Mujeres negras en el carnaval de Buenos Aires, c. 1816-1890: transgrediendo fronteras de género, clase y raza

Black Women in Carnival, Buenos Aires, c. 1816-1890: Transgressing the Boundaries of Gender, Class and Race



Ezequiel Adamovsky ¹
CONICET / Universidad Nacional de San Martín
ORCID:0000-0002-0288-7165



Recibido: 15 de marzo de 2023
Aprobado: 30 de junio de 2023




Resumen

En el siglo XIX, el contexto del carnaval colocaba a las mujeres afrodescendientes de Buenos Aires entre dos dinámicas cruzadas: la de una jerarquía social que las arrojaba al escalón más bajo y la de una fiesta que prometía, por un momento, poner en suspenso algunas de las reglas que la organizaban. ¿En qué medida pudieron encontrar en el carnaval ocasiones para transgredir las fronteras de clase, raza y género que aseguraban la estabilidad del orden social? Este trabajo apunta a responder esa pregunta mediante un análisis detallado de las maneras en las que participaron de la fiesta. Se apoya en información de una amplia variedad de periódicos (comunitarios y blancos), revistas, libros, y otros impresos que per-miten reconstruir la escena carnavalesca en la ciudad entre el período de grandes cambios que se abre con la Independencia y la década de 1890, cuando la participación de afropor-teños en el carnaval había alcanzado su mayor intensidad.

Palabras clave: carnaval; Buenos Aires; raza; afrodescendientes; mujeres

Abstract

In the 19th century, the context of the carnival placed Afro-descendant women of Buenos Aires between two opposite dynamics: that of a social hierarchy that threw them to the lowest, most oppressive situation and that of a party that promised, for a moment, to put some of the rules that organized that hierarchy on hold. To what extent could they find in the carnival occasions to transgress class, race and gender boundaries that ensured the stability of the social order? This work aims to answer that question through a detailed analysis of the ways in which they participated in the celebration. It is supported by information coming from a wide variety of newspapers (both of the black community and white), magazines, books, and other print matter that allow us to reconstruct the carnival scene between the period of great changes that began with the Independence and the 1890s, when the participation of Afro-Porteños in the carnival had reached its greatest intensity.

Key words: carnival; Buenos Aires; race; Afro-Descendants; women




Introducción

  Como ha señalado John Chasteen (National Rhythms), en el espacio latinoamericano las celebraciones populares con música y danza dieron oportunidades para transgredir fronteras de clase y étnicas y también para apartarse de roles de género en otros contextos más rígidos. Fueron, en ello, un poderoso motor de cambio social y también de construcción de comunidades nacionales. Por su permisividad y su énfasis en lo lúdico y en la inversión y burla de las jerarquías sociales, el carnaval es sin dudas la celebración que mejor ha representado esas oportunidades. Pocos eventos dieron mayor ocasión al encuentro entre sectores sociales y grupos étnicos diversos, para la burla de todo lo que se situase en un plano de superioridad, para la crítica jocosa de lo establecido. Ese marco, potenciado además por el anonimato, la abundante risa, los bailes, la música y el alcohol, también ofreció posibilidades para el cortejo o incluso el sexo casual en los que las mujeres a veces pudieron tomar la iniciativa de maneras que les estaban vedadas el resto del año. La utilización de máscaras y disfraces brindó posibilidades casi infinitas para ocultar la propia identidad –con las licencias que ello permite– y/o para jugar a asumir las de otros y otras, desafiando así los orde-namientos de clase y color tanto como los mandatos de masculinidad y feminidad imperantes. Agrupaciones como murgas y comparsas, con sus uniformes y canciones, permitían además construir “nosotros” efímeros, capaces de reforzar los que existían fuera de la fiesta tanto como para criticarlos o imaginar otros nuevos.
  En el Buenos Aires del siglo XIX el carnaval tuvo una intensidad y masividad notables. En el contexto de la Revolución de independencia y más tarde en el gobierno de Juan Manuel de Rosas, que les habilitó un espacio de participación pública que no habían tenido anteriormente, los afroporteños fueron protagonistas decisivos de la fiesta. Y lo fueron tanto individualmente en los juegos, como colectivamente, desfilando y haciendo música en alguna de las numerosas comparsas que animaron a partir de 1869 (César; Puccia). Ese protagonismo se dio en el marco de una sociedad que atravesaba cambios turbulentos que, sin embargo, no eliminaron ni mucho menos la jerarquía de las razas o el racismo. En 1813 la Revolución abolió el sistema de castas, promulgó una ley de vientres y proclamó la igualdad ante la ley. En 1821 la ley electoral de Buenos Aires admitió en el cuerpo de ciudadanos con derecho a voto a cualquier varón libre, del color que fuese. Sin embargo, la esclavitud solo sería abolida en esa provincia en 1860; todavía después de ese año los afrodescendientes seguirían siendo objeto de discriminación, a la que se sumó, más hacia finales de siglo, una fuerte presión blanqueadora patrocinada por el Estado que terminó por invisibilizar su presencia (Geler).
  El contexto del carnaval colocaba a los negros entre dos dinámicas cruzadas: la de una jerarquía social que los arrojaba al escalón más bajo y la de una fiesta que prometía, por un momento, poner en suspenso algunas de las reglas que la organizaban. A la que se derivaba del color, sobre las afroporteñas pesaban también la opresión de género y la de clase, ya que la gran mayoría se desempeñó en este período (como esclavas, criadas o em-pleadas) en el servicio doméstico o en otros empleos subalternos, como el de lavanderas, achuradoras, etc. ¿En qué medida pudieron encontrar en el carnaval ocasiones para transgredir las fronteras de clase, raza y género que aseguraban la estabilidad del orden social? Este trabajo apunta a responder esa pregunta mediante un análisis detallado de las maneras en las que participaron de la fiesta. Se apoya en información de una amplia variedad de periódicos (comunitarios y blancos), revistas, libros, y otros impresos que permiten reconstruir la escena carnavalesca en la ciudad.
  A lo largo del texto utilizaré “negro/a” y “afrodescendiente” como si fuesen térmi-nos intercambiables. Valga aclarar que no lo son: el primero remite al fenotipo, el segundo a un origen étnico subsahariano. “Afrodescendiente” comenzó a utilizarse en la Argentina a comienzos de este siglo, por influencia de vocabularios desarrollados en los debates del activismo transnacional. Para los estudios históricos en Argentina el cambio representa un problema, puesto que el término impone sobre el pasado un criterio de distinción en base a la etnicidad que no era el dominante entonces. En el siglo XIX, los sujetos así aludidos no elegían definirse fundamentalmente por su linaje africano (aunque alguna vez lo hicieran), sino por su color. Se autodenominaban “negros”, “morenos”, “gente de color” o “gente de la clase”; su sentido diaspórico era más bien débil (Geler 202-215). La sociedad envolvente también los nombraba con esos y otros términos que aludían al color. Y tanto la discriminación como su denuncia apuntaban al color y no a la etnicidad. A diferencia de los Estados Unidos, donde se consideraba “blanco” únicamente a quien tuviese un linaje europeo sin mácula, en la Argentina cualquiera que luciese más o menos blanco podía pasar por tal, sin que hubiese demasiadas indagaciones sobre los orígenes: el problema no era la afrodescendencia per se, sino el color. Para no dejar esa diferencia ocluida preferí conservar referencias a las mujeres “negras” en el título y a lo largo del texto, alternándolas con “afrodescendientes” en respeto a las elecciones del activismo antirracista actual.

El juego del agua

  Como mostró también Chasteen (“Anything Goes”), uno de los principales divertimentos que hacían distintivo al carnaval latinoamericano era el de arrojarse objetos el uno al otro: harina, ceniza, legumbres, bollos de papel y especialmente agua. Los porteños y porteñas fueron particularmente aficionados al “juego del agua”: para horror de los cronistas extranjeros, que lo consideraban un signo de barbarie inaudito, jóvenes, niños y adultos se mojaban unos a otros desde ollas y jarras, con jeringas o pomos fabricados para la ocasión, o mediante huevos de gallina o de ñandú rellenados con agua, a veces limpia, otras pestilente. Lo hacían ingresando sin permiso a las casas, en la calle o desde las azoteas y también era habitual que un grupo de mujeres tomara cautivo a un varón y lo arrastrara hasta sumergirlo en una bañera. Los varones, a su vez, jugaban a tomar por asalto los “cantones” de las esquinas en los que se atrincheraban quienes arrojaban agua –muchas veces los componían mujeres– hasta desbaratarlos. Era una verdadera batalla campal. Sucesivas regulaciones policiales fueron limitando los aspectos más excesivos del juego, como el ingreso no autorizado a los domicilios, el uso de agua sucia y el lanzamiento de los durísimos huevos de ñandú, que herían a más de uno. En la segunda mitad del siglo XIX intentarían prohibir del todo arrojarse agua, pero nunca lo consiguieron.
  Las crónicas de carnaval dejan ver que el juego del agua tenía una dimensión de género crucial: todos jugaban, pero las mujeres parecen haber sido sus más entusiastas participantes y los varones, sus blancos predilectos. Como decía un diario en 1829, los muchachos eran en las batallas apenas “la tropa”, mientras que las muchachas oficiaban como “generales” (The British Packet and Argentine News [en adelante BPAN], 7 de marzo de 1829, 3). Acaso porque les permitía tomar revancha, por una vez, frente a la subalternidad cotidiana y desquitarse de los varones con un baldazo bien puesto. Pero también, sin dudas, porque era una ocasión para tomar la iniciativa, para cruzar la raya de los comportamientos aceptables y para explorar lúdicamente su vínculo con la contraparte masculina. El juego daba la posibilidad de acercarse a los varones mucho más que en tiempos normales, algo que también ellos apreciaban. La lucha cuerpo a cuerpo, la visión de las ropas mojadas y pegadas a las curvas o las musculaturas, tenían una dimensión erótica que a nadie pasaba inadvertida (Chasteen, “Anything Goes”). Los enemigos del juego denunciaban que los varones aprovechaban para “estrujar” a las damas empapadas, pero todo indica que ellas se divertían más que nadie (La Pampa, 16 al 19 de febrero de 1885, 1). También la prensa afroporteña se quejaba de que las muchachas de la colectividad se dejaban “posar las manos encima” con la excusa de la guerra del agua (La Juventud, 20 de febrero de 1878, 4).
  Ambivalencias similares se ponían en juego en lo que tenía que ver con las relaciones de clase y étnicas. El juego del agua ejemplificaba como ninguno el desafío a las jerarquías y el igualitarismo que instauraba el contexto del carnaval: cualquiera podía mojar a cualquiera, lo quisiera o no, sin importar su condición social. La permisividad implícita en el código, por supuesto, no era siempre aceptada de buen grado. Las crónicas están repletas de episodios de violencia desatados por un extranjero que no consentía en ser mojado o alguien de clase superior que se sentía ultrajado si lo atacaba un cualquiera. El juego tenía su placer, pero también sus riesgos.
  El sentido del juego puede interpretarse a la luz de lo que los antropólogos llaman “jocking relationships”: vínculos que se establecen a partir de una agresión o falta de respeto consentida. Como explicó Alfred R. Radcliffe-Brown (197–198) en su estudio señero de ese fenómeno, en contextos en los que existen tensiones sociales potencialmente disruptivas –como las que hay en sociedades multiétnicas–, las personas pueden prevenir la aparición de hostilidades serias mediante “el antagonismo lúdico de embromarse”. Establecen así un pacto de falta de respeto mutua y consentida por el que ninguna de las partes termina realmente ofendida. La repetición de esos insultos o agresiones consentidos permite recordar que la tensión y las divisiones existen y, al mismo tiempo, mantener la cohesión. Más aún, establecer vínculos “jocosos” de ese tipo, según se ha documentado en contextos diversos, colabora en la construcción de lazo social (Kerrigan; Murphy; Turner). El Buenos Aires del siglo XIX estaba ciertamente cruzado por tensiones de todo tipo, en particular las de clase y las que involucraban a blancos y negros y a las numerosas colectividades inmigrantes. El carnaval fue una poderosa ocasión para el encuentro y negociación de las diferencias. En particular el juego del agua –una agresión sin embargo jocosa– sirvió para tramitar tensiones tanto como para transgredir fronteras étnicas y construir lazo social. Como entre mujeres y varones, mojar al otro podía ser al mismo tiempo un desquite liberador y un modo de tender puentes.
  ¿En qué medida las mujeres negras pudieron aprovechar las posibilidades que brin-daba el juego del agua? Los documentos indican que participaron con mucha intensidad desde muy temprano. Ya en 1816 encontramos en la prensa quejas como la de un hombre presumiblemente blanco que había regresado a su casa hecho un “estropajo" luego de inten-tar esquivar a “dos mulatas furibundas” que lo acechaban desde una puerta. Para evitarlas, había cruzado a la vereda de enfrente, pero para su sorpresa “las mulatas avanzaron hacia mí con descocada impavidez” y descargaron sobre su cabeza “dos cántaros de agua sucia”. El caballero concluía su misiva lamentando su ropa arruinada y solicitando que la autoridad "moderase este género de fiestas" (La Prensa Argentina, 5 de marzo de 1816, 7).
  En años posteriores se reencuentran escenas similares que dejan ver, además, que las afroporteñas jugaban como parte de un contexto multiétnico. Una crónica de 1823 refiere que la “gente de color” arrojaba agua y huevos mezclada entre “marineros extranjeros” y gente de condición intermedia, lo que alejaba indefectiblemente a “la parte decente de esta población” (El Centinela, 16 de febrero de 1823, 7). Seis años más tarde un periódico de la colectividad británica apelaba a versos de Shakespeare para describir la escena “bárbara” de “muchachos y muchachas de toda clase, tamaño y color” que aparecían armados de jeringas y huevos: “Espíritus negros y blancos/ espíritus blancos y grises/ mézclense, mézclense, mézclense,/ Ustedes que pueden hacerlo” (BPAN, 7 de marzo de 1829, 3, trad. del autor). En carnavales siguientes el mismo periódico insistiría con la crítica a las salvajes nativas, “tanto negras como blancas”, que se entregaban al “indecente” juego del agua (BPAN, 27 de febrero de 1830, 2; 19 febr 1831, 2; 10 de marzo de 1832, 2; 11 de febrero de1837, 4). Algunas de esas crónicas agregan que, además de blancas y negras, las que jugaban eran tanto nativas como extranjeras (BPAN, 7 de marzo de 1840, 2; 12 de febrero de 1842, 1). Una particularmente vívida merece ser reproducida in extenso:

Hemos visto una anciana negra, de quien podría pensarse que nunca fue hallada culpable de sonreír en toda su vida, arrojando agua sobre todo el que pasara por la calle, como si fuese un asunto de rutina, parte de su credo, disfrutado cual penitencia, al tiempo que mantenía el rostro más impenetrable. (BPAN, 10 marzo 1832, 2; trad. del autor)

  Ni esta crónica ni las anteriores ofrecen datos sobre la condición de las mujeres que jugaban: no sabemos si eran solamente las negras libres y libertas o si también participaban esclavas.
  Por los desórdenes inmanejables que lo acompañaban, en 1844 Rosas terminó prohibiendo el carnaval “para siempre”. La celebración sólo sería retomada años más tarde, en 1854, ya depuesto el gobernador. En la nueva etapa, la presencia de las negras en el juego de agua también se hizo notar. Una crónica de 1863 menciona una que, “balde de agua sucia” mediante, consiguió voltear de su caballo a un “elegante jinete” que pasaba, dejándolo despatarrado sobre el empedrado (La Nación Argentina, 15 de febrero de 1863). Al año siguiente “un grupo de beldades de piel oscura” arrojaba bombas de papel a los que pasaban por una encrucijada del sur de la ciudad (The Standard, 11 de febrero de 1864, 2). En 1867 una “cuadrilla de mulatas”, entre diez y veinte atrincheradas en una esquina, mojaban a todo el mundo (La Nación Argentina, 7 de marzo de 1867). Y en 1876 un periódico afroporteño contabilizó 17 esquinas con “cantones” desde los que las “niñas” de la colectividad se entregaban al juego (La Juventud, 27 de febrero de 1876, 2). Un observador francés anotó asombrado en 1889 que todas las muchachas jugaban al juego del agua, “des-de la negra sirvienta hasta la niña más elegante de la casa más rica” (Daireaux, I, 233).
  Otra crónica permite ver mejor las dinámicas multiétnicas del juego. En el “barrio del tambor”, zona principal de residencia de los afrodescendientes,

las morenas y las italianas habían formado cantones y las luchas fueron dignas de mención. Siete italianos avanzaron al cantón Hermosura de una negras lavanderas, y cuando dieron su primera carga fueron rechazados por aquellas, de un modo heroico, pero fatalmente los huevos de los agresores eran de harina y pimentón, y las señoritas del cantón Hermosura quedaron blancas unas, como coloradas otras. (La República, 7 de marzo de 1867, 2)

  Es interesante resaltar esto último: al parecer algunos blancos se divertían arrojando “huevos de harina a los negros”, como confirma otra crónica de 1863, lo que simbólicamente también transgredía la frontera racial (The Standard, 19 de febrero de 1863, 2). En-trevistadas muchos años después, un grupo de ancianas negras recordó que de jóvenes solían sumergir en la tina “hasta a los vascos de la Aduana” (Figarillo). Como puede observarse, los blancos de condición acomodada odiaban ser víctimas de una negra “furibunda”, pero, al menos en el mundo popular, blancos y negras podían divertirse juntos cruzando las fronteras de raza y etnicidad. Claro que ello no excluía la posibilidad de tensiones. En el carnaval de 1873 se reportó que, en una esquina céntrica, jugaban y gritaban improperios “tres sirvientas, una negra, una trigueña y una blanca”. Un peón gallego, de paso por allí, tomó a mal haber sido mojado y quiso vengarse sujetando por la fuerza la muñeca de una de ellas. Para su sorpresa, las tres se le abalanzaron y el gallego terminó apaleado (lo salvó de quedar malherido un policía que detectó la trifulca a tiempo) (El Nacional, 27 de febrero de 1873). Algo después, otro conflicto similar terminó peor, cuando un hombre disparó a unas morenas que lo habían mojado desde una azotea, resultando en una de ellas herida y el agresor preso (El Demócrata, 8 al 11 marzo 1886, 1).
  El malestar de clase/raza que el juego del agua despertaba en los varones de condición acomodada aparece por la época en varios testimonios. En 1878 un periodista deploró que una “negra sirvienta” lo hubiese empapado (El Mosquito, 10 de marzo de 1878, 1). Que el color tenía que ver con la percepción de la ofensa queda claro por otro reporte del año siguiente: un transeúnte se siente mojado por detrás al pasar por un umbral, se da vuelta para contraatacar con el pomo que llevaba preparado para el juego, pero "¡Horror! En lugar de una niña bonita o de una señora simpática [...] se apercibe que es una mulata sirvienta o una china fea que lo ha empapado”(LaTribuna, 10 de febrero de 1879). En sentido inverso, un testimonio de 1880 sugiere que las “negrillas” del servicio doméstico se empeñaban en mojar especialmente “al novio o pretendiente de sus patronas” que llegaba de visita con su traje seco tras haber esquivado ataques similares en el camino (La Cotorra, 15 de febrero de 1880, 2).
  En síntesis, la evidencia muestra que las afroporteñas tuvieron un importante protagonismo en el juego del agua y sugiere que encontraban un placer particular en hacer de los varones blancos sus víctimas (aunque debe decirse que seguramente también mojaban a los varones negros, por más que las fuentes no se interesen en dejar constancia de ello). Conviene no perder de vista que hablamos de un contexto carnavalesco y de un vínculo “jocoso”: si la afición por mojar a un blanco sin dudas marca la presencia de un antagonismo previo –especialmente cuando se trata de varones de clase alta–, también apunta al deseo de colocarse en un plano de igualdad y trabar un vínculo más allá de la frontera de género/clase/raza. Lo atestiguan las escenas de negras y blancas/blancos de clase popular jugando juntos. Claro que ese deseo no siempre era correspondido. Algunos cronistas blancos dejaron registrado su desagrado y el tópico de las clases altas abandonando la fiesta por la excesiva gravitación que en ella tenían las “negras” y las “sirvientas” aparece por todas partes en la prensa (The Standard, 19 de febrero de 1863, 2; La República, 7 de marzo de 1867, 1).
²

Las comparsas

  En tiempos de Rosas y anteriormente, los afrodescendientes que se habían organizado en diversas “naciones” realizaban celebraciones con danza y música en sus sedes sociales o en sitios especiales. En ciertas fechas del año –en particular en Navidad o en Reyes– podían salir en procesión por las calles, cada una con sus vestimentas distintivas. Realizaban también celebraciones en carnaval, pero todo indica que, en esa fecha, no salían a las calles (Chamosa 18-19; Censo general I, 44). Apoyándose en una descripción imaginativa que José María Ramos Mejía publicó en 1907, algunos autores (Andrews 160; Puccia 85) han sostenido que desde 1836 los negros salieron en “comparsas” de carnaval, pero no hay evidencia de ello.
  Aunque el término “comparsa” se usaba antes para referir a conjuntos de máscaras, las comparsas propiamente dichas –agrupaciones musicales y/o corales estables con nombres y estéticas distintivos– aparecieron en la segunda mitad del siglo. La primera, formada por inmigrantes españoles, se organizó en el carnaval de 1854. En esa década y la siguiente se formaron algunas más de españoles, de italianos o de jóvenes blancos de élite. En 1865 apareció la primera comparsa de blancos que se tiznaban el rostro e imitaban a los negros, una costumbre que pronto retomarían muchas otras agrupaciones (Adamovsky, "Comparsas de blancos tiznados”).
  En la década de 1860, mientras todo esto sucedía, al parecer las “naciones” afropor-teñas seguían realizando candombes de carnaval a puertas cerradas cada una en sus sitios.
³ La primera comparsa formada por afrodescendientes desfiló públicamente en la celebración de 1869, compartiendo el corso oficial con las agrupaciones de blancos de todo tipo, incluyendo las de élite y las de tiznados. En lo que resta del siglo y hasta los primeros años del siguiente los negros porteños animarían 63 comparsas propias, de las que al menos 36 fueron femeninas (y otras cuatro que integraban tanto a varones como a mujeres). A aquél número se pueden agregar otras 32 agrupaciones de las que hay fuerte presunción de que estaban compuestas por afrodescendientes. En otro sitio ofrecí listados y una descripción pormenorizada de las agrupaciones de este tipo, incluyendo los nombres de sus autoridades (Adamovsky, “Comparsas de (o con) afrodescendientes”). Sintetizo aquí los datos más relevantes de las que animaron mujeres negras.
  La prensa afroporteña refiere que las tres primeras comparsas femeninas de la colec-tividad –Las Petronas, Las Flores y Las Marineras– se fundaron en 1870 (La Broma, 13 de julio de 1879, 2). Las crónicas en los diarios blancos no las mencionan, lo que podría indicar que no actuaron en el corso –para ello había que pagar una inscripción y muchas no lo hacían– sino en sus barrios o en locales cerrados. Pero sí refieren que en 1873 se disponía a desfilar en el corso una comparsa llamada San Benito, a la que presentaban como la primera agrupación femenina que se veía allí. Al estar compuesta “de señoras”, le dieron el sitial de encabezar el desfile (finalmente no participó, según un matutino, a causa del mal tiempo) (The Standard, 23 de febrero de 1873, 2 y 27 de febrero de 1873, 2; La Nación, 23 de febrero de 1873; La Verdad, 23 de febrero de 1873, 1; La Prensa, 22 de febrero de 1873, 2). No está plenamente confirmado, pero por el nombre y por otros indicios es muy probable que fuese una comparsa de negras. Aparentemente en 1874 se sumaron otras dos y, lo que ya es seguro, en 1877 aparecieron dos prominentes y duraderas: Negras Bonitas y Negras Esclavas. En 1878 y años subsiguientes seguirían unas cuantas más (Adamovsky, “Comparsas de (o con) afrodescendientes”). La periodización es importante, porque las primeras comparsas de mujeres blancas que se registran salieron en el carnaval de 1875 y solo se harían habituales en 1879. El dato sugiere que las mujeres negras formaron comparsas antes que las blancas, lo que posiblemente se explique por las tradiciones comunitarias (ya en el candombe tradicional participaban mujeres) y por diferencias en las expectativas de “respetabilidad” que tenían ambos grupos. Puede que la participación de negras haya abierto el camino para las blancas.
  Como han señalado varios investigadores, en esos años los afroporteños estaban divididos en torno de los modos en que debían participar de la fiesta. Y todo indica que el origen de esa división era ideológico y de clase. La élite intelectual –la que publicaba los periódicos de la colectividad o había reunido algún capital– aspiraba a ganar en respetabilidad asociándose a los proyectos culturales de las élites blancas. Por ello, presionaba fuertemente al resto de los negros para que adoptaran las pautas de “decencia” dominantes, “civilizaran” sus hábitos y los ajustaran a lo que llamaban “el progreso”. En términos concretos, eso se traducía en una insistente prédica para que abandonaran costumbres “bárbaras” de la herencia cultural africana. La cuestión motivó un fascinante debate público que tuvo a las comparsas como uno de sus ejes (Geler).
  Para algunos de los partidarios de la presión “civilizatoria”, los afroporteños debían fundar asociaciones carnavalescas que se parecieran a las de los blancos, en lugar de retomar los estilos del candombe de antaño. Las correctas eran las que llamaban “comparsas musicales”, aquellas que preferían ejecutar instrumentos y ritmos europeos y emulaban los trajes de ese origen. En cambio, las llamadas “candomberas” –las que tenían eje en la percusión y reelaboraban bailes, cantos o incluso vestimentas tradicionales africanos o coloniales– recibían duras críticas. Las “musicales” fueron unas cuantas. Pero, a pesar de esas pre-siones, las “comparsas candomberas” fueron las preferidas de los jóvenes afroporteños (Adamovsky, “Comparsas de (o con) afrodescendientes”).
  Entre las comparsas femeninas encontramos el mismo clivaje. Por las descripciones con las que contamos, es seguro que varias de ellas eran “musicales”, pero también las había “candomberas”, como Negras caprichosas (1878-1889), Negras Humildes (1877-1884) o Negras Esclavas (1877-1890) y también Negros del Sud (1881-1891), que era de ambos sexos. Tal como las de varones candomberos, elegían resaltar su etnicidad en el propio nombre elegido. Además, otras llevaban nombres que sugieren que aprovecharon el espacio del carnaval para realizar ejercicios de impugnación o de interferencia lúdicos respecto de los criterios de respetabilidad hegemónicos. Por ejemplo, algunas resaltaban su condición servil o subalterna (al denominarse Negras Humildes, Negras Esclavas, Negras Limosneras, Pobres Negras orientales), su fealdad (Las Feas) o sus dudosas virtudes morales (Negras Caprichosas, Negras Soberbias). En esto se parecían a las comparsas de mujeres blancas que florecerían poco después, que podían llevar nombres como Nido de Cotorras, Las Sin Igual Punguistas, Las Barulleras, Las Infernales, Brujas, etc. (La República, 9 al 12 de febrero de1880, 1).
  En otro trabajo presenté un inventario y análisis de 104 canciones que cantaron comparsas de afrodescendientes, tanto musicales como candomberas, entre la primera encontrada, de 1870, y la última, de 1902 (Adamovsky, “Canciones de comparsas”). Sintetizo aquí los hallazgos generales y los que refieren específicamente a las femeninas, que en el inventario suman 14 y pertenecen a solo cuatro agrupaciones: Negras Bonitas (6), Negras Libres (1), Negras Bromistas (3) y Aldeanas Sarracenas Unidas (4). Los géneros musicales más recurrentes eran trasnacionales, como vals, el tango, la habanera y la mazurca. Por el contrario, el candombe local prácticamente no aparece como identificación musical. “Tango” refiere aquí a lo que en España se conocía como “tango americano”, género afrocubano muy cercano a la habanera, del mismo origen, que desde la década de 1840 habían encon-trado en la península ibérica una extraordinaria recepción. Ambos se venían difundiendo por toda la América Latina, sobre todo gracias a las visitas de compañías de zarzuela españolas, que tuvieron una poderosa influencia en el carnaval porteño. De hecho, es posible que fuese la representación de los bailes, el habla y los cantos “de negros”, habituales en esos espectáculos, lo que inspiró a las primeras comparsas de blancos tiznados (Adamovsky, “Canciones de comparsas”).
  La enorme mayoría de las canciones que cantaban las comparsas de afroporteños están escritas en castellano estándar, pero hay siete que se expresan en “bozal”, el habla corrompida que supuestamente usaban los esclavizados recién llegados, muy conocida y difundida en la poesía y el teatro españoles, tanto como en sus contrapartes locales desde hacía décadas. Dos de ellas eran de las Negras Bromistas. La utilización del bozal está asociada a letras picarescas de amor y seducción o a otras que describen costumbres comunitarias de raíz afro, como los modos de bailar o cantar. En la comparsa femenina, también a la afirmación de una mujer plebeya fuerte que desafía al varón (Adamovsky, “Canciones de comparsas”).
  En sus contenidos, casi todas las letras de canciones se pueden agrupar en dos grandes temáticas. 36 canciones se dedican total o parcialmente a celebrar el propio carnaval y a convocar al disfrute, a la alegría, a la libertad, al desenfado, a la locura, a olvidar las penas, a buscar encuentros amorosos, al baile y la bebida. El otro tema dominante es el amor: 69 canciones de todos los géneros aluden al sentimiento (la mayoría gira enteramente en torno de él). Le cantaron tanto comparsas masculinas como femeninas, aunque con más frecuencia las primeras. En la mayoría de los casos son de destinatario genérico, es decir, del que no se indica etnicidad: es el caso de todas las de agrupaciones femeninas de esta temática, que son 7. Las agrupaciones de varones, en cambio, registran 13 canciones que declaran su amor por las blancas, elogian su belleza, suplican por su atención o se ofrecen a ellas (en 5 hacen lo propio con mujeres negras). En cuanto al tono, la mayoría se enmarca en lo que podría denominarse amor romántico: hablan del sentimiento de manera general y más bien solemne, declaran su amor por una “niña”, padecen por no tener su atención. Unas cuantas se aventuran en lo que podría llamarse amor sensual: prometen “ardiente amor”, “placer sin fin” y besos con “frenesí” y otras imágenes similares. Como sería esperable, en general son comparsas de varones las que se permiten estas miradas; las de mujeres son más circuns-pectas, aunque una de Negras Bonitas sí alude provocativamente a sus “polleras bien cortitas”. También se registra otra interesante diferencia de género: mientras que las masculinas se limitan a glorificar sus conquistas o a lamentar los rechazos, varias letras de las Negras Bonitas introducen el tema de los riesgos que involucra la seducción masculina, los “engaños” y las “promesas” incumplidas de los “falsos amantes” y las “amargas penas” que suelen traer a las mujeres. Finalmente, unas pocas canciones sobre el amor son picarescas: refieren con humor a escenas de galanteo, el cortejo o el casamiento. Todas estas son de comparsas masculinas, pero Negras Bromistas se atrevió también al estilo, en dos letras en la que se afirman en su derecho a divertirse a costa de los “pollos” (varones jóvenes) que las pretenden (Adamovsky, “Canciones de comparsas”).
  En las canciones, las relaciones entre negros y blancos aparecen con frecuencia y de diversas maneras. La asimetría de poder está aludida de varias formas. Una de las más habituales es la de referir a las mujeres blancas como “amas/amitas”, sea cuando las mencionan como objeto de deseo amoroso o cuando se trata simplemente de saludarlas. También las Negras Bonitas usan el término, junto con el masculino “amo/amito”, que también emplea una canción de las Negras Bromistas. Siempre que aparecen estos términos es en sentido afectuoso (Adamovsky, “Canciones de comparsas”). Uno podría estar tentado de interpretar todo esto como la internalización de la mirada y los valores del opresor. Pero eso sería una explicación ingenua. Cuando los afroporteños usaban el “amita/o” incurrían en un anacronismo obvio, ya que el término remite a un vínculo de esclavitud que ya no existía. Era parte de una actuación carnavalesca, antes que la continuidad del lenguaje habitual, y como tal conviene analizarlo (lo mismo vale para el bozal). Como ha mostrado Lea Geler, la sociabilidad de las clases populares no estaba en estos años segregada. Blancos y negros compartían espacios de sociabilidad y laborales y abundaron los casamientos interraciales, por no mencionar el flirteo. El amor entre blancos y negros de condición modesta era una posibilidad bastante concreta. También lo era el ascenso social para una porción de los afroporteños, que accedieron por entonces a un módico capital económico y cultural. Todo ello generaba tensiones y ansiedades dentro de la propia colectividad: así como la élite afroporteña cuestionaba a muchos negros por su incapacidad de adaptarse a los estilos “civilizados” de la cultura europea, también había sectores que recelaban de quienes buscaban diferenciarse del colectivo y pretendían vestir o actuar como los blancos. Y por supuesto estaba el extendido racismo que recibían de parte de los blancos. No es extraño, entonces, que la risa carnavalesca ayudara a tramitar estas tensiones, ni que lo hiciera de maneras complejas: ayudaba a aliviar el peso que devenía de la situación de opresión en la que vivían los afroporteños, a la vez que les permitía afirmarse identitariamente de una manera que minimizaba los riesgos de ser víctima de hostigamientos. En fin, la ironía burlona frente a la propia condición subalterna y la risa frente a la posibilidad del amor interracial no pueden interpretarse como una simple condena que invitaba a los negros a permanecer en su lugar de subordinación. Menos aún en el contexto del carnaval, que consiste precisamente en una ocasión para que todos desafíen las jerarquías, cambien de lugar, y se burlen de los demás y de sí mismos.
  La presencia de otros motivos en las canciones permite reforzar esta hipótesis. Algunas letras eran abiertamente antirracistas. Otras varias asocian el clima alegre y vital del reinado de Momo con los deseos de unión y fraternidad. En la mayoría de los casos –incluyendo una letra de las Aldeanas Sarracenas– esos deseos se expresan de manera genérica, pero al menos dos letras de comparsa masculina hacen explícito lo que en las demás acaso está implícito: que celebran la ocasión de poder confraternizar con los blancos (Adamovsky, “Canciones de comparsas”). De nuevo en este caso, la expectativa de confraternización no era meramente imaginativa: el carnaval era efectivamente un espacio en el que blancos y negros compartían las calles (casi) en pie de igualdad. Es importante destacar que las comparsas de afrodescendientes –las femeninas incluidas– eran protagonistas del carnaval y compartían el espacio callejero de igual a igual con las de blancos de todo tipo (incluyendo las de blancos tiznados), sin que haya registro de conflictos. Por el contrario, como sostuve en otro sitio (Adamovsky, “Comparsas de (o con) afrodescendientes”), las relaciones entre agrupaciones de etnicidad diferente parecen haber sido más bien cordiales y, además, todo indica que hacia fines de siglo hubo no pocas de las “candomberas” que eran mixtas, con blancos y negros marchando conjuntamente. Por lo demás, en las premiaciones que entregaban los jurados de cada corso, las agrupaciones de negros solían alzarse con medallas, lo mismo que las de blancos. Los galardones eran más habituales para las de varones de la colectividad –que corrían con ventaja ya que eran bastante más grandes en cantidad de participantes que las de mujeres–, pero no pocas veces también ellas se volvieron a sus casas con premios (El Demócrata, 3 y 4 de marzo de 1884, 2; La Prensa, 12 de marzo de 1889, 5; El Diario, 11 de marzo de 1889, 2 y 24 de febrero de 1890, 2). Y como pude mostrar en el trabajo dedicado a las canciones de las comparsas, en sus géneros, temáticas y estilos las de afroporteños eran casi indistinguibles de las que cantaban las de blancos tiznados; de hecho, varias de las primeras utilizaban letras compuestas por las segundas (Adamovsky, “Canciones de comparsas”). Por supuesto, nada de esto niega el racismo imperante en otros contextos ni el disgusto que algunas personas –como José María Ramos Mejía (II, 434-36)– podían sentir por esas “negras livianas y loquescas” que llevaban su “lascivia” y su “suciedad” al carnaval. Pero es un hecho que los corsos eran un espacio de participación multiétnico; más aún, uno en el que los diversos grupos ponían en escena sus respectivas etnicidades o jugaban con las de los demás. Hay letras de comparsas afroporteñas, por caso, en las que cantaban imitando a los vascos (Adamovsky, “Canciones de comparsas”).
  La visión del espacio carnavalesco como uno de relativa cordialidad interétnica contrasta con la impresión que podría tenerse a partir de un conocido testimonio, que pareciera indicar lo opuesto. En 1902 la revista Caras y Caretas publicó una entrevista a cuatro ancianas afroporteñas que se presentaban como las últimas representantes de la nación Banguela, guardianas de la antigua sala de reuniones que había ocupado esa sociedad, una de ellas esposa de quien fuera su último Rey. Las entrevistadas recordaban la intensa participación de los Banguelas en carnavales, cómo marchaban con las calles “candombiando” y bailando, encabezados por las mujeres. Pero esos tiempos alegres habían terminado hacía mucho:

En 1870, antes de la peste grande, los mozos bien comenzaron a vestirse de morenos, imitando hasta nuestro modo de hablar, y los compadritos invitaron la milonga, hecha sobre la música nuestra, y ya no tuvimos más remedio que encerrarnos en nuestras casas, porque éramos pobres y nos daba vergüenza... (Figarillo 29)

  Apoyándose en este párrafo, se ha sugerido que los afroporteños se sintieron humillados por las comparsas de blancos tiznados y que ello los empujó a abandonar el carnaval (Martín, "Candombe, progreso”). Sin embargo, la información empírica no avala esa conclusión. Para empezar, como mostré en otro sitio, las comparsas de afrodescendientes comenzaron a formarse en 1869, cuatro años más tarde de que apareciesen las de blancos tiznados, y convivieron con ellas durante más de 25 años. Sin ir más lejos, la nación Banguela salió con su comparsa en carnavales al menos hasta 1892, como lo venía haciendo desde 1878. Otras de afrodescendientes continuaban desfilando incluso después de la entrevista citada, como Juventud Oriental (hasta 1904) y Los Harapientos (hasta 1910). Cierto que para fin de siglo eran ya muy pocas. Pero también lo eran las de tiznados. De hecho, la curva de apogeo y de ocaso de unas y otras coincide: ambas alcanzaron su máxima presencia entre 1878 y 1882 y las de negros prácticamente desaparecieron en el mismo momento que las de tiznados, las dos en relación a una misma prohibición policial, que en 1894 ilegalizó las comparsas “candomberas” (sin importar el color de sus miembros) por el “ruido” y los disturbios que causaban (Adamovsky, "Comparsas de blancos tiznados”). Además, entre 1874 y 1882 existen abundantes colecciones de prensa afroporteña, en las que no se encuentra que hayan referido nunca con desagrado al fenómeno de los blancos tiznados. Y, como mostré en otro sitio, pueden documentarse vínculos de simpatía entre la comunidad afroporteña y algunos notorios miembros de comparsas de ese tipo (Adamovsky, “Los Negros”).
  Esto no quiere decir que el testimonio de las ancianas Banguela fuese falso o estuviese equivocado. Es posible que ellas, como antiguos miembros de una nación que preservaba prácticas tradicionales, se sintiesen a disgusto con los blancos tiznados. Pero de ello no puede derivarse que ese sentimiento fuese extensivo a toda la comunidad. Como vimos, existían fuertes divisiones internas en ella: la élite afroporteña se avergonzaba incluso de los jóvenes negros que salían en comparsas “candomberas”, cuyas estéticas –conviene aclarar– no reproducían las de las antiguas naciones, sino que las reelaboraban en un estilo que en verdad era nuevo. Lo que era vergüenza para unos, no lo era en absoluto para otros (Alves de Oliveira 95-96; Geler 144). Por lo demás, la nota de Caras y Caretas aportaba al discurso de invisibilización de lo afro, proyectándolo a un pasado ya ido del que solo quedarían algunas exóticas ancianas, como las de la nota, cuando la realidad era que los negros seguían teniendo una presencia visible en el carnaval (Moreno Chuquen 114; Martín, "Afroporteños en el carnaval”).

Los bailes

  Junto con el juego del agua y los corsos con sus comparsas, los bailes con máscaras y disfraces fueron otro de los espacios centrales de la celebración. La música y la bebida, el ambiente festivo, la proximidad de los cuerpos a la que el baile invitaba, ofrecían innumerables ocasiones para el flirteo y la seducción. El uso de máscaras, además, daba a los portantes un anonimato que habilitaba licencias impensables fuera de ese contexto. Las mujeres las aprovecharon para tomar la iniciativa y jugar con el aura de misterio de modos que enloquecían a los caballeros. Las aventuras e infidelidades, los encuentros prohibidos y los romances estuvieron a la orden del día.
  Inicialmente reservados a un público de clase alta, en la segunda mitad del siglo XIX los bailes de carnaval se fueron extendiendo y “democratizando”. Ya en 1855 la prensa incluyó lamentos por las “sirvientas” que se ausentaban de sus labores para asistir a “reuniones de máscaras” (La Crónica, 17 de abril de 1855, 3). Pronto hubo una cierta segmentación social, con salas y eventos para públicos de sectores medios y bajos y otras que seguían apuntando a las clases altas. En 1869 los bailes aristocráticos eran los del Club del Progreso y el Club del Plata, mientras que los teatros Colón, Franco Argentino y Alcázar hospedaban a los bailantes del común (La República, 11 de febrero de 1869, 1). Para comienzos de la década de 1880 la oferta era más variada: el gran mundo se daba cita en el Club del Progreso, el Club Buenos Aires. También en el teatro Ópera, aunque ya por entonces estaba en proceso de democratización: un observador distinguido se quejó en 1882 de haber escuchado allí “escandalosos batuques” (Cambaceres 232-38). En el Politeama, Variedades, Skating Rink, Alegría y otros danzaban multitudes de sectores medios y bajos. Algunos sitios se reconocían por la mayor presencia de determinadas colectividades de inmigrantes. Los afroporteños preferían La Victoria y el teatro Coliseo y a veces alquilaban salas para organizar bailes propios (Alves de Oliveira; La Prensa, 6 de febrero de 1883, 1; La Broma, 6 de marzo de 1881, 1; Atlántida 463, 24 de febrero de 1927, 18).
  Sobre esto último, es importante destacar que, si bien reconocían esas salas como punto de encuentro, los afrodescendientes también se aventuraban a otros bailes. Como ya lo señalamos, no había en Buenos Aires una segregación racial formal: en el mundo de las clases populares, negros y blancos compartían espacios de sociabilidad. De hecho, en enero de 1880 se produjo un resonante escándalo cuando, intempestivamente, tres salones –el Jardín Florida, el Circo Nacional y el Skating Rink– anunciaron al mismo tiempo que prohibirían el ingreso de negros y mulatos a sus bailes de máscaras. La colectividad afroporteña reaccionó indignada y consiguió rápidamente el apoyo de parte de la opinión pública blanca –incluyendo el diario La Prensa– y del jefe de policía, quien ordenó a los empresarios que levantaran la restricción con una enérgica admonición que invocaba el principio de igualdad ante la ley (Geler 44-53; La Prensa, 22 de enero de 1880, 1). El intento de prohibición no se repitió y crónicas de años posteriores indican que en las salas populares el público era multirracial. En 1888, por caso, un reportero señaló que el Politeama mostraba un “lamentable revoltijo social” en el que “la elegante y lujosa máscara” y el “joven de frac, correcto y elegante” convivían “con la mulata más espantosamente vestida” (El Diario, 19 y 20 de febrero de 1888, 1). En carnavales posteriores los diarios continuaron informando sobre la presencia de gente de color en bailes a los que concurrían personas de toda etnicidad (La Prensa, 13 de febrero de 1893, 6; La Nación, 7 de marzo de 1905, 7).
  Inversamente, los blancos también se veían atraídos a espacios que los ponían en contacto con negros. La prensa afroporteña reconocía La Victoria y el Coliseo como lugares de baile propios, pero también anotaba que no eran exclusivos: los frecuentaba "la gente de 'color' y todos aquellos que concurren a divertirse en su seno" (La Broma, 6 de marzo de 1881, 1). Al parecer, tal como en el juego del agua, había blancos de clase popular que elegían divertirse con ellos, lo que es además consistente con lo que sabemos sobre la importante tasa de uniones matrimoniales interétnicas y otros datos sobre sociabilidad mixta (Geler 77-85). El atractivo de la atmósfera de los bailes populares se hacía sentir incluso entre las clases altas. En 1880 un caballero de ese sector sin embargo muy involucrado con todo el universo de los festejos carnavalescos relató un episodio que acababa de sucederle. Tres amigas, “señoras decentes”, aburridas de lo que veían en los bailes de su clase, le pidieron que las llevara de excursión a alguno de “aquellos bailes escéntricos (sic) de que habían oído hablar". El caballero las llevó al teatro Ópera, pero no quedaron satisfechas: querían "algún baile más popular”. Las llevó entonces al Skating Rink (que, como vimos, ese mismo año había fracasado en el intento de prohibir el ingreso de negros). Lo que vieron las impresionó:

...era un hormiguero, los trajes de las máscaras eran generalmente viejos, ajados, alquilados en esas casas especiales y que parecen más bien harapos que trajes, allí había de todo en clase de hombres, pero lo que dominaba era el elemento populachero y había hasta gente de color. El calor era sofocante, la atmósfera infecta y compuesta de todos los elementos nauseabundos provocativos; las mujeres desalineadas tirando las caretas o levantándolas a la frente, jadeantes, abombadas, rendidas y ejecutando las posturas más ridículas. Esta vez mis tres amigas se escaparon pálidas, enfermas, mareadas, y al llegar a la puerta de su casa en donde me despedí de ellas prometiéndome que nunca más tendrían el capricho de ir a ver esos bailes populares. (Orion)

  La transgresión de las fronteras, en este caso de arriba hacia abajo, resultó por ahora demasiado para esas tres damas. Pero poco más tarde los bailes de carnaval se transformar-ían en un ámbito en el cuál se abrió paso uno de los ejemplos más sorprendentes de transgresión racial, de género y de clase: el tango argentino. No es este el lugar para reponer la historia de ese género, en cuya factura el aporte cultural de raíz africana está fuera de discusión (Chasteen, National Rhythms; Thompson). Alcance decir que, desde el año 1870 en adelante, las canciones de comparsas de carnaval fueron un vector fundamental del ingreso del “tango americano” y la habanera al repertorio musical de los argentinos –ambos de origen afrocubano y reconocibles en la rítmica de los primeros tangos locales– y que los bailes de carnaval fueron uno de los ámbitos principales en los que jóvenes blancos comenzaron a involucrarse en danzas reconocidas entonces como propias de la colectividad afroporteña, como la milonga, que a su vez aportaron a la coreografía que hizo famoso al tango argentino (Thompson). Ya en 1889, reportando los bailes del carnaval de ese año, un diario anotó la presencia de un “demi-monde” que, eludiendo las normas de la decencia y el recato, “quiebra la cadera al compás de la milonga" (El Diario, 6 de marzo de 1889, 1). La milonga, como lo fue el tango en sus inicios, era por entonces identificada como “cosa de negros” y el tango siguió durante mucho tiempo asociado a los bajos fondos, a las “academias de baile” de los suburbios plebeyos y a los ambientes prostibularios. La mayor permisividad de los bailes de carnaval fue fundamental en el trayecto que hizo el tango de esos sitios de “mala vida” al centro de la ciudad y de la clase más baja a los sectores medios blancos. En el cambio de siglo, antes de que fuese aceptable para la gente “decente”, salas como las del Pasatiempo o el teatro Apolo fueron en carnavales los centros de reunión de los que gustaban probar esa nueva danza "con difíciles contorsiones de piernas y caderas" (La Prensa, 22 de febrero de1903, 7). Y fue en los bailes de carnaval que las mujeres blancas de sectores medios –las últimas en llegar– comenzaron a animársele al tango (Chasteen, National Rhythms). Como reportaba amargamente La Nación en 1905, incluso en los bailes de carnaval de un teatro como el Ópera, otrora “respetable”, “los tangos se han comenzado también a bailar, con corte y quebrada, en medio de la aceptación general de los concurrentes” (La Nación, 7 de marzo de 1905, 6).
  ¿Qué nos dicen las fuentes sobre el lugar de las afroporteñas en estos espacios y prácticas de transgresión de las fronteras de género, clase y raza? En referencia al género, la prensa comunitaria deja ver que, tras sus máscaras, tomaban la iniciativa en el flirteo con los varones negros (La Juventud, 12 de marzo de 1876, 2). En referencia a la clase y lo racial, Lea Geler e Isabela Alves de Oliveira han estudiado en detalle el lugar central que tenía la danza en la colectividad afroporteña en las décadas de 1870 y 1880 y las amargas disputas en su interior entre la élite comunitaria, que presionaba para europeizar y “adecenar” las prácticas del baile, y otros sectores, que continuaban con las tradiciones “candomberas” o se daban a formas de danza juzgadas “poco respetables” (Geler 91-109; Alves de Oliveira). Es de imaginar que, en los bailes de carnaval, habría mujeres negras que bailaban ritmos europeos emulando los modos de llevar el cuerpo de las mujeres blancas y otras que se divertían sin seguir ese imperativo. La prensa comunitaria nos dice poco acerca de los momentos de transgresión de la frontera del color, pero es de suponer que eventualmente tendrían compañeros de baile blancos. Lucio V. López nos dejó incluso una anécdota de la situación opuesta, ocurrida en el teatro Alegría (arrendado para un baile de carnaval de la colectividad afroporteña), en la que uno de sus sirvientes, al que describe como un mulato particularmente atractivo, bailó con una francesa blanca que estaba loca por él (y con la que terminaría casado), para disgusto de las muchachas negras que observaban la escena (López 297-302).
  Si nos trasladamos a espacios más aristocráticos y a la prensa blanca, aparece una anécdota recurrente. La llamaré “la historia de la negra enmascarada”. La primera aparición la hallé en el carnaval de 1855. Describiendo la urgencia de los varones jóvenes por conocer muchachas en los bailes, algo que la vigilancia materna volvía imposible el resto del año, un cronista anotó el caso de uno que, en el baile del teatro Argentino, "reniega y se enfurece porque ha conseguido verle la barbita a su dulcinea y ha visto que su color no bajaba de café con leche oscuro...” (La Crónica, 21 de febrero de 1855, 2). La escena reaparece en una crónica del carnaval de 1863: "Y por la noche las máscaras... ¡qué confusión! ¡qué barullo! ¡Cuánto hermoso joven, tomando a la sirvienta de su querida por su querida misma!” (La Nación Argentina, 15 de febrero de 1863). Dos años más tarde una revista humorística volvió sobre una historia similar: un hombre lleva a cenar a una enmascarada, pero resulta "¡Horror! la negra cocinera de su tía" (Fig. 1).


Fig. 1. El Mosquito, 25 de febrero de 1865, 3.

  Poco después un reportero relata lo que le pasó a un colega en el baile del teatro Colón: se entusiasma con una muchacha que se niega a mostrar su rostro, conversa con ella, en un descuido le arranca la máscara y "¡Horror de los horrores!”, se encuentra con que “era una negra”. El hombre comienza a lanzarle toda clase de insultos, pero pronto descubre que en verdad era una muchacha blanca con el rostro tiznado, siguiendo la costumbre, común entre los blancos en esa época, de disfrazarse de negro o de negra en carnavales (La Nación Argentina, 28 de febrero de 1868, 2). La confusión era total.
  En 1874 un cronista reportó el caso inverso: en el baile del teatro Ópera (recordemos que por entonces era un evento distinguido) un amigo suyo se acercó a una enmascarada que vestía como “negra”, pensando que era una blanca disfrazada. Conversó con ella toda la noche hasta que se animó y le declaró su “pasión ardiente”. La mujer le preguntó entonces "¿Os gustan las negras, señor?" (nótese la modalidad de habla ibérica, propia de alguien distinguido), a lo que él respondió "Mucho, mucho... cuando son como tú". Ella replica entonces "Cuidadito, no os arrepintáis después" y le pide que la lleve a cenar. Cenan en un restaurant los mejores platos y cuando ella se quita la careta "Mi amigo se encuentra con la africana cocinera de su casa". El joven se levantó del restaurant avergonzado y se retiró inmediatamente. El autor de la nota termina diciendo que garantiza que es un hecho real que sucedió (La Tribuna, 22 de febrero de 1874). Por la misma época, generalizando, otro cronista se preguntaba qué sucedería en un baile de carnaval si, de pronto, todas las caretas cayeran al mismo tiempo. Imagina que entonces más de una señorita se vería pillada intrigando demasiado cerca de tal caballero y que aquella otra, “que cautiva tan completamente la atención de Arturo, es nada menos que una odiosa mulata ejerciendo la profesión de cocinero y otra peor" (cit. en De Lucía).
  ¿En qué medida estas historias de negras enmascaradas describen hechos que se daban en la realidad? ¿Podríamos suponer que algunas efectivamente aprovechaban la máscara para mezclarse impunemente entre jóvenes blancos de cierta posición y así seducirlos o, acaso, por el simple placer lúdico de cruzar un límite? ¿O estas historias atestiguan, más bien, las ansiedades que les producía a los varones blancos compartir espacios multiétnicos? La ansiedad no derivaba solo de la posible ofensa a la jerarquía del color, sino también, acaso, de la atracción erótica: por más que en las anécdotas los caballeros salieran siempre espantados al caer la máscara, es más que posible que pudieran sentir deseos por las muchachas negras. Una poesía satírica de 1878 así lo sugiere, cuando dice que “…tal vez de las negritas,/a través de las caretas,/ buscaba el amor los blancos/ donde clavar sus saetas./ Y hubo blancos que sintieron / de su blancura vergüenza,/ soñando en ser calamares/ por nadar en tinta negra" (La Orquesta, 21 de marzo de 1878, 2). La escasa documentación solo permite imaginar indicios, pero es posible que ellas pudiesen aprovechar el contexto de carnaval para interpelar lúdica o seriamente ese deseo. Un reporte de 1870 señala que “cuatro negras” con máscaras, al cruzarse con un hombre blanco, le lanzaron la siguiente frase picaresca en bozal: “Adió, mi amito (en coro). Adió, cher amo; ya no conocé re nega que terabó ro pañale y terió di mamá" [Adiós, che amo; ya no conocés a la negra que te lavó los pañales y te dio de mamar] (La Tribuna, 27 de febrero de 1870, 3). Dos años más tarde una revista humorística dejó registrado un diálogo entre un almacenero y “una negrita” en un baile. El comerciante la trata de seducir, pero ella le toma el pelo: lo llama “mi amito” y al mismo tiempo se mofa irónicamente de su proposición; le recuerda que está endeudado y promete reconsiderar la oferta pero solo cuando arregle cuentas con sus acreedores (El Mosquito, 18 de febrerode 1872, 2). A falta de más datos, vale suplementar con una crónica del carnaval de Rosario de 1878, que señala que en los bailes de los teatros Litoral y Olimpo se congregaba una multitud de condición social variada y que “las mucamas, cocineras, fregatrices, lavanderas”, en estos días “de verdadero republicanismo”, se sentían con “el derecho bajo el antifaz y aún sin él, de bailar y ser cortejadas por los elegantes señoritos” del “grand monde”. La licencia, claro, valía solo para esos “tres días de locura y trastorno social”: fuera de ellos, “parecería lo más espantoso del mundo que el joven L. o P. hubiese bailado y hecho la corte a la negra cocinera de nuestra vecina” (El Independiente [Rosario], 7 de marzo de 1878, 2).
  En fin, las historias de negras enmascaradas pudieron acaso retomar anécdotas reales, al mismo tiempo magnificadas por las ansiedades de los blancos. Resulta sugestivo que uno de los salones que intentó limitar el ingreso de negros en 1880 lo anunció con una nota que decía "No se admitirá en el salón gente de color que vaya con careta".
Como si el problema no fuese la presencia de negros, sino la posibilidad de que las caretas impidieran deslindar quién era quién.

Conclusión

  Del recorrido planteado se desprende que, a pesar y sin desmedro de su lugar triplemente subalterno, las afroporteñas sacaron gran provecho de las oportunidades que ofrecía el carnaval para transgredir las fronteras de género, de clase y de raza. Las hemos visto entusiastas en el juego del agua, aprovechando la licencia de los tres días de locura para atacar a los varones blancos (nativos y extranjeros, de clase popular o alta), a veces asociadas con mujeres blancas o mestizas, en un ejercicio que permitía a la vez liberar tensiones y construir vínculo social y que no estaba exento de riesgos. Hemos adivinado el goce que acaso les producía la proximidad con el cuerpo de los varones.
  Las hemos visto también ganar el espacio público de los corsos con comparsas femeninas que se anticiparon a las que fundaron las mujeres blancas y abrieron para ellas el camino. Si los varones negros fueron los que se aventuraron en 1869 en un ámbito domina-do por las agrupaciones de blancos, generando un espacio multirracial, fueron las mujeres negras las que quebraron la exclusividad masculina. Su protagonismo en el movimiento de comparsas no puede subestimarse. Las suyas se situaron a ambos lados del clivaje que recorría la colectividad afroporteña y que oponía a los que proponían estéticas “musicales”/europeas y otras “candomberas”, que se filiaban con los orígenes africanos pero también con los estilos de representación de lo negro que ensayaban al mismo tiempo las agrupaciones de blancos tiznados. Junto con sus contrapartes masculinas, participaron así de la forja de un modo particular de representar la negritud –la estética candombera–, que combinó aportes de la propia comunidad afroporteña junto con otros transnacionales, tomados de las tradiciones escénicas y musicales del Atlántico (afro)hispano, en particular de la zarzuela y del tango americano/habanera, de las que también abrevaban los blancos. Abrazar estos influjos afrocaribeños legitimados por el teatro español permitía, al mismo tiempo, afirmar la diferencia étnica y referenciarse con una expresión transnacional “moderna” que incluso los blancos hallaban atractiva.
  Finalmente, las vimos en los bailes, tomando la iniciativa en la seducción de negros y de blancos y lanzando palabras picarescas a los hombres de condición superior. Las vimos mezclándose en salones de diversión popular multiétnico u ocultándose tras la máscara para ingresar en sitios en los que acaso no fuesen bienvenidas. Y también participando en danzas de sospechosa decencia y en el alumbramiento de un género transgresivo que se transformaría en emblema nacional, como lo fue el tango argentino.
  Debe recordarse que todo esto sucedía en un contexto completamente excepcional, de licencias imposibles, como lo era el carnaval. La triple opresión que padecían las mujeres negras seguía en pie resto del año (y tampoco es que desapareciera por arte de magia –lo vimos– en esos tres días locos). Diversas investigaciones han dado cuenta de la intensa presión que el racismo y luego los discursos blanqueadores significaron para las identidades de los afroargentinos, las mujeres incluidas (Edwards; Geler). Pero retener ese dato fundamental no debe impedirnos reconocer, al mismo tiempo, la extraordinaria agencia que desplegaron las afrodescendientes durante los carnavales y su capacidad para transgredir los límites de lo permitido. Que fuesen solo tres días no significa, además, que su “locura” no proyectase efectos concretos sobre el tiempo “normal”. Puede que la vida no sea un carnaval. Pero seguramente el mundo no permanece exactamente igual a sí mismo luego de que una negra “furibunda” baña de arriba a abajo a alguien de clase acomodada, ríe con hombres y mujeres de diversa etnicidad, baila sensualmente con varones blancos o comparte con ellos la diversión de una comparsa y los premios de un corso. La sociedad porteña no sería lo que es sin ellas y sus transgresiones.

Bibliografía

Notas