el año de 1841 (Seoane 400). Como bien se ocupó de señalar dicha historiadora, vale la pena recuperar a La Piedad como parroquia que si bien no estuvo entre las áreas con mayor proporción de propietarios afrodescendientes –como Monserrat, Concepción o Balvanera- tuvo una cantidad nada desdeñable de dueños y dueñas de inmuebles ex esclavizados, en especial en el cuartel 28º, donde residía Baldés (Seoane 436). En 1855, habitaban con María sus dos hijas nacidas en el país, –Eugenia, de 35 años, y Juana, de 18–, quienes no figuraban en el listado de socios de la sociedad, pero compartían con su madre el oficio de lavanderas. María aparecía como propietaria del rancho de la calle Parque.²⁷ También propietaria era Josefa Pais o Piñero.²⁸ Declaraba que tenía 70 años, era de nacionalidad “conga” y residía en la ciudad desde hacía 49 años. Junto con ella vivían sus hijas Petrona, planchadora, de 20 años, también socia, y Alejandra, socia, de 25 años, de ocupación lavandera. Su hijo José, jornalero, de 18 años, no figuraba entre los miembros de la sociedad.²⁹ Tres cuadras hacia el oeste, ya en la parroquia de Balvanera, pero a escasas dos cuadras de la casa de la sociedad, residían las socias María y Teodora Vega. María tenía 70 años de edad, era de nacionalidad conga y declaraba que residía desde 1815 en Buenos Aires. Su hija Teodora contaba 30 años de edad. Ambas eran lavanderas.³⁰
  Al examinar las experiencias de estas mujeres, el trabajo de lavar ropas aparecía como un oficio que pudo haber sido enseñado de madres a hijas. O tal vez, dentro de la propia sociedad africana, como un saber transmitido de las mujeres de las generaciones mayores a las menores. En 1848, en un expediente policial de mujeres destinadas a la Cárcel Sastrería del Estado, la joven Anastacia Rodríguez declaraba que 23 años atrás “la libertó su finada madre” y que desde entonces se ocupaba en “el ejercicio de lavandera”.³¹ Esta breve mención habilita algunos interrogantes: ¿Habría comprado la madre la libertad de Anastacia? ¿Le habría enseñado ella los rudimentos del lavado? ¿Sería considerada una labor que permitiría una movilidad por la ciudad mayor que aquella de la que podrían gozar quienes trabajaban conchabadas o en el “servicio de adentro”?

Arreglos laborales, remuneraciones y técnicas de lavado

  En su libro Buenos Aires desde setenta años atrás, el escritor José Antonio Wilde señalaba que en la primera mitad del siglo XIX “las negras o morenas se ocupaban del lavado de ropa”, a lo largo del amplio espacio a orillas del río, desde el norte, cerca de la Recoleta, hasta el sur, donde aparecía el Riachuelo. Se las veía llegar con sus atados de ropa sobre las cabezas y,

Allí en el verde [...] hacían fuego, tomaban mate y provistas cada una de un pito o cachimbo (pipa para fumar), desafiaban los rigores de la estación. [...] cantaban alegremente, cada una a uso de su nación, y solían juntarse ocho o diez, formaban círculo y hacían las grotescas figuras de sus bailes [...]. (Wilde 152)

  Comentaba también que “eran excesivamente fuertes en el trabajo”. Impresiones semejantes acerca del desgaste físico que implicaba esta labor aparecen en la indagación de Carmen Sarasúa sobre la experiencia de las lavanderas en España en este mismo período. Indicaba que efectivamente el lavado de ropa aparecía como uno de los trabajos femeninos más penosos antes de su mecanización: las mujeres estaban prácticamente empapadas durante las largas horas de trabajo, lo que causaba a menudo enfermedades respiratorias y de la piel. Además desempeñaban su tarea al aire libre, en verano o en invierno, con agua helada. Y el desplazamiento de fardos de ropa –primero seca y sucia, luego limpia y húmeda- habría convertido a esta faena en la más dura “físicamente de los realizados por mujeres, junto a los agrícolas” (Sarasúa 69).
  A mediados de siglo, todavía el trabajo se desarrollaba en la ribera del río. Pero las ropas que lavaban allí, primero solían ser retiradas de las casas de sus clientes, luego muchas veces las llevaban hasta sus sitios de morada y desde allí partían al río. Ese fue el caso de la lavandera Joaquina Helguera, quien fuera detenida acusada de robo y testimonió que al momento de su arresto se encontraba yendo hacia su casa “llevando un atado de ropa para lavar”.
³² Una vez en el río, las mujeres solían usar un jabón hecho de grasa, ceniza, potasa y hierbas, y una especie de garrote con el que apaleaban las ropas, probablemente con la intención de no restregarlas tanto y así economizar trabajo. Esto a veces era perjudicial para las prendas, ya que los golpes podían romper la tela y hacer saltar los botones. En sus crónicas, Guillermo Enrique Hudson, nacido en 1841, sería testigo de las técnicas usuales de lavado en la costa. Señalaba que, al acercarse al río, “por todos lados podían verse mujeres –negras en su mayoría– de rodillas al lado de las piletas que se formaban entre las rocas, fregando y aporreando las prendas” (Hudson 95). El cronista recordaba un alegre griterío que se formaba entre las mujeres mientras trabajaban. Solo se interrumpía cuando “ciertos jovencitos de la clase alta” buscaban divertirse a sus expensas, fumando cerca de la ropa recién lavada o arrojándoles cigarrillos. “Instantáneamente, una negra hombruna se ponía de pie y, enfrentando al atrevido, derramaba un caudal de obscenidades y siniestras maldiciones” (Hudson 96).
  Lucio V. Mansilla, sobrino de Juan Manuel de Rosas, dejó algunas impresiones sobre las lavanderas en sus memorias. Recordaba con cierta fascinación por aquellas mujeres que, en su infancia, “[...] nos íbamos al río, a jugar en los pozos, llenos de jabón, saltando por las toscas resbaladizas, entre las lavanderas, en cuclillas, arremangadas hasta las rodillas, despechugadas...” (Mansilla 93).
  En la mirada de estos cronistas, estas mujeres aparecían como sujetas exóticas, rudas, en ocasiones, hostiles. Pese a la proximidad que los reunía en esas situaciones, había una distancia en la que se percibían marcas raciales y privilegios desiguales, entre jóvenes blancos con dinero y mujeres negras trabajadoras, quienes compartían ocasionalmente ese espacio de la ciudad.
  La labor de las lavanderas requería un mínimo de circulación por la ciudad. Pero, ¿qué ocurría cuando eso no era posible? La lavandera Isabel Vélez, detenida en el año de 1848 acusada de hurto, fue preguntada por su modo de subsistencia al ser arrestada. En ese momento, señaló “que su única ocupación es lavar ropa de varias casas de familia” y que “también recibe costuras pero que es solo cuando por enfermedad u otro incidente le impiden ejercitarse en los lavados a que está comprometida”.³³ El testimonio de Isabel mostraba la alternancia de ocupaciones entre aquellas que no podían permitirse un día de descanso: la habilidad con la aguja y el hilo aparecía como un recurso a la mano de muchas para, o bien, componer la ropa lavada como un servicio adicional para sus clientes, o bien emplearse dentro del nutrido nicho laboral de costureras por pieza y a destajo, que en tiempos de guerra fueron altamente demandadas en la ciudad (Mitidieri, “Un ejército de costureras”). Por su parte, constatar la existencia de planchadoras entre las socias o sus familiares permite imaginar posibles alianzas laborales entre quienes realizaban el lavado y quienes luego planchaban el atado de ropa limpia. O incluso una posible alternancia de tarea además del lavado. Distante en el tiempo, pero en la misma ciudad, una breve pieza teatral publicada en 1922 tenía como protagonista a Rosina, una joven dedicada a la plancha quien, además de lavar ocasionalmente, ayudaba a su madre lavandera planchando las prendas que esta le daba.³⁴





Lavanderas trabajando en el recorte de Vista de Buenos Aires,
del pintor Richard Adams (1832)
https://es.wikipedia.org/wiki/Archivo: Vista_de_Buenos_Aires_ -_Richard_Adams.jpg

  Que las mujeres de las sociedades africanas sostuvieran tal ocupación en el tiempo y que jóvenes como Anastacia la declararan como un trabajo que le brindaba sustento desde pequeña también hace posible preguntarnos: ¿Cuánto dinero recibía una lavandera por su labor? En un pleito de 1857 que llevó adelante una mujer por sueldos impagos, señalaba que el lavado de la ropa de su cliente a lo largo de un mes le remuneraba $140.³⁵ Es posible que, al lograr hacerse de una clientela fija, el trabajo de una lavandera pudiera garantizar una subsistencia más estable que la de una costurera por pieza, que solía recibir alrededor de $30 por prenda terminada, en una época que aún no se encontraba difundida la presencia de máquinas de coser.³⁶ Además, a diferencia de la costura a destajo, el lavado tenía la virtud de organizarse de manera colectiva. Tal vez las lavanderas de la Sociedad “Congo Angunga”, como era señalado en el testimonio de Wilde, hubieran compartido un lugar en el río. Quizás un sitio específico también hubieran tenido las de la Benguela que trabajaban juntas. Al residir en una parroquia al norte de la Avenida Rivadavia –que divide en dos la ciudad de Buenos Aires- no sería extraño que hubieran ocupado esa franja del río ilustrada por el pintor Richard Adams, desde la cual se observaba, mirando hacia el sur, el antiguo fuerte, luego casa de gobierno y las cúpulas de las iglesias de Santo Domingo y San Francisco.
  Además del trabajo por cuenta propia, al servicio de clientes que las contrataran, existía en la época la posibilidad de emplearse dentro de instituciones que solían requerir del lavado de ropa. En el año de 1856, el Hospital General de Mujeres contrataba cuatro lavanderas por mes, abonándoles a cada una un sueldo de 200 pesos. El Hospital de Dementes también contemplaba el gasto en limpieza de indumentaria y ropa blanca, pero no dejó constancia de a cuántas mujeres empleaba, sí que desembolsaba la cantidad de $500 pesos al mes para remunerar dicho servicio. ³⁷
  En 1864, la Sociedad Africana “Banguela” informaba, como era costumbre, el resultado de la elección de autoridades, así como un listado de sus miembros. ³⁸ Por ese entonces, las lavanderas Teresa Rojas y Juana Sánchez seguían formando parte de aquella asociación. Cuatro años más tarde, al momento de realizarse el primer Censo Nacional de la República Argentina, las hermanas Alejandra y Petrona Piñero, socias de la Sociedad “Congo Angunga”, fueron censadas viviendo en la misma cuadra. La primera continuaba declarando el oficio de lavandera, mientras que la segunda ya no se ganaba la vida como planchadora, sino que trabajaba como sirvienta.³⁹ La Buenos Aires en la que vivían también había cambiado. A aquella primera línea del ferrocarril inaugurada a algunas cuadras de su residencia en 1857 –que se extendía 10 kilómetros al oeste, hasta la estación La Floresta– se le habían sumado la línea del Ferrocarril del Norte, la del Sud y la de La Boca, las cuales atravesaban distintos puntos de la ciudad. Desde la ahora capital del país, el Ferrocarril Central Argentino partía regularmente a Rosario y se encontraba a punto de inaugurar una estación en la provincia de Córdoba.⁴⁰ En el oficio de lavandera se incorporaban cada vez más inmigrantes europeas, al punto de que José Antonio Wilde afirmaría que ver a una mujer negra entre ellas era como “un lunar” entre tantas lavanderas blancas (Wilde 151). Para 1914, el censo nacional registraba que existían en la ciudad 3652 lavanderas extranjeras y 674 argentinas. La forma de trabajar y los sitios donde hacerlo también estaban cambiando. Tras la epidemia de fiebre amarilla de 1871, en la ciudad se promulgaron políticas de higiene y salud pública que buscaban regular la provisión de agua y prohibían el lavado de ropas en la zona de la ribera del río. A causa de esto, las lavanderas debían comenzar a trabajar en sus domicilios particulares (Bartucci 86-87). Por aquel entonces, las asociaciones conformadas por personas descendientes de africanos y africanas mudaron a su vez de forma y de contenido. En 1877, un periodista del periódico negro La Broma comentaba el rol benéfico cumplido por asociaciones de ayuda mutua entre personas “de color”. Esta publicación en particular reflejaba el punto de vista de intelectuales de la comunidad, pertenecientes a una clase media urbana, que se hacían eco de ciertas nociones liberales de la época y ponderaban la educación como vía de movilidad social. En aquella nota periodística, las sociedades mutualistas existentes aparecían como muy distintas de las sociedades africanas de antaño, las cuales se recordaban no sin cierto desprecio: “Antes […] solo existían las asociaciones tradicionales de nuestros abuelos, en las que jóvenes y ancianos caían anonadados por el embrutecimiento, a que los conducían sus prácticas semibárbaras […]”.⁴¹
  Pero más allá de las sociedades de ayuda mutua, entre 1873 y 1882 aparecieron en Buenos Aires dieciocho sociedades recreativas de la juventud “de color”, las cuales organizaban tertulias y bailes para sus miembros.⁴² Dos décadas más tarde, llegaría aquel cronista a la casa de las morenas de la Sociedad Venguela o Benguela y gracias a una ya extendida técnica fotográfica que permitía ilustrar las publicaciones de la época, sería posible distinguir sus rostros, sus ropas, sus instrumentos y banderas.

Palabras finales

  Seguir la pista de Teresa Rojas y Juana Sánchez o de María Baldes, Gabriela Savala y sus compañeras a lo largo del tiempo, observar continuidades en sus formas de ocupación, así como su participación sostenida en sociedades africanas permitió iluminar una dimensión de la experiencia de estas lavanderas en la ciudad, así como imaginar conexiones y desplazamientos a través de ella. Del sitio de morada al río, o a la sede de la sociedad, estas mujeres probablemente circulaban y trabajaban en grupos. Ellas compartían un oficio, un origen semejante, una historia de trabajos, y también lazos de familia, de vecindad y espacios de recreación, ocio y ayuda mutua. Interrogarnos por sus ingresos en el oficio permitió imaginar algunas pistas de los tránsitos laborales existentes para ellas luego de alcanzar la libertad y buscar garantizar la de sus hijos e hijas. Centrar la mirada en la parroquia de La Piedad y sus alrededores habilitó, además, distinguir la presencia africana y afrodescendiente en áreas de la ciudad que no fueron tradicionalmente estudiadas como sitios de morada, trabajo y asociación de personas de color.
  A mediados del siglo XIX, el mercado de trabajo perpetuaba segmentaciones raciales que no estaban codificadas ni establecidas de manera explícita en aquel contexto político, pero que organizaban de modo jerárquico las posibilidades de ocupación. Un colectivo nutrido de mujeres pardas, negras, morenas, pareció valerse de esa segmentación para disputar un lugar de predominio en el oficio de lavar ropa en la ciudad. Frente a una historiografía que indagó en los orígenes de la clase trabajadora local ubicando el foco en la inmigración europea, en las ocupaciones masculinas e industriales y en la creación de instituciones obreras, este escrito sostiene que es posible ensanchar y complejizar lo sabido si se cambia el punto de mira y se centra la atención en las experiencias de trabajo, familia, vida cotidiana y asociacionismo de las lavanderas negras de la ciudad de Buenos Aires

Fuentes editas

Bibliografía

Notas